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El balance de lo
acontecido en el área de salud durante el 2020 nos deja
una reflexión que podría resumirse en lo siguiente: el
miedo colectivo impactó fuertemente en muchas de las
principales decisiones adoptadas sobre el manejo de la
pandemia y del sistema de salud.
Las imágenes llegadas de China y del invierno europeo
golpearon fuerte en la sociedad y en los funcionarios y
determinaron muchas de las decisiones adoptadas.
En primer lugar, impactó en la toma de decisiones sobre
el manejo de la pandemia. Pasamos de una increíble
subestimación de la enfermedad por parte del Gobierno a
medidas como el cierre de escuelas y al ASPO
(Aislamiento Social y Preventivo Obligatorio) en épocas
muy tempranas.
El SARS-CoV-2 es la primera pandemia en la era de las
nuevas tecnologías de comunicación. Pensemos que sólo
hace pocos años las redes sociales no eran tan masivas.
En el año 2012 con el brote del MERS existían las redes
actuales, pero sin la masividad y el uso de hoy. Años
anteriores habían ocurrido otros eventos como el brote
de SARS en el año 2003 (no existía Facebook) y la Gripe
A en 2009 (no existían WhatsApp ni Instagram y el IPhone
tenía dos años y era caro).
Las imágenes y comentarios que llegaban fundamentalmente
de Europa generaron mucha angustia y esto se reflejó en
las redes sociales y encuestas de opinión. Nunca
habíamos convivido con tantas redes sociales
consolidadas como fenómenos mundiales y como métodos de
transmisión de información y de noticias falsas,
incertidumbres y angustias.
El Gobierno realizó una lectura constante de la opinión
de la gente y actuó políticamente. Hizo un seguimiento
muy cercano del comportamiento de las redes a través de
Big Data con informes diarios. Evidentemente estas redes
influyeron en la toma de decisiones.
La decisión de cerrar las escuelas y luego de entrar al
ASPO en una fase tan temprana, así como la posterior
apertura y relajamiento en pleno pico de contagios y
muertes estuvieron determinadas no por razones
epidemiológicas o de racionalidad sanitaria, sino
simplemente por cuestiones políticas. En definitiva, se
tomaron las decisiones mirando análisis de encuestas y
Big Data sobre el humor de la población y la variación
en la imagen positiva del Gobierno.
Se planteó una falsa dicotomía entre salud y economía.
Finalmente, el año que pasó nos dejó, producto de las
acciones tomadas, la peor crisis económica desde el 2001
y más de 40 mil fallecidos por Covid-19, siendo
considerados como uno de los países que peor manejó la
pandemia. Resta todavía hacer el balance del impacto en
la carga de morbilidad por otras enfermedades
descuidadas.
El impacto del miedo colectivo y de las medidas
adoptadas llevó al absurdo de que cuando más se
necesitaba de un sistema de salud fortalecido, éste
menos trabajó. Las consultas, cirugías e internaciones
cayeron a menos de un 30% de lo habitual al inicio de la
pandemia y no llegó al 70% de lo que habitualmente se
trabaja hacia fines del año. En vez de cuidar a la
población, se “cuidó” al sistema. Es como si en un
incendio no se permitiera participar a los bomberos por
temor a que les pase algo.
Los servicios de salud privados sufrieron el impacto
económico de estas medidas. La realidad es que muchos de
ellos no podrían estar aún funcionando sin el aporte del
Estado con el pago de un porcentaje de los sueldos
(ATP). Cuando este subsidio finalice, muchos servicios
pueden llegar a quebrar. La seguridad social también
necesitó de los subsidios para subsistir. Para ella
también resultará dificultoso volver a cierta normalidad
sin subsidios, lo cual se trasladará probablemente a una
disminución en cantidad y calidad de los servicios
prestados.
Una cuarentena tan prolongada no sirvió tampoco para
mejorar el sector público. El primer nivel de atención
brilló por su ausencia. Nunca se desarrolló una
estrategia que contemple la red del primer nivel aún
cuando más del 80% de los casos de Covid-19 son
ambulatorios y se descuidaron además otras enfermedades
y programas preventivos, producto de lo cual se verificó
una disminución de los porcentajes de vacunación y
control de embarazadas y niños sanos. Los hospitales
sólo incrementaron camas de UCI y respiradores, pero no
se fortalecieron en otros aspectos.
La rectoría del Ministerio de Salud de la Nación fue
extremadamente débil. Esto se reflejó en un deficiente
manejo de la información, un inexistente accionar en las
fronteras y en las estrategias diferentes adoptadas
entre la Ciudad de Buenos Aires y el Conurbano
bonaerense entre otros aspectos. El sistema de salud en
definitiva terminó el año muy deteriorado y golpeado.
Por otra parte, no se observan intenciones de reformarlo
o fortalecerlo en un futuro. En definitiva, el balance
del año es totalmente deficitario.
Un sistema de salud que profundizó su crisis
estructural, en un contexto económico desastroso, con
destrucción del empleo, con un incremento muy fuerte de
la pobreza (44%) e indigencia (10%), especialmente en la
niñez en donde 2 de cada 3 niños son pobres, con aumento
de la inseguridad alimentaria en niños, con escuelas
cerradas y lo más preocupante, sin perspectivas de
mejoras en el corto o mediano plazo.
La dicotomía nunca se debió plantear entre salud y
economía. Como hemos dicho y escrito al principio de la
pandemia, esta es una falsa opción. La economía es un
determinante principal de la salud. Así se debió haber
entendido y accionado en consecuencia
(*)
Médico. Especialista en Salud Pública.
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