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La reforma del sistema de salud no está entre las
prioridades políticas, y el tema sólo aparece asociado
con las disputas entre gobierno y sindicatos. Los
sistemas de salud de América latina comparten la
fragmentación, y una carencia de coordinación que
difícilmente se los pueda llamar sistemas.
La Argentina es el mejor ejemplo, con una oferta pública
expandida por todo el territorio; obra del mismo
gobierno que después desarrolló una seguridad social
financiada con cargas salariales, superponiendo
coberturas aseguradas por políticas públicas.
La afiliación por rama de actividad hizo que los
trabajadores tuvieran diferencias de cobertura por nivel
salarial, a pesar del componente compensador (Fondo
Solidario de Redistribución), que resulta insuficiente
para salvar las diferencias. Los empleados públicos
provinciales no participan del subsistema, y están
cubiertos por institutos con importante autonomía, no
regulados por la SSSalud y relación poco complementaria,
y en muchos casos, confrontativa con los propios
ministerios de salud de sus provincias.
En 1971 se creó el PAMI, contrariando principios
explícitos de continuidad de la atención y se obligó a
los jubilados a su inclusión cautiva en él, negándoles
el derecho de elección, que luego se garantizó al resto
de los trabajadores.
La cobertura pública alcanza a la totalidad de la
población con un nivel superior al de la mayor parte de
los países de la región, y también brinda servicios, a
afiliados a la seguridad social y seguros privados,
aunque la descentralización, determina coberturas
diferentes por territorio con escasas instancias de
coordinación y compensación del gobierno nacional.
La fragmentación organizacional y territorial, la
segmentación del financiamiento, y las debilidades
regulatorias, terminan consolidando una reducción de
derechos: la cobertura efectiva alcanza a la totalidad
de la población, pero es muy diferente según condición
laboral y localización de los ciudadanos, generando
serios problemas de equidad y superposición de
coberturas, que lo hacen sumamente ineficiente.
La pésima instrumentación de la opción de cambio de obra
social dio un golpe de gracia a la equidad quebró la
solidaridad por segmentos, característica hasta
entonces, y afectó su financiamiento por la
transferencia de recursos al sistema privado, con la
derivación de aportes obligatorios como parte de pago de
la prima de seguros privados. El mismo decreto afirmó la
obligación para las obras sociales de asegurar un
conjunto de prestaciones a todos los beneficiarios del
sistema del cual se excluyó a la cobertura pública. El
sistema, perdió buena parte de sus componentes
solidarios, y es muy difícil encontrar otro seguro
social con tanta dispersión hacia su interior.
Como muestra la experiencia reciente, los beneficios
fiscales hacia sectores relativamente solventes resultan
muy difíciles de revertir, y requieren soportar
importantes costos políticos; y cualquier vuelta hacia
un esquema más solidario en salud deberá soportar la
resistencia de todos aquellos que utilizando el aporte
legal en beneficio propio, usan la “libre elección”.
Esto explica parcialmente el tan poco entusiasmo de la
sociedad con esta reforma: los sectores de mayores
recursos se sienten muy cómodos utilizando los fondos
que debieran mejorar el financiamiento solidario, o
tienen seguros privados, y muchos de los que tienen sólo
cobertura pública sienten que lo que reciben del Estado
es suficiente. Hay poca conciencia social de la salud
como derecho por igual para todos. A su vez, el sector
público tiene muy poco margen para encarar reformas
costosas en un escenario de fuertes restricciones
fiscales y pedidos de reducciones impositivas. La
complejidad del sistema es de tal magnitud que
difícilmente pueda resolverse en un solo período
presidencial, pero, es necesario iniciar un debate
demorado, y evitar entusiasmos con soluciones simples
que solo terminan por empeorar la situación.
Resulta injusto que el Estado asegure diferente
cobertura por grupo poblacional (¿El PMO debe alcanzar a
todos?); no es admisible que la seguridad social
diferencie por nivel de ingresos (¿Hay que sostener
“obras sociales” que solo resultan pasamanos que no
agregan valor?); existen segmentos con regulación
insostenible (¿Los monotributistas deben pagar igual
cualesquiera sean sus ingresos?); ¿Los proveedores de
servicios deben intervenir en la regulación de la
seguridad social?; la provisión pública diferencia por
lugar de residencia y se habla de “legitimidad” del
PAMI, cuando no existe cobertura similar en ningún
sistema avanzado del mundo.
Son algunos, de los muchos aspectos que deben ser
reformulados, y como se dijo difícilmente se resuelvan
mediante cambios drásticos de efecto instantáneo. Se
requiere poner en marcha iniciativas que integren un
camino de reformas que, cuidadosamente diseñado, se
instrumente evitando reacciones que puedan revertir los
avances, y al final establezcan niveles de
financiamiento en función de las necesidades de cada
grupo poblacional y no de sus ingresos u otra
característica ajena al sector.
Esos desafíos para resolver los problemas de eficiencia,
calidad de servicios, equidad y transparencia son
enormes, no dependen de reformas exclusivamente
sectoriales, y solo podrán tener alguna posibilidad de
ser enfrentados con éxito en el largo plazo, pero
requieren una reflexión permanente. En el “Plan Trienal
para la Reconstrucción y Liberación Nacional”, de 1973,
el presidente Perón decía: “se cristalizó una
estratificación de la población en 3 grupos: pudientes,
asalariados e indigentes, cada uno de los cuales recibe
asistencia médica de calidad muy diferenciada”.
Hace 43 años que ni seguidores ni opositores han podido
salvar esa grieta.
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