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Lenta, pero ominosa como la larga sombra que va dejando
a su paso el Covid-19 entre las personas y sus
comunidades, comienza a perseguirnos la idea consciente
de que ya no vamos a vivir como siempre habíamos
aprendido a hacerlo. Enfrentamos una segunda ola, quizás
no la última. El extraño virus muta. Cambia su carga
genética, aumenta su agresividad y también lo hace con
nuestras vidas y hasta con la propia muerte. Ambas se
deciden en el frío espacio de una cama y un respirador.
Desnudan un sistema sanitario que, descontrolado por la
dramática limitación de sus recursos humanos, debe
también autoimponerse una nueva bioética. La de aceptar
la selección natural de mantener la vida de quien tiene
más oportunidades futuras de vivirla. Sólo el que va a
una guerra sabe que puede perder su vida.
Frente a una pandemia, ignoramos qué es lo que nos puede
pasar. Pero las decisiones sobre lo que nos ocurra
quedan en otras manos. No hay escapatoria a tales
dilemas en los sistemas de salud, que siempre han
eludido la realidad de la finitud de los recursos, sean
económicos, humanos o tecnológicos. ¿Falló la
prevención?, ¿Fallan las posibilidades de respuesta
asistencial? Quizás han fallado ambas a la vez.
Mientras, la muerte se ha vuelto algo completamente
normal, ajustable diariamente en cifras estadísticas.
El Coronavirus nos martilla en la cabeza. El miedo a la
segunda ola, a sus nuevos linajes y a la muerte paraliza
obsesivamente. Pero ¿Es la muerte acaso un fracaso
sanitario? Entonces fracasamos todos los días. Porque
aún la medicina más desarrollada es incapaz de evitarla.
La muerte no es sólo un error de prevención o un mal
resultado de tratamiento. Es también la diferencia en
las oportunidades asistenciales. Es la desigualdad del
derecho a la salud.
Llevamos meses de encontrar cada mañana en los medios
noticias sobre cifras de infectados y muertos. Pero no
de sus historias y tragedias. Cada muerte anónima
importa. A sus deudos y a la propia sociedad. No son
sólo números. Son personas, como tantas víctimas
invisibles de nuestras otras epidemias: económicas,
sociales, delictivas y también sanitarias. Personas que
no tuvieron -ni les dieron- oportunidad de elegir.
¿Cuántos hombres y mujeres mueren diariamente por otras
causas en todo el país? ¿Ninguna era evitable? No lo
sabemos. Ni importa. Parecen sonar a muertes lejanas.
De pronto el caballo se desboca y el jinete que asola al
mundo descontrola su paso. Arremete favorecido por la
irresponsabilidad de ciertas partes de la sociedad y por
las imprevisiones, desajustes y malas decisiones del
poder. Y todo entra en crisis. La gente, el sistema de
salud y los políticos que deben serenamente conducirla
sin arranques espasmódicos.
Entonces ese mismo poder procede a desempolvar la tesis
focaultiana de la Biopolítica y el Biopoder, pasando a
controlar el cuerpo, la vida y de esta forma la
sociedad. Releyendo a Foucault, asistimos no sin
sorpresa a la demostración que su teoría se enlaza
dramáticamente con la realidad. Se le permite a ese
poder, sin tapabocas, atribuirse decisiones de cualquier
índole y confinar y controlar como un gran experimento
social sin precedentes. Porque lo que paraliza es el
miedo a enfermar y a morir. Frente al poderoso entramado
normativo que se construye, nadie dudaría que lo hace
por nuestro bien. O por el bien colectivo, que es el de
la suma de los individuos. No existe razón más
convincente que alguien asegure por todos los mecanismos
posibles que es “por tu bien”. Por la vida. Así, tenga o
no tenga razón en lo que dice o hace, resultamos
convencidos. Caso contrario, vendrá el fuego sagrado del
patógeno y fulminará a la sociedad en su conjunto. Y así
respondemos. No lo debatimos, nadie nos consulta, nadie
comparte una alternativa de decisión. Porque tampoco
tomamos conciencia de nuestras responsabilidades
individuales y colectivas, Y como además la política
sigue jugando sólo a ver quién gana la partida, la salud
y el sistema organizado para preservarla también se
terminan salpicando del barro en que ésta se hunde.
¿El fin siempre justifica los medios? Cuando aparece una
buena causa –porque salvar vidas siempre es una buena
causa– lo justifica todo. Entonces, miles y miles de
ciudadanos motivados por la causa, así como son
solidarios, también se vuelven denunciadores seriales
impiadosos con los que rompen las reglas taxativas. ¿Y
si esa conducta dual, propia de nuestras sociedades
cargadas de un virus tan corrosivo como el de la
hipocresía, llegó para quedarse? No será esa -la “buena
causa” y su potencialidad de generar control social- uno
de los fundamentos distópicos de la tan mentada y aún
desconocida “nueva normalidad”.
El jinete de la Corona, como toda cuestión biológica, no
nos dejará tan rápido. Más cuando su caballo siga
desbocado. No hemos tenido tiempo de preguntarnos aún
como sociedad de qué forma pasaremos de las estrictas
fases sanitarias a las fases más aceptables de la mejora
social. O bajo qué nueva modalidad volveremos algún día
a disfrutar un poco más de esa libertad que perdimos
hace ya más de un año. Quizás estemos escribiendo la
historia de lo que poco a poco dejaremos de ser para ir
hacia esa “nueva normalidad” que en cierta forma nos
preocupa. Será un momento donde el destino de las
personas se hará común apenas podamos salir de las
trincheras sanitarias que cada uno cavó en su casa.
Apenas podamos divisar qué pasó en el entramado social
después que se haya retirado el tsunami covidiano.
¿Tendrán capacidad los Estados para conducir la futura
supervivencia económica de las pequeñas empresas que
creaban trabajo, de las grandes empresas con stocks
acumulados y especialmente el destino de los más pobres
(y los que se han sumado desde la informalidad)
incapaces de sobrevivir a los difíciles tiempos por
venir? Si hay algo que el virus no hace es discriminar
según clases sociales o niveles de ingresos, atacando a
todas las personas por igual. Pero para su velocidad de
propagación resultan un factor clave las diferentes
condiciones de vida de los sectores sociales.
En las grandes ciudades se dan naturalmente amplias
desigualdades que previsiblemente se ensancharán y harán
más visibles por la pandemia. Esa mayor incidencia del
coronavirus en sectores vulnerables –a medida que se
expande la enfermedad– será un problema generalizado en
todos los países de la región. Y existe el peligro real
que, más allá de sus consecuencias económicas, el virus
se transforme en una enfermedad endémica de la pobreza.
Entonces, sólo con el mercado no alcanzará para
resolverlo. Será necesario un delicado equilibrio de las
dos manos del Estado. La derecha para conducir la
economía, y la izquierda para compensar las
desigualdades y los agobios sociales. Ahí se pondrán
también en juego las capacidades como sociedad para
definir cuál será la “nueva normalidad”. Si la del
control que imaginó Orwell para evitar ciertas formas
naturales de “rabia colectiva” y desobediencia, o la del
esfuerzo solidario junto con el Estado para sacar –con
todos sus actores sociales– a cada país del pantano en
que lo hundió este aborrecible virus.
Quizás sobrevenga una sociedad donde lo que era contacto
físico se admita como distante y hasta virtual,
acostumbrada a convivir entre miedos y controles. Que la
expresión del afecto sea administrada con la máxima
prudencia, porque la proscripción de la cercanía ha
resultado ser el salvavidas sanitario para mantenerse
lejos del riesgo. Ya no se extenderá la mano tan
fácilmente a un desconocido, y quedará como un acto de
extrema valentía. Será difícil poder visualizar gestos
detrás del conglomerado de tapabocas que circularán por
las calles, en los cuales la risa y tristeza sólo podrán
dibujarse artificialmente. Lo que seguramente no
podremos admitir como “nueva normalidad” será un mundo
donde se pretenda enmascarar la libertad y los derechos
de cada uno. Como tampoco un mundo donde el Estado sea
un simple administrador empoderado –pero histéricamente
compulsivo– del Biopoder y la Biopolítica.
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(*) Titular de Análisis de Mercados de Salud. Universidad ISALUD. |
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