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Enfrentamos una paradoja, por un lado, la pandemia ha
puesto de relieve que debemos formar profesionales de
salud pues los déficits han quedado más que expuestos.
Por otro lado, la razonabilidad de cuidar a nuestros
estudiantes ha limitado el acceso a las prácticas en un
sistema de salud que también desnudó crudamente sus
falencias.
En el 2020 los estudiantes nos dieron una lección de
compromiso. Se sumaron a todas las tareas que las
universidades les propusieron. Fueron voluntarios para
hacer primera atención en sistemas telefónicos,
acompañaron adultos mayores y personas aisladas, y
muchas otras tareas.
Cada universidad se puso en marcha en conjunto con los
sistemas de apoyo a la salud local, logrando una
complementariedad que debería potenciarse a la salida de
la pandemia. Fue clara su voluntad de colaborar tanto
desde la investigación como desde la extensión.
Con sus iniciativas de investigación coronaron
soluciones útiles, pero también aportaron racionalidad a
la hora de, a través de ensayos bien diseñados,
demostrar que otras iniciativas no tenían sustento
científico.
Las universidades buscaron adaptarse y descubrieron que
la incorporación previa de tecnología era insuficiente
para soportar la demanda que generó el pase forzado a la
educación remota.
No obstante, fue enorme el esfuerzo por buscar
incorporar tecnología que permita conectar docentes y
estudiantes, y mantener formación pese a las
restricciones. Estos esfuerzos estuvieron tanto en el
desarrollo creativo como en la asistencia a los
estudiantes tratando de garantizar equidad en el acceso.
Para formar profesionales de salud (como muchos otros)
hace falta desarrollar competencias que sólo pueden
adquirirse a partir de la práctica en el trabajo. Para
esto es necesario que los estudiantes accedan a los
espacios asistenciales.
A partir de comprender que la duración de la presencia
del virus entre nosotros no será corta, y que por el
momento la disponibilidad de vacunas para todos nuestros
estudiantes está lejos de ser una realidad próxima,
debemos diseñar nuevas estrategias.
Por un lado, medidas de vigilancia por medio de testeos,
y una progresiva vuelta a una presencialidad controlada
con medidas de seguridad para pacientes y profesionales,
son el camino que comenzaron a poner en marcha para
disponer nuevamente de espacios de práctica. Así, luego
del desarrollo de los respectivos protocolos, primero
los más cercanos a graduarse y poco a poco el resto, se
está incorporando a espacios de práctica.
La necesidad de una supervisión estricta mejoró el
contacto entre docentes y estudiantes y redujo la
proporción de estudiantes por docente. Simultáneamente
la necesidad de distribución de estudiantes en números
reducidos llevó a un menor número de horas y
oportunidades de práctica. A esto se suma el cambio de
patrón asistencial, producto de la retracción de
consulta, en particular en enfermedades crónicas.
Un párrafo aparte merece la telemedicina, una modalidad
olvidada en la formación que ha tomado una centralidad
que obliga a considerarla en las competencias de
cualquier graduado y a generar prácticas para su
adquisición. De seguro éste y muchos otros aspectos
derivados de la atención de la pandemia, deberán tener
su impronta en revisiones curriculares. Desde una
comprensión de la epidemiología más acabada a los
aspectos que hacen a la seguridad de pacientes y
profesionales.
En síntesis, la pandemia ha estrechado los lazos entre
docentes y estudiantes, ha obligado a seleccionar muy
bien las prácticas a las que se los expone, y
definitivamente ha condicionado la necesidad de revisar
las competencias que un profesional al graduarse
necesita en este nuevo contexto.
(*) Médico. Master of Health Professions
Education. Profesor Asociado del Departamento de
Ciencias de la Salud de la Universidad Nacional del Sur
- Ex Director de Capital Humano del Ministerio de Salud
y Desarrollo Social de la Nación. |