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La pandemia no parece ceder y la segunda ola que viene
atravesando Europa y Estados Unidos con su aumento de
virulencia, admisiones hospitalarias y nuevas muertes
parece anticipar ya para los epidemiólogos la amenaza de
una tercera. El director de los Centros para el Control
y la Prevención de Enfermedades de EE. UU. ha hecho
sonar las alarmas advirtiendo que los meses de invierno
en el hemisferio norte serán “los más difíciles en la
historia de la salud pública”. Y mientras el mundo
entero sigue en riesgo y la incertidumbre parece no
despejarse con las noticias sobre las vacunas, los
países evidencian un cada vez más pronunciado
agotamiento de los sistemas sanitarios y también de sus
economías y del comportamiento de las sociedades.
El SARS-Cov-2 ha puesto en juego a la salud, la de cada
uno de quienes vivimos en este planeta, que no puede ser
considerada un bien privado o cuestión individual. Posee
todas las características de un bien común. Y más aún,
de un bien común global. Como tal, no es posible excluir
a nadie de disfrutarlo. Pero puede consumirse con el
tiempo mientras la calidad de nuestra vida dependa cada
vez más de tal bien, porque es particularmente frágil.
Las relaciones entre el bien salud, la prevención y los
individuos pueden entenderse a partir de una parábola de
William Foster Lloyd que el biólogo Garret Hardin
populariza en 1968 a través de su artículo “La tragedia
de los comunes”, en el que expuso una paradoja implícita
en la gestión de este tipo de bienes. Utilizó el ejemplo
de un terreno común, donde un grupo de ganaderos debía
decidir el pastoreo de sus vacas. Cada uno tenía su
propio interés en llevar diariamente el mayor número de
ellas para maximizar el beneficio. Desde el punto de
vista individual, los beneficios resultaban altos y los
costos bajos, sabiendo que éstos (propios del consumo
del pasto) se asumían entre todos. Por ende, se
socializaban. Pero cuando este comportamiento fue
llevado a la práctica por todos los ganaderos (el bien
es no - exclusivo) se originó una sobreexplotación del
bien. La suma del deterioro causado por las vacas
añadidas, que individualmente era imperceptible, agotó
el alimento y liquidó la capacidad de recuperación del
suelo. El desenlace, claro, fue que tanto los animales
como los pastores murieron de hambre al no tomarse en
cuenta el efecto que tendría sobre los otros individuos
que compartían tal recurso. Todos se vieron afectados.
La esencia de la tragedia para Hardin residió en “el
despiadado funcionamiento de las cosas (…), en la
inevitabilidad del destino y en la futilidad de
cualquier tentativo de escapar de ella”.
La raíz de la paradoja que emerge de la lógica de los
bienes comunes como la salud se basa en el conflicto de
interés entre las conductas racionales individuales y el
origen de las externalidades que afectan negativamente a
terceros, lo cual refiere a un problema ético de falta
de responsabilidad social. Dar racionalidad a la salud
individual resulta un asunto social. Pero perseguir
racionalmente sólo el interés individual en desmedro de
lo colectivo lleva al peor resultado. Si alguien está
contagiado por el Covid-19 (lo sepa o no) y su conducta
individual lo lleva a participar de una reunión social
masiva sin tomar precauciones, se está comportando como
los ganaderos egoístas de Hardin. Está intentando
obtener el máximo beneficio individual, haciendo recaer
su costo sobre todos los demás. Sin darse cuenta de que
entre “los demás” también está él mismo. De ahí la
necesidad de tutelar el bien de salud pública.
Aplicar medidas de distanciamiento social individual
para aplanar la curva de contagios evita superar el
umbral crítico de disponibilidad de camas de cuidados
intensivos. El dilema es que el acceso a las estructuras
sanitarias, al uso de respiradores y a ciertas terapias
farmacológicas así como -en forma heterogénea- a las
vacunas no está garantizado para todos de la misma
manera. El virus no es para nada democrático como se lo
ha tratado de describir. Los costos de la pandemia no se
han repartido de manera igualitaria entre jóvenes y
adultos mayores y entre pobres y ricos, y el impacto
futuro será más intenso para los más frágiles y
vulnerables, se trate de personas o países.
Aquí reside el nudo del problema generado por el Covid-19.
En este mundo global e interconectado, los países y
sociedades que mostraron mayores responsabilidades de
sus ciudadanos respecto del bien salud y su cuidado,
manteniendo mejores niveles de protección, igual
quedaron y quedarán expuestos al riesgo y a la
incertidumbre de nuevas oleadas. No tanto por supuestos
debilitamientos de la protección de sus ciudadanos, sino
por lo que ocurra en los países menos protegidos. La
efectividad de cualquier protección sanitaria global se
define por la calidad con que la misma se garantizada a
los más débiles. La “tragedia de los comunes” nos revela
la realidad de los hechos que ocurren cuando se
debilitan las medidas de protección individual, aparecen
conductas irresponsables y el fenómeno se colectiviza
afectando el bien común. Entonces distancia y tapabocas
no resulta suficiente si las desventuras de las oleadas
pandémicas no sirven para repensar las condiciones que
hacen a nuestra vida en común, a nuestras diferencias
sociales y a la dificultad de comportarnos como una
sociedad madura y responsable. Así como individualmente
con su conducta los ganaderos terminan afectando a
todos, el virus desnuda la forma en que también nuestro
comportamiento egoísta individual genera una similar
externalidad negativa.
Si aún resulta complejo hacerlo en el presente en medio
de olas que vienen y van, la pandemia nos podría ayudar
a razonar a futuro antes que suban otras mareas. Porque
de lo contrario volveremos a quedar expuestos a nuevos
riesgos y nuevas incertidumbres cuando -no en forma
casual- aparezca otra enfermedad quizás más virulenta y
letal que el SARS-Cov-2. Tal vez hoy impensable pero
posible. Hardin argumentó en contra de confiar sólo en
la conciencia como un medio para vigilar los bienes
comunes.
A medida que en América del Sur se reabren bares,
restaurantes y tiendas ante el fin del 2020 y el verano
de 2021 y las personas individualmente
-comprensiblemente ansiosas por poder salir y reanudar
algunas de sus actividades habituales -aumentan el
contacto entre sí, se enfrentan a otra cantidad de
personas infectadas con el coronavirus que persiste
todavía elevado en muchas áreas. Con lo cual la
transmisión del virus se reaviva fácilmente.
Especialmente cuando se dan afluencias masivas mal
manejadas y con contactos estrechos. El problema es que
un aumento significativo en el número de casos de Covid-19
o en las hospitalizaciones no se ve claramente una
semana o incluso dos después de estos fenómenos
sociales, sino que lleva mucho más tiempo -quizás entre
seis a ocho semanas- que los efectos de un cambio de
comportamiento generalizado se hagan visibles en los
datos observables a nivel de la población.
En una pandemia sin adecuados controles, nada es
automático. Cuando un individuo se ha expuesto en forma
poco racional al coronavirus porque relajó las
precauciones y aumentó sus contactos fuera de todo
control, los efectos de ese cambio tardarán un mes o más
en registrar un aumento notable. Pueden transcurrir más
de dos semanas hasta que se tengan síntomas suficientes
como para ir al médico y ser testeado. Incluso ser
asintomático. Y esto dificulta y hasta retrasa sumar el
caso dentro de los datos globales para encender las
alarmas. Si se piensa que el Covid-19 desaparecerá
mágicamente en el verano como ocurre con las gripes
estacionales y los resfríos, el aumento sustancial
ocurrido durante los meses de verano en EE. UU. deja en
claro que esto no es lo habitual. Como tampoco hará
magia la introducción de ninguna vacuna.
La salud no escapa a la tragedia de los comunes.
Perdidas las conductas racionales, los individuos pueden
ser causales de la propia devastación comunitaria.
Estamos a tiempo. La vacuna será sólo un instrumento. El
escudo protector sigue estando en la prevención
inespecífica y en cada uno. Y como dice mi amigo Filio,
en la buena voluntad.
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(*) Titular de Análisis de Mercados de Salud. Universidad ISALUD. |
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