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Cuando aún tenemos viva la tragedia
del ARA San Juan, debemos
reflexionar qué otros sistemas o
instituciones de nuestro país están
en peligro para su subsistencia.
Entre ellos sabemos de las crisis
permanentes de la educación y la
salud, pero al igual que lo que
vivimos con el submarino, estos
temas sólo son noticia o motivo de
preocupación cuando se usan, se
requiere de los servicios o cuando
se denuncian sus problemas
estructurales.
Al menos para la atención de la
salud, en el resto del tiempo y
mientras no se manifiesta alguna
dolencia, el tema interesa poco
probablemente porque, como ya
escuchamos “es la economía…” lo que
verdaderamente importa.
Más allá de este recurso de campaña,
todo parece indicar que ése es el
razonamiento mayoritario a la hora
de asignar recursos para la atención
de la salud. Tenemos el derecho a
pensar así porque entre quienes
disponen las asignaciones económicas
para el sostén de esta atención, es
común el pensamiento que, si se
aumenta el gasto en salud, los
resultados finales varían poco.
Y también este pensamiento es
compartido con la educación cuando
se afirma que por más que se aumente
la inversión, los rendimientos
incrementales de las evaluaciones,
son pocos o nulos. Los resultados de
las pruebas recientes
lamentablemente confirman esta
apreciación.
Ambas creencias se descubren falaces
cuando se trata de atender la
educación o la salud propias.
En el caso de la atención de la
salud, las personas que sustentan
criterios de la baja
costo-eficiencia del sistema, exigen
“lo mejor” que entienden que se les
puede brindar. No tienen en cuenta
su propio discurso ni cuál es el
gasto asociado y exigen se cumpla
con el modelo “para mí y los míos
quiero todo”. En especial se dejan
deslumbrar por la hotelería más que
por la calidad médica.
Con estos condicionantes y en un
país que tiene un gasto en salud del
orden del 9% de su PBI, la primera
pregunta es si el dinero disponible
debería alcanzar o no.
La respuesta es: depende del
subsector. Esto es así porque el
principal problema de nuestra
organización de atención de salud es
la marcada diferencia del nivel
socioeconómico y cultural de la
población y éste es el principal
componente que marca la posibilidad
de acceso a los servicios.
En la división clásica de
subsistemas de nuestro país, las
diferencias de disponibilidad “per
cápita”, puede multiplicarse diez
veces entre los distintos segmentos.
Lo notable de esta observación no es
solamente su magnitud, sino y muy
especialmente, que el modelo más
controversial, el del sistema
solidario de las obras sociales, en
el imaginario general resulta el
peor, cuando en realidad es el que
ha demostrado ser el más eficiente y
el que brinda la mejor cobertura.
Este sistema solidario tiene muchos
años de historia y ha permitido
sostener la atención de millones de
beneficiarios aún en las peores
crisis políticas, económicas y
sociales de nuestra República.
Por supuesto, es posible que
requiera reformas y mejoras, pero
sin embargo éstas serían mínimas
cuando se compara con lo desvalido
del sistema público y de lo costoso
que resulta para los segmentos,
incluso de ingresos medios de la
población, el acceso a la medicina
privada.
La verdadera pregunta es qué debemos
hacer para que este sistema con
tanta historia tenga garantizada su
sustentabilidad frente a los
desafíos de hoy.
El primero de los problemas que
enfrenta el modelo solidario es su
creciente desfinanciamiento. Éste se
genera por dos causas, la pérdida de
la solidaridad del sistema al
producirse el “descreme”, fenómeno
asociado a la fuga de los más
jóvenes, con menor carga de
enfermedad y con mejores ingresos,
hacia las empresas de medicina
prepaga por intermedio de otras
obras sociales en un marco que
requiere revisión. En segundo lugar,
por la irrupción descontrolada de
tecnología médica que incorpora
medicamentos e insumos en algunas
oportunidades más efectivos, pero
absolutamente impagables con los
recursos disponibles.
Se hace necesario repensar la
relación entre los prescriptores,
los administradores de fondos y los
productores de tecnologías al tiempo
que se establecen controles más
estrictos para la autorización de la
comercialización y obligación de
cobertura, en especial por el
sistema solidario.
Hoy las esperanzas están cifradas en
proyectos tales como la Agencia de
Evaluación de Tecnologías Sanitarias
y el modelo de la CUS (Cobertura
Universal de Salud).
Se requiere solucionar los problemas
crónicos del subsector estatal en
todos sus niveles. Si en el modelo
de gestión pública el costo “per
cápita” de la población asistida
duplica el disponible por la
seguridad social, poco puede pedirse
al sistema solidario.
Pese a eso, cabe recordar que para
poner en marcha la CUS se utilizaron
fondos provenientes del Fondo de
Reserva adeudado a las obras
sociales. Que fueron aportados para
mejorar el subsistema estatal y
dotarlo de mejor calidad de
infraestructura y tecnología, no
para hacer frente al gasto corriente
y que por ello es necesaria la
participación del sector solidario
en la asignación y uso de estos
recursos.
Como conclusión y para evitar que el
sistema de salud se hunda es
imprescindible recolocar el tema en
la opinión pública, explicar los
inconvenientes, decidir qué salud
queremos para nuestro pueblo y qué
recursos afectaremos a tal fin.
De no hacerlo continuaremos el
derrotero hacia el naufragio.
(*)
Médico, diplomado en Salud Pública.
Docente de Salud Pública. Director
Médico de OSPSA Sanidad.
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