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En estos días nuevamente la República de Kazajistán ha
sido sede de una Conferencia Mundial sobre Atención
Primaria de la Salud, cuarenta años después de la de
Alma Ata (Almaty) la ex capital del país; esta vez en la
ciudad de Astaná, la nueva capital edificada hace apenas
un par de décadas.
Los organizadores fueron el gobierno kazajo, la
Organización Mundial de la Salud y UNICEF, con una
significativa presencia del GAVI (Alianza Global por las
Vacunas), The Global Financing Facility, USAID, el Banco
Mundial y la Bill & Melinda Gates Foundation. La
definición de APS genera todavía hoy encendidas
discusiones.
Para algunos el término fue mal traducido, para otros
deliberadamente mal interpretado o tergiversado: ¿debió
haber sido “primaria” o “primordial” ?; ríos de tinta
corrieron diferenciando “estrategia” de “programa” o
“nivel de atención”, o contraponiendo “primaria” y
“primitiva”. Cuentan que siguió discutiéndose en Astaná:
se volvió a insistir en la necesidad de no confundir APS
con primer nivel de atención. Nada nuevo.
El hecho de que no se hayan saldado claramente estas
cuestiones cuatro décadas después dice mucho sobre -al
menos- las herramientas y posibilidades reales de la
diplomacia global; sobre las distancias entre la
formulación retórica -en el mejor caso, propositiva- y
la voluntad concreta de transformar las condiciones
reales de organización y desempeño del sistema; sobre la
verdadera profundidad e intencionalidad del debate en
cuestión, y sobre la capacidad del discurso político
para apropiarse de determinadas palabras, y restarles
contenido hasta despojarlas de toda potencia.
Entre nosotros, durante estas cuatro décadas pasadas las
acciones que en diversas jurisdicciones se llevaron
adelante desde la perspectiva de APS y sus sucesivas
reformulaciones teóricas, escasamente superaron la
confusión entre primer nivel de atención y atención
primaria como estrategia vertebradora del sistema de
salud.
Nuestro sistema progresó en la fragmentación. La
atención primaria se hizo sinónimo de, en el mejor de
los casos, centros de atención barriales, agentes
sanitarios y progresivamente el desarrollo de médicos
generalistas o de familia, aunque todavía hoy con peores
posibilidades y perspectivas laborales que el resto de
sus colegas, y por lo tanto con pocas posibilidades de
ser retenidos en el marco conceptual y operativo de la
APS.
Algunas cosas han cambiado muchos desde Almaty, y otras
muy poco.
A fines de los setenta gobernaba en la Argentina el
general Videla y su ministro de Bienestar Social y Salud
era el contraalmirante Bardi (que anteriormente había
sido jefe de Inteligencia del Estado Mayor General Naval
de la Armada, y luego de su retiro, pocos días después
de la finalización de Alma Ata, fue presidente de la
Bolsa de Comercio de Buenos Aires).
En esta ocasión participó con un importante protagonismo
nuestro flamante secretario de Gobierno de Salud, un
experto en Salud, prestigioso, funcionario de un
gobierno legítimamente elegido. Los argentinos desde
hace 36 años no vivimos en una dictadura.
En 1978 el mundo se debatía todavía en la guerra fría
(la perestroika se iniciaría ocho años después, y el
Muro de Berlín caería en 1989). Kazajistán era una
república Soviética. Y la URSS había invadido tres años
antes Afganistán (de donde saldría, derrotada, en 1989).
Por aquel entonces el actual presidente de Kazajistán
era un dirigente de la organización juvenil comunista de
su país, y al año siguiente se convirtió en el
secretario del Comité Central del Partido Co-munista de
Kazajistán.
Los militares argentinos, a fines de ese año ponían en
marcha su proyecto bélico contra Chile (la Operación
Soberanía), desactivado a último momento por la
mediación de Juan Pablo II. Eran los años de plomo.
Hace un año escribíamos que no es difícil imaginar que
el Ministro Bardi no otorgó la menor importancia al
documento suscripto en Alma Ata. De otra manera
resultaría incomprensible la adhesión argentina al
documento final de aquella Conferencia.
La reciente reunión de Astaná ha concluido en un nuevo
documento en el que los jefes de Estado y de Gobierno,
los ministros y los representantes de Estados y
Gobiernos manifiestan –en el previsiblemente tibio
estilo de la diplomacia– sus aspiraciones más
prometedoras, reafirman su compromiso con los valores de
Alma Ata, y redefinen la APS como “la piedra angular de
un sistema de salud sostenible para la cobertura
sanitaria universal (CSU) y los Objetivos de Desarrollo
Sostenible relacionados con la salud”. Se comprometen a
tomar decisiones políticas audaces en pro de la salud, y
a establecer una APS que sea sostenible.
Y aunque se enfatiza en el problema de las enfermedades
crónicas y las acciones de prevención y promoción de la
salud, poco y nada se menciona sobre los determinantes
sociales. Eso sí, se comprometen a empoderar a las
personas y comunidades, promoviendo la educación para la
salud, y para que las personas obtengan información
fiable sobre la salud.
Es previsible que correrán nuevos ríos de tinta (sobre
los que muchos navegan sin sobresaltos).
Estamos en 2018. Las grandes potencias parecen sacudirse
de la modorra, y el escenario mundial vuelve a ponerse
peligroso. El mercado ha avanzado como nunca sobre la
vida cotidiana y la intimidad de las personas. Astaná
nos recuerda que el problema de la salud es
fundamentalmente un problema de las conductas. Nada se
menciona sobre la economía, y las condiciones y formas
de consumo y de vida de los millones de personas,
incluyendo a los más castigados por la pobreza y la
inequidad.
¡Este es el momento!, nos dicen.
Creo que nada nuevo ha llegado desde Astaná.
Dicho sea de paso, Nursultán Nazarbáyev es presidente de
Kazajistán desde hace 28 años, un poco antes de la caída
de la URSS
(*)
Médico.
Máster en Economía y Ciencias Políticas.
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