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En salud no basta con planificar y desarrollar políticas
y acciones que estén bien estructuradas y mejor
pensadas. Y tampoco que quien esté al frente de su
conducción sea el único que las explicite. Cada vez es
más necesario que ministerios y oficinas gubernamentales
dispongan de especialistas de las más variadas
disciplinas que colaboren para que esas políticas no
sólo sean más efectivas, sino que estén mejor
comunicadas a los ciudadanos. La “posverdad” no es
novedad, pero gracias a las nuevas tecnologías de la
comunicación -los medios digitales y sobre todo las
redes sociales- su impacto en cuanto a desinformación
basada en manipulación y engaño resulta en muchos casos
devastador al volverse viral. La salud -un ámbito de
enorme repercusión en el colectivo social- no puede
resultar ajena a este fenómeno. Y tanto las redes de
comunicación como las aplicaciones de mensajería
instantánea (WhatsApp) han permitido que cobre mayor
relevancia el impacto de las denominadas “fake news” o
noticias falseadas sobre temas sanitarios, dado el grado
con que afectan la conciencia pública.
El Observatorio Nacional de Telecomunicaciones de España
ha analizado que más de la mitad de la población se
informa sobre salud en internet, y el 22 por ciento
también por redes sociales. Y aunque no se le de
credibilidad absoluta a lo que en dicho portal se lee,
casi el 6 por ciento confía en lo que le cuenta el “Dr.
Google”. Otro estudio, efectuado por Doctoralia en
México, sostiene que 76 por ciento de las fake news
sobre salud provienen de publicaciones en redes sociales
que no cuentan con una fuente confirmada ni confiable, y
que mientras el 50% de las personas utiliza diariamente
WhatsApp, un 84 % acostumbra buscar en la web
información sobre síntomas o soluciones posibles, lo que
ocasiona que lleguen a la consulta médica con falsas
ideas acerca del supuesto problema que poseen, o como
resolverlo.
Por ejemplo, el 75% de los videos sobre cáncer en
YouTube contienen información falsa. Y algunos de los
centros que prometen curas milagrosas para la enfermedad
tienen más de un millón de seguidores. Otro tema es el
supuesto “efecto no deseado” de la vacuna triple viral,
desestimado al comprobarse que un informe publicado en
1998 no era fiable. El doctor Wakefield, su autor, había
cometido fraude científico falsificando datos y
beneficiándose económicamente de la publicación, ya que
había recibido pagos de un equipo de abogados por
encontrar pruebas que apoyaran las denuncias de padres
que creían que la vacuna había dañado a sus hijos en su
desarrollo psíquico (autismo). Por ello también tuvo que
rectificarse la prestigiosa The Lancet. La sociedad debe
concienciarse de que vacunarse no es opinable, es una
obligación y una responsabilidad social, no al revés.
También generan pánico social las informaciones no
contrastadas respecto de faltantes de determinada
vacuna, por lo general debido a cuestiones transitorias
de producción o de logística, pero que a nivel del
inconsciente colectivo se traslada a faltantes de muchos
otros insumos para la salud. Y lo mismo ocurre con el
aumento de precios de medicamentos, reflejado en
supuestos desabastecimientos de fármacos esenciales para
el tratamiento de determinado segmento etáreo, por
ejemplo, los adultos mayores. Atacar, tapar, parcializar
o distraer adquieren importancia suficiente como para
incidir en el debate político, y extender sus efectos
por ejemplo a los procesos electorales, en base a
generar corrientes de opinión positivas o negativas.
Detrás de cada fake new hay una clara intencionalidad
que busca cambiar las opiniones sobre una persona, un
grupo, un producto o una institución, modificando la
visión de la sociedad y sus individuos sobre éstas.
Utilizan una cuasi-mentira (verdades a medias o mentiras
a medias) para de esta forma manipular a la ciudadanía
en cuanto a formación de opinión, pensando en atraer la
atención y sumar clicks o likes. Ya no son tanto los
medios hegemónicos los que condicionan la opinión
pública. Las redes permiten la construcción de falsos
mensajes destinados a crear ese tipo de información sin
fuentes, distorsionada o alejada de la realidad, pero
que suena verosímil, y torna muy difícil y compleja su
deconstrucción.
¿Pueden las sociedades, o segmentos de ellas resistir
este tipo de “ambiente de desinformación”, cuando
precisamente las redes se han transformado en el primer
punto de enlace con las noticias? Es complicado. Algunos
de estos rumores responden a personas que veladamente
buscan excesivo protagonismo mediático. Otras veces,
esconden a quienes pretenden obtener beneficios
económicos en base a métodos basados -por ejemplo- en
dietas milagrosas que prometen curar asombrosamente el
cáncer, o en ofrecer lo que “la industria no quiere que
sepas” o los “médicos ocultan porque no les interesa”.
Fomentan el miedo, y ayudan a sobrevalorar
pseudociencias que dañan la reputación de la eficacia
terapéutica apoyándose en el exceso de información sobre
salud existente en la red, mucha de la cual es
totalmente errónea (“infoxicación”). Ese tipo de
noticias se disemina desde un punto determinado (un
troll) a través de millones de cuentas apócrifas usadas
como estrategias de posicionamiento. Más tarde se
viraliza, y queda alojada en el subconsciente creando
una narrativa que se vuelve masiva, y enfocada a afectar
el pensamiento de la sociedad.
La automatización en las redes sociales hace más obvia
la velocidad de difusión del falso dato. Por ejemplo,
una cuenta automatizada en Twitter puede lanzar mil
veces al día un mismo mensaje. Y esto, que nació con una
finalidad comercial, hace que algunos medios reconocidos
lleguen a publicar narrativas falsas y ayuden a
difundirlas. La estrategia utilizada se enfoca en
propagar así una noticia falaz o mentira que puede sonar
verosímil, de modo que adquiera “vida propia” y a la vez
se siga diseminando entre cientos de miles. Al adquirir
masividad, comienza a ser considerada en los portales de
noticias de los principales medios de prensa nacionales
y hasta internacionales, lo cual contribuye a otorgarle
mayor legitimidad. Incluso si requiere de desmentidas.
Pero el daño buscado ya se ha hecho efectivo. Miles o
millones de personas leyeron o tuvieron conocimiento de
la “fake new”, y quedaron convencidos de que era
absolutamente cierta.
También en la política de salud, aunque no lo parezca,
hay fake news. Si un troll dispara una noticia sobre
alguna supuesta faltante de insumos, salida de
funcionamiento de un equipamiento clave o de alguna
muerte dudosa o una estadística falaz -sobre todo en el
ámbito de lo público- ésta se diseminará en forma
inmediata y veloz a través de las redes, sin posibilidad
de comprobación efectiva respecto de su realidad. Es
decir, si es falsa o esta tergiversada. Todo ello en el
contexto de la crisis de representatividad en que están
envueltas las instituciones, y de credibilidad y falta
de transparencia que sufre la prensa. No se pone ninguna
advertencia sobre las posibles causas que originaron el
problema, sino solamente se busca obtener un efecto
negativo. Estas fake news triunfan gracias al denominado
efecto de verdad ilusoria. Es decir, cuando una mentira
es repetida la suficiente cantidad de veces para
convertirla en verdad. El resultado es que en el
colectivo social cristaliza, por ejemplo, a partir de la
desinformación, la imagen de que el Estado hace todo mal
sea del signo que fuera. Mucho del poder de la
falsificación de las noticias reside en que todos
sufrimos del sesgo cognitivo de la confirmación -por
ejemplo, en Google- y buscamos datos que sustenten lo
que ya creemos creer. Paradójicamente, esto no pasa
tanto respecto del sector privado asistencial, que
parece brillar por su eficiencia.
Dados estos motivos, en el campo de las políticas de
salud mantener adecuados niveles públicos de información
veraz sobre temas relevantes resulta ciertamente
imprescindible. Las noticias falsas en el espacio de lo
público suelen ser impactantes, alarmantes y anónimas,
no tener fuentes confirmadas ni confiables, no caducar e
invitar al lector a difundirlas, llegando a ser lo
suficientemente poderosas para causar daño. Por eso, en
la política sanitaria, atacar al organismo estatal
supuestamente responsable de las mismas permite
construir -en base a un arma psicológica- una narrativa
negativa respecto de administración de turno. Y éste, al
tener que salir a desmentirla, termina transformando la
noticia en un supuesto real afectándolo directamente en
su credibilidad. De esta manera, la desinformación que
genera un troll desde sus fake news opera en lo político
fundamentalmente como un problema mediado por el factor
psicológico. En la era digital de la inmediatez, y en un
escenario globalizado, todo se vuelve posible. Y lo más
complejo, altamente creíble.
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(*)
Titular de Análisis de mercados de salud. MEGS.
Universidad ISALUD. CABA. Argentina |
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