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En la economía de la salud existen
formas diversas para estimar la
razonabilidad en la gestión de
recursos cuando se trata de
prestaciones o pro-ductos que
implican una inversión de
importancia.
Este tipo de evaluaciones pone en
jaque las decisiones que se pretende
tomar en un marco de racionalidad
sin embargo lo que en realidad
ocurre es el problema clásico de la
falta de dinero suficiente para
cubrir necesidades y expectativas en
aumento.
Casi siempre se calcula valorizando
la costo-efectividad y los años con
calidad de vida que se ganan
mediante la tecnología a aplicar,
pero además se deben tener en cuenta
un conjunto de factores que conducen
a dudas, sesgos y contradicciones.
Como explicó Daniel Kahneman (Nobel
de Economía 2002) es difícil
aprender a pensar mejor y aunque
creemos que somos racionales,
nuestras decisiones dependen no sólo
de nuestra capacidad de pensar y
analizar situaciones, sino más bien
de la interacción con el “sistema
rápido” que es intuitivo y
emocional.
Reconozcamos que vivimos tiempos
turbulentos en organizaciones
porosas donde las decisiones sobre
el avance de las tecnologías nos
provocan miedo porque, conscientes
de su posible eficacia, no podemos
dejar de pensar cómo se pueden
solventar y qué otras necesidades
dejaremos de cubrir.
En adjudicación de recursos para la
atención de salud nos encontramos en
forma permanente con este conflicto.
Cuando racionalizamos entendemos que
es imposible acceder a todo lo que
existe independientemente de su
costo. Pero cuando nos toca decidir
sobre nosotros mismos o nuestros
seres queridos, actuamos en forma
totalmente distinta.
Es fácil aceptar las diferencias
sociales y económicas en bienes y
servicios suntuarios, aún cuando
cada uno de nosotros tiene ideas
propias sobre qué cosas integran el
concepto de “lo prescindible”. Pero
es muy difícil aceptar que los
progresos científicos de los cuales
depende la vida de una persona, sean
restringidos exclusivamente a
quienes pueden pagarlo.
Si bien hay sociedades donde
mayoritariamente se acepta qué sí y
qué no forma parte de la obligación
de cobertura ya sea con impuestos al
trabajo, renta nacional o cualquier
otra forma solidaria, no es menos
cierto que estos acuerdos se
generaron hace años, cuando la
expectativa de vida era distinta y
muy especialmente, cuando el
desarrollo tecnológico era muy
diferente al actual. En esas épocas
era posible que aún con sacrificio,
los no pudientes pudieran acceder a
prestaciones de salud que el
conjunto había acordado no
financiar.
Muy distinta es la situación actual.
La tecnología nos desborda y hoy
existen medicamentos de altísimo
costo y otros a punto de lanzarse al
mercado más costosos aún y que
podrían ser adquiridos
exclusivamente por los más ricos del
planeta.
Si bien podemos caracterizar esta
realidad como “epocal” ya que
trasciende las fronteras de los
países y se ha convertido en un
dilema mundial de este tiempo, no es
menos cierto que su impacto es más
profundo en países con renta baja o
media como el nuestro, y donde las
desigualdades de acceso son
manifiestas.
Como si esto fuera poco, cabe
insistir una vez más que toda
posibilidad de financiamiento
racional desaparece en una especie
de “Triángulo de las Bermudas”
conformado por la judicialización de
pedidos sin aval técnico, la
legislación absurda y las
tecnologías de súper alto costo.
De allí surge la necesidad en
nuestro país de profundizar el
debate sobre la atención de la
salud. Particularmente porque
pareciera que el tema sólo adquiere
interés cuando, por tragedias o por
casos particulares que acceden a
titulares de gran impacto emocional,
le prestamos atención.
Confiamos que la gestión que se
inicia dará respuesta a estos
problemas en un marco de
racionalidad técnica y adecuada
comprensión política que un pueblo
sin salud y sin educación tampoco
tiene futuro.
(*)
Médico, diplomado en Salud Pública.
Docente de Salud Pública. Director
Médico de OSPSA Sanidad.
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