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Probablemente era inevitable. La política argentina es
un vórtice que todo lo devora, y, al final, nos devuelve
más de lo mismo. Alguien dijo alguna vez que sólo los
pesimistas cambian al mundo, porque los optimistas están
contentos con lo que hay.
Algunos, optimistas, quieren ver en esta crisis una
oportunidad para repensar o reconstruir sobre bases
diferentes algunas reglas básicas de nuestra convivencia
social, en términos institucionales.
Es un hecho que hay una enorme cantidad de experiencias
y aprendizajes que como comunidad podríamos -y
deberíamos- utilizar para mejorar nuestras vidas en el
futuro.
Aunque, diría un pesimista, el optimismo ante la
pandemia es una actitud mucho más probable cuando uno no
tiene que dedicar tiempo a deambular por guardias
hospitalarias atestadas, pasar horas intentando
comunicarse infructuosamente con el 148, lograr que su
obra social le cubra un hisopado, esperar días y días
para saber el resultado de un PCR (si es que no se
perdió la muestra por el camino), o saber que alguien
querido está sufriendo o muriendo en soledad. Sólo por
mencionar algunas de las tribulaciones directamente
relacionadas con la enfermedad.
También, claro, si uno participa de algunos de los
sectores de la economía que, al menos a nivel mundial
(la Argentina puede ser una excepción a todo…),
resultarían “ganadores” en la crisis económica inherente
a la pandemia.
En cualquier caso, es difícil sostener hoy, a cinco
meses ya de distintas modalidades de aislamiento social
o cuarentena, que saldremos mejores, como sociedad, de
esta crisis global.
El espanto no nos unió. Quizás no es suficiente la dosis
de espanto, o muy escasa la voluntad de unión.
Demasiados actores socialmente visibles jugaron (y
juegan) al uso extremo e inmoderado de palabras y
conceptos efectistas pero insustanciales, insostenibles.
O falsos.
La mala calidad de la política argentina, como práctica,
y de muchos de sus protagonistas, así como de otros
dirigentes sociales, funcionarios públicos, expertos
varios y comunicadores, han ido empujando la
información, los datos, las opiniones, las definiciones,
hacia el mismo plano en que se debate habitualmente
entre nosotros la puja político-partidaria, hasta
hacerlos, en muchos sentidos, indistinguibles.
La moderación es un valor perdido en la mayor parte del
discurso público. Y la moderación arranca con la
aceptación de la incertidumbre, la propia falibilidad y
el reconocimiento de las voces ajenas. Pero entre
nosotros la pandemia se ha integrado al discurso
militante.
Y el discurso militante es, por definición, simple
irrefutable, y verdadero. El militante no puede dudar, y
está dispuesto a justificar hasta lo que no entiende o
no comparte, porque cree que hacerlo es debilidad y, por
lo tanto, fortalecer al adversario. El pensamiento
militante subordina, inclusive, las consecuencias
trágicas de una pandemia al interés político coyuntural.
Los fines justifican los medios. La historia de la
humanidad está llena de ejemplos. Y también la de la
Argentina.
Un capítulo aparte debería dedicarse a los profesionales
de salud que agitan sus certezas militantes en nombre,
que ironía, de la “ciencia”. Algunos trataron de
“estúpidos” y otros amenazaron con la muerte a quienes
no comparten sus mismas convicciones.
Irónico lo de la ciencia, porque ciencia es lo contrario
a certeza. Es justamente, su cuestionamiento metódico y
autocrítico.
Pero, reconozcámoslo, la moderación tiene mala prensa en
una sociedad que ama y repudia a sus líderes y sus
gestas fundacionales con simétrica vehemencia.
Y aun así es imprescindible.
Millones de argentinos saldrán mucho peor de esta
crisis: muchos vivirán menos, todos serán más pobres,
sufrirán más enfermedades, vivirán en peores lugares, y
tendrán menos educación y menos posibilidades laborales.
La economía para ellos no es “un poco más de ganancias”,
sino subsistencia y futuro.
Mucho de ese sufrimiento podría ser menor si desde el
principio gobernantes, dirigentes y expertos hubieran
recordado aquella frase de Virchow: “Una epidemia es un
fenómeno social que conlleva algunos aspectos médicos”.
Hoy, es imperioso reconocer que cuanto más de nuestra
institucionalidad y convivencia social caigan en la
grieta, más doloroso y aciago será el futuro para todos.
Ojalá lo podamos evitar.
(*) Médico, Máster en Economía y Ciencias Políticas.
Gerente del Área Técnica de CA.DI.ME.
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