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Cada vez con mayor frecuencia, un número calificado de
países del mundo utiliza el análisis de
costo-efectividad y/o de costo-utilidad para decidir
respecto de la incorporación o rechazo de nuevas
tecnologías sanitarias, al igual que para definir
mecanismos de reembolso y mantener negociaciones de
precios bajo evidencia de resultados con la industria.
Esta técnica se llama cuarta garantía o barrera, y se
suma a la evaluación de la seguridad, eficacia y calidad
del producto bajo estudio. Así, para que un nuevo
medicamento o tecnología se incluya en una canasta de
cobertura tiene que superar, además de las tres
tradicionales, la cuarta de costo-efectividad.
Para evaluar cualquier nueva tecnología innovadora o
disruptiva (por ejemplo, un dispositivo médico o un
medicamento), el análisis de costo-efectividad permite
compararla contra un tratamiento estándar, calculando un
número llamado Ratio de Coste Efectividad Incremental (RCEI).
Este es la representatividad económica y de bienestar
del nuevo fármaco. Señala cuánto más cuesta ganar una
unidad de salud (por ejemplo, un año de vida ajustado
por calidad, AVAC) con el nuevo tratamiento, cuando se
lo compara con el que se viene utilizando en la práctica
clínica habitual.
Por ejemplo, con la excepción de los procedimientos
invasivos (para los que sólo se valora su eficacia y
seguridad) y del programa de evaluación de tecnologías
médicas (dirigido a priori a tecnologías neutrales o
ahorradoras de costes) en el Reino Unido su regulador de
decisiones NICE siempre tiene que considerar si la
intervención evaluada es coste-efectiva (si vale lo que
cuesta) antes de recomendar su uso.
En el fondo de la discusión, se trata de valores. El
despilfarro de recursos escasos en salud es éticamente
deplorable y la eficiencia (costo-efectividad) además de
ser un acto de estricta justicia social, pasa a
representar un valor sobre el cual terminan
estableciéndose consensos de aceptación o rechazo.
Por ejemplo, si resulta posible tratar a un paciente con
buenos resultados por u$s 3.500, pagar u$s 5.000 no sólo
resulta ineficiente, sino que también se transforma en
injusto e inmoral porque se termina perdiendo la
posibilidad de gastar los u$s 2.000 excedentes en ganar
unidades de salud en otros pacientes (el costo de
oportunidad).
Por lo tanto, para completar el proceso de evaluación
necesitamos definir un umbral para el RCEI, es decir
cuál es la cantidad máxima de dinero que el país (o la
sociedad) estarían dispuestos a pagar por ganar una
unidad de salud (un AVAC). Y luego comparar la RCEI del
medicamento que se está evaluando con tal umbral. Si la
RCEI del nuevo fármaco resulta inferior al mismo, podría
concluirse con que el nuevo tratamiento resulta coste –
efectivo y ha superado la cuarta garantía. En tal caso,
surgiría la recomendación técnica de incorporarlo a la
cobertura. De lo contrario surgiría el rechazo a su
financiamiento.
El planteo parece sencillo. Pero las decisiones en salud
no suelen basarse únicamente en cuestiones técnicas, es
decir en valores sociales para tener en cuenta, sino
también en factores de tipo éticos y políticos. Por
ejemplo, la equidad, la valoración extra de salud ganada
por quien tiene una enfermedad rara u oncológica, o la
propia complejidad del dilema económico y sanitario de
la regla de rescate.
Contar con un umbral de decisión hace que las reglas del
juego sean más claras y a la vez permite transformar las
decisiones en transparentes y objetivas. En momentos
donde se asiste a una creciente judicialización de la
salud por tratamientos cada vez más costosos, muchos
pacientes recurren a la autoridad judicial para dirimir
sus conflictos con los financiadores, muchas veces
inducidos.
Y son los jueces quienes en definitiva terminan
arbitrando particularmente sobre la asignación de los
recursos u obligando al Estado a otorgar cobertura con
determinados tratamientos de costos exorbitantes y
resultados no garantizados en pacientes que muchas veces
ignoran estas variables.
Quizás la ayuda de una Agencia de Evaluación de
Tecnologías imparcial, éticamente intachable y
científicamente sólida pueda llegar a determinar la
lógica de aplicar la costo / utilidad, ayudar a la
justicia a establecer asignaciones racionales de
recursos en los casos ética y sanitariamente necesarios,
y definir ese umbral capaz de resguardar al sistema de
salud contra tales inclemencias.
El riesgo que se corre es que todos los nuevos
tratamientos, condicionados por los altos precios que se
les han fijado, terminen situándose justo por encima de
tal umbral. Es decir, precios tan elevados que hagan que
el RCEI lo iguale o supere ampliamente. En muchos casos,
dichos precios a pagar por medicamentos o dispositivos
médicos resultan superiores a los que los financiadores
estarían dispuestos a aceptar pagar.
Y así, en tanto la sociedad y el sistema de salud
pierden recursos, la industria dueña de la tecnología y
del peso de su marketing sobre los prescriptores termina
apropiándose de esas rentas extraordinarias que el
sistema potencialmente hubiera podido ahorrar.
Cuando una nueva tecnología innovadora entra al mercado,
hay otra que debiera salir. Y la inversión sobre la
primera debería compensar - en términos de salud ganada
con calidad - a la que se pierde con la desinversión que
resulta de la tecnología desplazada. En términos más
sencillos, el RCEI de la que entra - en lo posible -
debiera ser menor que la que sale, cuestión últimamente
poco frecuente.
¿Tiene cada país que definir un umbral o un intervalo?
Si fuera el último caso, toda nueva tecnología que posea
un RCEI menor que el límite inferior de tal intervalo
podría ingresar al mercado sanitario sin ningún
cuestionamiento. Y si está por encima del límite
superior, entonces quedaría automáticamente excluida del
mismo.
En caso de situarse entre ambos valores, deberían entrar
en consideración otras cuestiones de peso, como el grado
de innovación logrado o que la enfermedad que se
resuelve con tal tecnología tenga una mayor incidencia
en grupos vulnerables.
La OMS ha sugerido que el intervalo/umbral se puede
definir entre una y tres veces el PIB per cápita del
país. Pero desde asociaciones de pacientes se ha
solicitado que el umbral sea mayor para Enfermedades
Poco Frecuentes, tratamientos al final de la vida y
patologías oncológicas. Ya el tema deja de ser técnico,
para transformarse en político. Porque está de por medio
el valor social, y es precisamente una cuestión de
valores.
Esto lleva a la pregunta del millón. ¿Cómo se puede
entonces establecer el valor del umbral? Una de las
posibilidades reside en medir el RCEI de tecnologías
innovadoras que ya han ingresado al mercado, para
determinar cuál sería el umbral implícito en términos de
la economía de la salud. Por ejemplo, fijando un valor
equivalente a 1.5 veces el PIB per cápita del país. O,
algo más complejo, definiendo un umbral que sea estimado
y propuesto por consenso social, calculándolo mediante
encuestas a la población utilizando herramientas
especializadas para evitar sesgos.
Para utilizarlo en nuestro país, se necesitaría medir
cuanto produce o gana el sistema de salud argentino en
años de vida equivalentes a perfecta salud, para luego
poder llegar a fijar lo más adecuadamente posible el
umbral económico necesario requerido. La Argentina tiene
un PBI cuya la característica es la de poseer ciclos de
contracción y expansión muy rápidos, y a veces con
pendientes negativas profundas.
Quizás fijar un umbral de dos veces el PBI/cápita podría
ser un buen arranque. No será un número mágico que
alineará consensos y disensos, pero sí un punto de
partida para tomar decisiones técnicamente correctas de
asignación de recursos. Después… Después queda la
política.
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(*)
Titular de Análisis de mercados de salud. MEGS.
Universidad ISALUD. CABA. Argentina |
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