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Vamos a aprender mucho de esta pandemia. En esencia,
porque el aprendizaje es inherente a la condición
humana. Tanto como la necesidad de reducir la
incertidumbre que el futuro representa, y el deseo de
construir un mañana diferente.
Sabemos que existe el aprendizaje en muchas otras
especies animales, los pulpos, por ejemplo. Claro que,
hasta el momento, los sabrosos octópodos no se han
organizado socialmente a través de instituciones. Y esa
es una gran diferencia.
Los humanos contamos con la ciencia, que nos brinda
conocimientos -no certezas-; la filosofía que nos guía y
nos incomoda en la formulación de las preguntas
fundamentales de la existencia (¿Reflexionarán los
pulpos sobre su propia vida?), y el arte, ese gran
espejo de nuestra cultura. Y también la historia,
imprescindible para recordarnos el futuro posible,
revisando nuestras raíces.
Con estas diferencias, que implican diferentes
intencionalidades, aprender es tan propio de nuestra
existencia como lo es para el pulpo. Y para ambas
especies es, al final, cuestión de subsistencia.
Los aprendizajes que vamos haciendo sobre la pandemia
son múltiples.
Hace menos de un año que se reportó el primer caso de
Covid-19 en China, y desde entonces sabemos mucho más
sobre el virus, y bastante más sobre la enfermedad.
Sin embargo, mediada la respuesta social por
instituciones políticas, algunos aprendizajes que nos
brinda la historia han sido ignorados. No sería
intelectualmente honesto poner en nuestro listado de
aprendizajes novedosos las esperables consecuencias
económicas, sociales y éticas de muchas de las medidas
de control impuestas frente a la emergencia. Eso no es
novedoso, tal y como la historia y otras ciencias
sociales lo muestran.
Pero contra toda experiencia histórica, la decisión
mayoritaria fue mirar la pandemia exclusivamente por el
ojo de la cerradura de la infectología.
Una consecuencia de esa decisión política fue plantear
la contraposición entre los términos salud y economía.
Claro que la épica de esa afirmación tuvo al principio
un efecto beneficioso para quienes la defendieron: es la
nuestra una sociedad siempre ávida de salvadores
benéficos, y en lo posible grandilocuentes, y funcionó
bien cuando todavía se aplaudía por la noche a los
“héroes” de la salud, y se afirmaba que el
fortalecimiento del sistema se lograría con más camas de
terapia y respiradores.
Entre las cosas que ya sabíamos está que la política no
se lleva bien con la incertidumbre. Los políticos
necesitan ofrecer certezas, y los consumidores las
prefieren.
Hoy los nervios se han crispado. La sombra de la
tragedia social comienza a desplazar a la preocupación
por la enfermedad, y se difunde la certeza de que las
cosas tampoco están saliendo bien en materia de salud.
Se desmorona la confianza en aquella promesa de proteger
las vidas desestimando las consecuencias económicas,
psicológicas y sociales de una parálisis sine die. Y la
autocrítica no es apreciada en la cultura política
nacional. De manera que la política sale a buscar
culpables. Igual que se ha hecho en siglos pasados,
frente a otras pestes.
Volviendo a nuestro tema: cuando la realidad desmiente
las afirmaciones militantes, el aprendizaje puede ser
una buena excusa para guardar bajo la alfombra lo que ya
sabíamos, y preferimos ignorar.
Pero hay omisiones que no son aprendizajes; son
sencillamente malas decisiones. Y deberían asumirse las
responsabilidades.
Un ejemplo, entre varios otros posibles, es la cuestión
de la información.
La Argentina ha degradado, desde hace años, su sistema
de información sanitaria. El resultado es que ante esta
emergencia, y a casi ocho meses de su inicio, sabemos
que no contamos con números confiables y oportunos de
casos y fallecimientos. Dos insumos básicos para la
gestión de la crisis.
Sería absurdo asumir que en 30 o 60 días las nuevas
autoridades hubieran podido resolverlo.
Pero es inadmisible que en base a esa debilidad
estructural del sistema se hicieran afirmaciones
taxativas, se lanzaran comparaciones innecesarias y
falaces, se profundizaran confrontaciones políticas, se
estigmatizara a las personas, y se propagandizaron
éxitos inexistentes.
La necesidad de contar con un sistema de información
sanitaria de calidad, sólo un ejemplo, no deberá
considerarse, entonces, un aprendizaje de la pandemia,
sino el doloroso recordatorio de la incapacidad de la
política para generar transformaciones relevantes en el
sistema de salud argentino.
Omitir lo que Virchow ya sabía hace más de cien años,
fue una decisión: “Una epidemia es un fenómeno social
que tiene algunos aspectos médicos”.
(*) Médico, Master en Economía y Ciencias Políticas.
Gerente del Área Técnica de CA.DI.ME.
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