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La pandemia es una crisis social y política
desencadenada, claro, a partir de un fenómeno biológico.
Una crisis que, como otras, pero con una escala
fenomenal, nos obliga a atender unos problemas
enormemente complejos, que, en general, preferíamos
ignorar.
Así como un virus no tienen intenciones, ni maldad; la
pandemia no tiene virtudes, ni voluntad. (Ni el cuidado
de la salud es una guerra). Pero esta crisis nos
enfrenta en forma acuciante, y desde varios puntos de
vista, con al menos tres tipos de problemas esperables,
y una condición verdaderamente novedosa.
Los problemas son: la certeza de la incertidumbre (un
temor que habitualmente preferimos no enfrentar), las
condiciones que ya conocíamos y nunca resolvimos (lo que
guardamos debajo de la alfombra), y las promesas hechas
que no se podían cumplir (¿un costo de la política?).
¿Y qué hay de nuevo?: lo que no estuvo presente en
anteriores pandemias que atravesó la humanidad es la
existencia de las redes sociales y el impacto fenomenal
que tienen en la población, catalizando y amplificando
en magnitudes extraordinarias y con gran velocidad las
tribulaciones de una sociedad “líquida” (1), enfrentada
a un escenario en el que se juegan variables muy
complejas que, además, la política necesita simplificar.
No conocíamos, claro, las peculiaridades del SARS-CoV-2
ni la epidemiología y la clínica de la Covid-19.
Pero frente a tal desconocimiento sí sabíamos que en la
ciencia no hay certeza, y que toda verdad científica es
refutable. Sin embargo, abundan los discursos de
expertos que afirman sus verdades con vocación profética
o militante. Incluyendo a profesionales de la salud que
vaticinan la muerte para los infieles a su credo. Algo
que hasta ahora sólo considerábamos propio de la
política.
También sabíamos que, al decir de George Box (2) “En
esencia, todos los modelos están equivocados, pero
algunos son útiles”, pero muchos expertos y opinadores
se han aferrado a sus cuentas y proyecciones,
transmitiendo la impresión de que los números son lo
central, cuando lo que sucede más allá de las hojas de
cálculo y las presentaciones es una crisis económica y
social de magnitudes enormes, en un país donde estas dos
variables ya venían muy afectadas. Pero tenemos más
expertos en infectología dispuestos a opinar en los
medios, que instituciones en condiciones de dar una
respuesta social efectiva. El reduccionismo puede ser un
pecado de ignorancia, pero también de soberbia.
Desde hace décadas venimos hablando de los determinantes
sociales de la salud, pero el hecho de que para quedarse
en casa hay que tener casa estalla entre nosotros,
disruptivo, cuando se hace evidente que la infección se
replica más y probablemente el pronóstico es peor, entre
quienes peor viven. Pero no podemos sorprendernos por
eso.
(De paso, si hubiéramos tenido verdaderamente presente
la cuestión de los determinantes, que hace años venimos
repitiendo en las clases, quizá se hubiera podido evitar
a la sociedad la disyuntiva falaz y amenazante entre
salud o economía).
Sabíamos, también, que el sistema desalienta o ignora la
formación de capital humano en determinadas áreas. No
hicimos nada útil, ¡Durante décadas!, para tener
enfermeras y enfermeros en cantidad y calidad adecuada,
no para la pandemia, sino para obtener niveles mínimos
de calidad en nuestros servicios sanitarios. Así que
ahora es más fácil hacer prestidigitación con los
números de camas y respiradores que enfrentar la simple
realidad de que los objetos inanimados no funcionan sin
personal capacitado y motivado: enfermeros, médicos,
terapistas respiratorios; mayormente desalentados
durante años a elegir especialidades con altos niveles
de riesgo profesional y burn out, por las condiciones
laborales habituales (remuneraciones y condiciones
laborales, fundamentalmente). Pero también médicos de
familia y especialistas en atención primaria -que, como
lo hemos dicho ya tantas otras veces- sigue siendo una
promesa incumplida en la salud pública argentina.
Ahora que se promociona tanto que el sistema de salud
debe ir donde la gente vive, podemos hacer dos
afirmaciones con bastante certeza: si el sistema tiene
que ir, es porque no fue antes, al menos en una forma
adecuada; y que la prédica de décadas sobre la
importancia de los equipos multidisciplinarios en salud
comunitaria no fue mucho más allá del discurso.
Ojalá en un tiempo más podamos tener resultados de
estudios sobre exceso de mortalidad. Podrá haber
sorpresas. Pero ya sabemos un par de cosas sobre
abandonar la atención de las patologías prevalentes, en
un contexto de empeoramiento de las condiciones
sociales; y también de las consecuencias del riesgo
moral sobre la utilización de servicios, en un sistema
de salud desarticulado, inequitativo y poco eficiente.
Está por verse cuánto de la imagen de nosotros mismos y
nuestro sistema de salud que nos devuelve la pandemia,
motivará cambios significativos en el sistema de salud.
Después de todo, hasta Borges se preguntaba: “Hoy, al
cabo de tantos y perplejos / años de errar bajo la varia
luna, / me pregunto qué azar de la fortuna / hizo que yo
temiera los espejos” (3).
1)
Modernidad líquida es un término introducido por Zigmund
Bauman (1925-2017) en referencia a la disolución
contemporánea de valores, guías y estructuras sociales,
antes rígidas.
2) George Edward Pelham Box (1919-2013) estadístico,
británico.
3) Fragmento de Los Espejos, poema de Jorge Luis Borges.
(*) Médico, Máster en Economía y Ciencias Políticas.
Gerente del Área Técnica de CA.DI.ME.
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