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Muchas personas creen que “el progreso” de las
sociedades se expresa principalmente por su capacidad de
adquirir permanentemente nuevas tecnologías. Y entre
esas personas, claro, hay muchos profesionales de la
salud.
Hay que darles la razón en cuanto a que son las
herramientas -iniciando quizás con el palo que algún
chimpancé aprendió a utilizar para vadear un arroyo-
factores decisivos a la hora de acelerar y modelar el
desarrollo de nuestra vida social, la producción y el
intercambio de bienes materiales y simbólicos que han
transformado drásticamente la vida de las personas a lo
largo de la breve historia de la humanidad; lo cual
viene sucediendo, además, en forma cada vez más veloz en
los últimos siglos.
Indudablemente la curiosidad, la iniciativa, la
inteligencia, y la voluntad de modificar las condiciones
impuestas por la naturaleza a su propia existencia son
algunos rasgos característicos de la humanidad. Tanto
como aparentemente también lo son la codicia, y la
crueldad.
Pero esa interpretación tan difundida del “progreso” es,
además de comprensible y simplista, engañosa.
En Medicina esta creencia es especialmente poderosa por
múltiples razones. Pero enfatizaremos en estas líneas en
la concepción consumista de la vida en general y, en lo
referente a la utilización de servicios de salud, en la
dinámica propia de un mercado de enormes dimensiones a
escala planetaria.
El optimismo tecnológico se fundamenta en los evidentes
progresos obtenidos por la humanidad en términos de
supervivencia y calidad de vida. Y es evidente que la
parte del mundo que disfruta especialmente de esos
progresos tiende a pensar que así seguirá siendo, en una
progresión virtuosa.
Sobran evidencias de la no linealidad del progreso:
basta mencionar que habiendo transcurrido 170 años desde
las observaciones de Semmelweis, el lavado de manos en
las instituciones sanitarias sigue siendo un desafío
para la salud pública.
Una mirada menos ingenua y más inquisitiva sobre la
utilización del conocimiento debiera permitirnos
entrever al menos la enorme complejidad de los procesos
culturales, sociales y económicos detrás de los
paradigmas de la ciencia, la producción tecnológica y
particularmente su aplicación en el campo de la salud,
en cada época de la historia.
Aparentemente por cuestiones cognitivas las personas
tendemos a pensar en términos lineales, de causa-efecto.
En la otra vereda, el pensamiento o la interpretación de
la complejidad requieren un esfuerzo intelectual o
afectivo poco promovido (cuando no francamente
desalentado), y bastante incómodo.
El actual debate sobre la calidad -y la intencionalidad-
de la investigación científica y tecnológica en salud
que incluye la evidencia de graves problemas de
conflicto de interés entre financiadores, investigadores
y revistas, sesgos, fraudes, ocultamientos, incentivos
ilegales, etc., pone en cuestión, al menos en ciertos
ámbitos atentos a la problemática, la fiabilidad del
conocimiento sobre el que giran tanto la asistencia
sanitaria como los engranajes de un extraordinario
aparato industrial y comercial y sus consecuencias
sociales y políticas. Y ésas son unas bases que hasta
ahora considerábamos muy sólidas.
Es imprescindible promover miradas y discusiones
críticas sobre los paradigmas del progreso, y el papel
que nos corresponde a los profesionales de la salud en
el marco de unas definiciones y acuerdos sociales que,
para más complejidad, exceden a la visión de los
servicios de salud.
Visto así, es mucho más difícil adherir al generalmente
interesado discurso de los predicadores del paraíso en
la Tierra, o a los del Cataclismo final. Ni blanco, ni
negro, todo parece indicar que el futuro transcurrirá en
un escenario de múltiples matices, avances y retrocesos,
luces y sombras. Nuevas soluciones y distintos
problemas. Y, en líneas generales, con progresivo mayor
deterioro del entorno biológico y social en el cual vive
gran parte de la humanidad.
Y es que nunca ha sido “gratuito” el avance de la
cultura sobre la naturaleza; tal como corresponde a la
interacción de las partes en sistemas cuya complejidad
en algunos casos solo conocemos muy poco, o apenas
podemos intuir.
Mientras, acuciados por las urgencias que impone un
sistema sanitario permanentemente al borde del quebranto
y sometido a extraordinarias presiones sectoriales e
intereses diversos y contrapuestos, asumimos la
avalancha tecnológica casi como un hecho natural, no
cultural o político, y discutimos nuevas herramientas
tecnológicas para el control de daños producidos por una
dinámica que nos aleja progresivamente de la esencia
humana de la atención al bienestar de las personas.
Es, entonces, imperativo que los profesionales de la
salud también promovamos y nos involucremos en la
discusión moral, política y ética sobre los principios y
valores que deben guiar el desarrollo y la utilización
de estas herramientas; cuestiones que no deberían estar
libradas a las fuerzas del mercado.
Afortunadamente se suman voces para recordarnos la
necesidad de humanizar la práctica médica. Lo cual, por
otra parte, no deja de ser alarmante: sabemos que es
imperioso reenfocar nuestras prácticas y nuestras
organizaciones para poner en el centro la atención de
las necesidades de las personas; y eso nos lleva a una
pregunta incómoda pero necesaria: si no estamos pensando
en las necesidades de las personas ¿Para quién estamos
trabajando?
(*)
Médico. Máster
en Economía y Ciencias Políticas..
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