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El desafío de envejecer, que ha merecido artículos
anteriores en esta misma Revista, sigue mereciendo un
detenido y reflexivo análisis, ya que constituye un eje
innegable de la medicina actual y de manera creciente en
tanto se alarga la expectativa de vida. Hoy, sin
embargo, la situación se agrava en esta coyuntura donde
tanto la enfermedad virósica del Covid-19 como “el
remedio” preventivo del aislamiento, implican una pinza
que acorrala al adulto mayor de manera trágica.
Efectivamente, el riesgo de contagio de este sector de
la población esconde la segura y total condena a una
reclusión que ya lleva cinco meses, y se alargará por lo
menos cinco meses más (cuando, en una proyección
optimista, se consiga la vacuna). Pasado un primer
momento de comprensible extremismo en las medidas, a
esta altura resulta imperdonable que no exista un
riguroso esquema de atención integral a la población
mayor que, bajo el argumento de ser protegida, resulta
una vez más relegada al olvido.
El desafío es doble: comprender lo incomprensible (con
números que confunden), y desentrañar cómo un proceso
biológico universal (envejecer) es usado como
manifestación de deshumanización. Quisiera acentuar este
último aspecto, que se refiere menos a las condiciones
socioeconómicas y sanitarias que a las condiciones
morales y éticas.
La vejez no es una enfermedad, sino que supone un estado
de mayor vulnerabilidad, es decir, de exposición mayor a
los factores de riesgo, enmarcados en un proceso que
abarca emergentes como son: la soledad, el sedentarismo,
la desnutrición, y el destrato. Pero estos problemas se
pueden afrontar. De otra calidad y magnitud son el
exilio interno, la marginación y la exclusión social
durante la pandemia que desnuda así su cruda situación.
De fondo, el problema radica en tratar como urgencia o
emergencia lo que ya constituye una catástrofe o incluso
(ya que “catástrofe” sólo les compete a los eventos
naturales) un desastre, siguiendo la nominación de la
Organización Mundial de la Salud, recordemos el
significado de:
-
Urgencia: la aparición fortuita de una afección
de causa diversa y gravedad variable que genera la
conciencia de una necesidad inminente de atención.
-
Emergencia: una situación de muerte potencial
para el individuo si no se actúa en forma inmediata y
adecuada.
-
Desastre (Catástrofe) es un hecho natural o
provocado por el hombre que afecta negativamente a la
vida y requiere que las partes implicadas renuncien a la
autonomía y a la libertad tradicional, para producir
respuestas en conjunto y organizadas, siguiendo un
comando o estructura definida.
A este “momento situacional” no se arriba por accidente
sino por ignorancia y negligencia sanitaria. A más de
150 días de instalado el confinamiento (mal llamado
cuarentena) se transparenta el estado de indefensión al
que son sometidos los adultos mayores ante la parálisis
de conciencia y sensibilidad por parte de la sociedad
toda. Parálisis en la responsabilidad y en el compromiso
moral y ético.
Claro que no resultan conducentes acciones de
voluntariado espontáneo sin un mapa de
investigación-acción que trate el problema como tal y
encamine su resolución. Se trata de una faceta más de la
necesaria gobernanza sanitaria. Las políticas públicas
no deben convertir a los adultos mayores en objeto de
asistencia, sino en sujetos de derecho, sujetos de
dignidad.
Nos preguntamos dónde está la actividad articulada entre
el Ministerio de Salud, la Superintendencia de Servicios
de Salud, la ANSES, el PAMI, las Organizaciones Civiles
a fin de cumplir con el principio de complementariedad.
¿Dónde están los ciudadanos, tanto los familiares como
aquellos en su faceta solidaria o fraterna, a fin de
instrumentar acciones políticas? Se trata de un
imperativo moral de los derechos humanos básicos y de la
ética de la dignidad.
Debemos superar la obediencia debida, donde un coro de
asesores se atribuye autoridad legítima e impone una
obediencia ciega que confunde riesgo con vulnerabilidad,
residencia con enclaustramiento, encierro con captura, y
marginación con exilio interno. Es hora de correr el
velo o el telón. Todo encierro mayor a 15 días en un
adulto mayor sin fisioterapia ni apoyo psicológico de
sostén simula una cárcel sin patio, y potencia ese
ensamble de cuatro componentes ya mencionado, en un
ambiente de anomia e ignorancia que desconoce hasta la
diferencia que hay entre contagio y transmisibilidad.
Recién el 19 de junio empezaron los testeos sistemáticos
en los geriátricos de la Ciudad de Buenos Aires, lo cual
redujo el porcentaje de los fallecidos sobre el total de
la población, de 38 a 24%, en el transcurso de los
últimos tres meses, lo cual, a todas luces, sigue siendo
alto. No tendría que haber sido una sorpresa que los
geriátricos son uno de los principales focos de riesgo,
y que como tales deberían haber sido el centro de
cuidados y prevención desde el día uno.
Hace meses, el defensor de la Tercera Edad de la
Defensoría del Pueblo porteña, Eugenio Semino, advertía:
“el [geriátrico] que está habilitado es una bomba de
tiempo que vemos y el que no lo está es una mina
subterránea; en ambos casos, puede explotar”. Hoy, más
del 70% de los geriátricos de la Ciudad de Buenos Aires
tuvieron al menos un caso de Covid-19, y habría que
revisar los números en cada una de las demás provincias.
A modo de punteo, respecto de los geriátricos, tenemos,
entre otras cuestiones a tener en cuenta:
-
Fallas en la infraestructura y en la logística.
-
Habilitación de responsabilidad fragmentada, y por lo
tanto diluida.
-
No están preparados para funcionar como clínicas.
-
Falla en los protocolos procedimentales (falta de
personal entrenado, no alcanza con meras “normas”) de
bioseguridad.
-
Falta de unidad de control, sobre todo al personal en
cuanto al testeo, rastreo y aislamiento, dado que se
trata del encadenamiento clave (importancia del
rastreador) para llegar a una evaluación precoz que
posibilite un manejo oportuno y eficiente, a fin de
evitar el diagnóstico tardío de una evolución sin
control tanto del paciente como de la propagación del
virus, lo que terminaría finalmente en la saturación del
sistema de asistencia.
De esta manera tomar conciencia que la materialización
de toda amenaza debe pasar por el análisis sistemático
de variables de riesgo y variables de vulnerabilidad.
Compromiso éste que se impone a toda institución de bien
público, como son los geriátricos.
Debemos desechar un compungido relato envuelto en
posverdad. Es decir, en la falsificación de la verdad o
sencillamente la mentira o falsedad, que encubre la
manipulación política. Evitar caer, asimismo, en
planteos que van desde la discusión sobre la teodicea o
designio divino hasta eludir la situación de catástrofe
o desastre que deberíamos enfrentar mediante una gestión
estratégica multidisciplinaria.
Más bien, cabe el planteo del efecto estudiado por el
psicólogo norteamericano Stanley Milgram, sobre “los
peligros de la obediencia” y la complicidad de los
seguidores. En su condición remota, la víctima es un
extraño que está física y espiritualmente solo, al decir
de Zygmunt Bauman. La cruda verdad es que en los
geriátricos se justifica la muerte porque la provoca el
Covid y no la sociedad por su negligencia.
Hay un mundo que no queremos ver. Es el nuestro.
Empecemos por no desviar la mirada y asumir el
compromiso que significa el ser ciudadano.
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(*) Doctor en Medicina por la Universidad
Nacional de Buenos Aires (UBA). Director
Académico de la Especialización en Gestión
Estratégica de Organizaciones de Salud
Universidad Nacional del Centro (UNICEN). Autor
de: “La Pandemia y Salud Pública - Abordaje
epidemiológico y Gobernanza Sanitaria”; “La
salud que no tenemos” (2019); “Claves jurídicas
y asistenciales para la conformación de un
Sistema Federal Integrado de Salud” (EUDEBA,
2012); “En búsqueda de la salud perdida”
Universidad Nacional de la Plata (UNLP, 2008);
“La fórmula sanitaria” (EUDEBA, 2003) |
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