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La salud resulta un derecho humano fundamental de todo
ordenamiento jurídico. Porque se encuentra relacionado
directamente con el derecho a la vida, y, por lo tanto,
reviste carácter de indispensable para alcanzar el
ejercicio de los restantes derechos de las personas. En
nuestro país se encuentra protegido por una amplia gama
de normas jurídicas de carácter internacional, que le
dan rango constitucional. Podemos citar a la Declaración
Universal de Derechos Humanos y el Pacto Internacional
de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales, así
como múltiples convenciones. Desafortunadamente, este
Derecho no les resulta alcanzable a todos en nuestro
país. El particular sistema de salud que hemos inventado
los argentinos hace todo lo posible para que esto no
suceda. Y las particularidades que cada gobierno le van
introduciendo aún más dificultades. ¿Es esto un problema
de la sociedad que como actor principal no reclama por
este derecho, o un problema del Estado que no alcanza a
garantizarlo? Ambas cosas. Porque el problema de la
salud no figura en el imaginario colectivo hasta que
alguien individualmente no se enferma y requiere que se
la resuelva, y porque el Estado no parece demasiado
ocupado en alcanzar un consenso político -y no solo
técnico- en el campo sanitario para que tal derecho sea
realmente igualitario. ¿Sirven los dólares per cápita
que se destinan anualmente al sistema de salud para
garantizar esta igualdad idealizada? ¿O alguien se queda
con más dólares de los que le corresponden a los demás?
Si el costo social de esta pérdida de derecho es una
parte del problema, entonces éste resulta ser complejo.
Quizás demasiado.
Uno de los campos donde más se refleja el derecho a la
salud es el vinculado al acceso a los medicamentos. Toda
persona que sufra o a la que le aqueje alguna enfermedad
o problema físico inmediatamente asocia su cura o alivio
al consumo de un fármaco. La accesibilidad a la
provisión de cualquier nuevo medicamento con
características innovadoras que ingresa al mercado
sanitario resulta entonces un objetivo deseado no solo
por el paciente en particular, sino por la sociedad en
su conjunto. Y también un elemento central para hacer
posible y visible el derecho a la salud. Y si se lo
considera un bien de interés público, entonces
disponibilidad y acceso sin restricciones debieran ser
objetivos centrales que preservar y hacer cumplir por
parte de cualquier país, cuyas políticas de salud
pública deseen ser coherentes con lo consagrado en los
pactos arriba mencionados. Los Estados tienen entonces -
en teoría - el deber de poner a disposición de la
población los medicamentos necesarios y adecuados para
hacer frente a las enfermedades, independientemente de
cualquier cuestión o consideración. Pero su acceso
efectivo se encuentra vinculado a un factor de carácter
económico y de altísima relevancia: el precio. Si es muy
elevado, se convertirá en una barrera infranqueable que
hará añicos la disponibilidad, tema controvertido si lo
hay. Y esa barrera configura una peligrosa imperfección
del mercado sanitario.
Por ejemplo, el tratamiento completo para la Hepatitis C
con la droga sofosbuvir cuesta 29.500 dólares por
paciente en Europa (u$s 351/ comprimido), mientras en
EE. UU. es de 84.000 dólares (u$s 1.000/comprimido) y en
la Argentina oscila entre los 14.000 y 22.000 dólares
según el laboratorio comercializador (u$s
261/comprimido). Egipto, sin embargo, produce el mismo
fármaco genérico e idéntica efectividad por 900 dólares
(u$s 10,7/ comprimido) y la India dispone de un producto
idéntico por 200 dólares (u$s 2,38/comprimido). ¿Cuál es
la razón de tal variabilidad y por ende de sus
posibilidades de acceso? Uno de los factores que
contribuye a las imperfecciones que caracterizan al
mercado farmacéutico y que impacta en el precio tiene
relación con la protección que se les da a los fármacos
innovadores con las patentes de invención. La patente es
un conjunto de derechos de exclusividad que se concede
al inventor de un nuevo producto o tecnología
susceptible de su explotación comercial por un período
limitado de tiempo, por parte del Estado y a cambio de
la divulgación posterior de la invención. De esta forma,
el mercado logra funcionar en el sector farmacéutico muy
rentablemente gracias a las patentes, que permiten
imponer precios discrecionales a muchos productos
novedosos.
El mayor inconveniente es que, con frecuencia, la
patente no queda limitada solo a la invención. Mediante
una sucesión de artilugios de todo tipo, las
farmacéuticas procuran y muchas veces logran prolongar
el período de exclusividad de sus moléculas más
rentables, aun cuando la correspondiente a la patente de
invención haya caducado. Y este monopolio continuo en el
tiempo termina generando costos sociales de magnitud.
Según la OMS, uno de cada tres pacientes no puede
acceder a los fármacos necesarios para llevar una vida
digna. De allí que proteger las patentes en forma tan
férrea termina poniéndole un precio a la vida, y
corriendo el riesgo de convertirse en una amenaza para
la salud.
Patentes y acceso a medicamentos se vuelven dos
variables estrechamente relacionadas, y juegan un rol
relevante en la determinación del precio y la cantidad
de medicamentos disponibles en el mercado. La excesiva
regulación sobre una puede volcar dramáticamente el peso
sobre la otra. Por ello es necesario encontrar un punto
de equilibrio entre los intereses particulares de los
titulares de derechos de patente y los globales de la
salud pública. El derecho de propiedad intelectual,
extendido por Estados Unidos y Europa al resto del mundo
a través de la OMC por medio del ADPIC, debiera hoy
fundamentarse -en un momento de agendas abiertas al
multilateralismo- solo en las verdaderas innovaciones y
no en patentes distorsivas asociadas que limitan tanto
las líneas de investigación y desarrollo de nuevos
productos como la introducción de los genéricos. De otro
modo, las multinacionales del medicamento siempre se
verán beneficiadas por el actual sistema, que protegerá
en forma por demás dominante sus inversiones al extender
la vigencia de la patente el mayor tiempo posible.
Precisamente, la presión de países importadores de
tecnología como Sudáfrica, India y Brasil en torno a
defender su derecho a regular libremente en ciertas
cuestiones vinculadas a las patentes - en especial en el
campo de la salud - hizo que el área de la ciencia que
mayores cambios experimentara con la adopción del anexo
del ADPIC fuera el farmacéutico. Especialmente con la
licencia obligatoria. En India, el laboratorio suizo
Novartis perdió en 2013 la patente del imatinib
(Glivec°) para tratar algunos tipos de cáncer
hematológico por su negativa a bajar el precio.
Los países en desarrollo, dispuestos a promover la
innovación local, enfrentan un dilema político en cuanto
al nivel de la actividad inventiva que se debe exigir
para conceder una patente, ya que normalmente sus
reclamos resultan fragmentados y débiles. Mucho más en
el campo sanitario, donde el dilema es como garantizar
el derecho a la salud a través del acceso a los nuevos
medicamentos. El conflicto entre el derecho humano a la
salud y el derecho a la propiedad intelectual resulta
entonces el nudo gordiano de la patente farmacéutica. Y
se produce entre cuestiones humanas relativas a la
calidad de vida y el beneficio económico que reporta la
protección de la invención o la innovación. Si se la
analiza en profundidad, el sistema de patentes
farmacéuticas ha llevado a la generación de una
costosísima industria improductiva y altamente
concentrada, que no ha financiado tanto la I+D como se
argumenta, sino privilegiado el marketing y la
concentración monopolista.
¿Es posible imaginar un mundo con más derecho a la salud
y menos rigidez en el derecho de exclusividad del
inventor? No parece tan utópico. Parte de reconocer que,
entre el primero, que es fundamental, y el segundo, que
es una garantía comercial, se encuentra la innovación.
Sin ella no hay posibilidad de lograr más alternativas
terapéuticas novedosas y efectivas. Por lo tanto, lo que
corresponde a los países es analizar la posibilidad de
mantener ciertos derechos de patente, pero buscando
incentivos alternativos que permitan la competencia por
innovación, con líneas más efectivas de investigación y
menos costosas de producción. Desafortunadamente, la
reciente undécima Conferencia Ministerial de la OMC
celebrada en nuestro país no incorporó el tema de las
patentes de medicamentos y su impacto en los sistemas de
salud, tanto económico como sanitario. Detrás del
tradicional esquema de negociaciones de la OMC existen
compromisos políticos que van más allá de lo
estrictamente comercial. Y una cuestión como la
protección de patentes constituye un asunto que
compromete las capacidades de acción autónoma, es decir
soberanas de los países, en el plano económico,
comercial y sanitario. Habrá que esperar otra
oportunidad. Por ahora, Feliz 2018.
(*) Profesor Titular
- Cátedra de Análisis de Mercado de Salud -
Magister en
Economía y Gestión de la Salud - Fundación
ISALUD.
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