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Debate


Reflexiones sobre el jinete del caballo desbocado

Por el Dr. Sergio Horis Del Prete (*)


Lenta, pero ominosa como la larga sombra que va dejando a su paso el Covid-19 entre las personas y sus comunidades, comienza a perseguirnos la idea consciente de que ya no vamos a vivir como siempre habíamos aprendido a hacerlo. Enfrentamos una segunda ola, quizás no la última. El extraño virus muta. Cambia su carga genética, aumenta su agresividad y también lo hace con nuestras vidas y hasta con la propia muerte. Ambas se deciden en el frío espacio de una cama y un respirador. Desnudan un sistema sanitario que, descontrolado por la dramática limitación de sus recursos humanos, debe también autoimponerse una nueva bioética. La de aceptar la selección natural de mantener la vida de quien tiene más oportunidades futuras de vivirla. Sólo el que va a una guerra sabe que puede perder su vida.
Frente a una pandemia, ignoramos qué es lo que nos puede pasar. Pero las decisiones sobre lo que nos ocurra quedan en otras manos. No hay escapatoria a tales dilemas en los sistemas de salud, que siempre han eludido la realidad de la finitud de los recursos, sean económicos, humanos o tecnológicos. ¿Falló la prevención?, ¿Fallan las posibilidades de respuesta asistencial? Quizás han fallado ambas a la vez. Mientras, la muerte se ha vuelto algo completamente normal, ajustable diariamente en cifras estadísticas.
El Coronavirus nos martilla en la cabeza. El miedo a la segunda ola, a sus nuevos linajes y a la muerte paraliza obsesivamente. Pero ¿Es la muerte acaso un fracaso sanitario? Entonces fracasamos todos los días. Porque aún la medicina más desarrollada es incapaz de evitarla. La muerte no es sólo un error de prevención o un mal resultado de tratamiento. Es también la diferencia en las oportunidades asistenciales. Es la desigualdad del derecho a la salud.
Llevamos meses de encontrar cada mañana en los medios noticias sobre cifras de infectados y muertos. Pero no de sus historias y tragedias. Cada muerte anónima importa. A sus deudos y a la propia sociedad. No son sólo números. Son personas, como tantas víctimas invisibles de nuestras otras epidemias: económicas, sociales, delictivas y también sanitarias. Personas que no tuvieron -ni les dieron- oportunidad de elegir. ¿Cuántos hombres y mujeres mueren diariamente por otras causas en todo el país? ¿Ninguna era evitable? No lo sabemos. Ni importa. Parecen sonar a muertes lejanas.
De pronto el caballo se desboca y el jinete que asola al mundo descontrola su paso. Arremete favorecido por la irresponsabilidad de ciertas partes de la sociedad y por las imprevisiones, desajustes y malas decisiones del poder. Y todo entra en crisis. La gente, el sistema de salud y los políticos que deben serenamente conducirla sin arranques espasmódicos.
Entonces ese mismo poder procede a desempolvar la tesis focaultiana de la Biopolítica y el Biopoder, pasando a controlar el cuerpo, la vida y de esta forma la sociedad. Releyendo a Foucault, asistimos no sin sorpresa a la demostración que su teoría se enlaza dramáticamente con la realidad. Se le permite a ese poder, sin tapabocas, atribuirse decisiones de cualquier índole y confinar y controlar como un gran experimento social sin precedentes. Porque lo que paraliza es el miedo a enfermar y a morir. Frente al poderoso entramado normativo que se construye, nadie dudaría que lo hace por nuestro bien. O por el bien colectivo, que es el de la suma de los individuos. No existe razón más convincente que alguien asegure por todos los mecanismos posibles que es “por tu bien”. Por la vida. Así, tenga o no tenga razón en lo que dice o hace, resultamos convencidos. Caso contrario, vendrá el fuego sagrado del patógeno y fulminará a la sociedad en su conjunto. Y así respondemos. No lo debatimos, nadie nos consulta, nadie comparte una alternativa de decisión. Porque tampoco tomamos conciencia de nuestras responsabilidades individuales y colectivas, Y como además la política sigue jugando sólo a ver quién gana la partida, la salud y el sistema organizado para preservarla también se terminan salpicando del barro en que ésta se hunde.
¿El fin siempre justifica los medios? Cuando aparece una buena causa –porque salvar vidas siempre es una buena causa– lo justifica todo. Entonces, miles y miles de ciudadanos motivados por la causa, así como son solidarios, también se vuelven denunciadores seriales impiadosos con los que rompen las reglas taxativas. ¿Y si esa conducta dual, propia de nuestras sociedades cargadas de un virus tan corrosivo como el de la hipocresía, llegó para quedarse? No será esa -la “buena causa” y su potencialidad de generar control social- uno de los fundamentos distópicos de la tan mentada y aún desconocida “nueva normalidad”.
El jinete de la Corona, como toda cuestión biológica, no nos dejará tan rápido. Más cuando su caballo siga desbocado. No hemos tenido tiempo de preguntarnos aún como sociedad de qué forma pasaremos de las estrictas fases sanitarias a las fases más aceptables de la mejora social. O bajo qué nueva modalidad volveremos algún día a disfrutar un poco más de esa libertad que perdimos hace ya más de un año. Quizás estemos escribiendo la historia de lo que poco a poco dejaremos de ser para ir hacia esa “nueva normalidad” que en cierta forma nos preocupa. Será un momento donde el destino de las personas se hará común apenas podamos salir de las trincheras sanitarias que cada uno cavó en su casa. Apenas podamos divisar qué pasó en el entramado social después que se haya retirado el tsunami covidiano.
¿Tendrán capacidad los Estados para conducir la futura supervivencia económica de las pequeñas empresas que creaban trabajo, de las grandes empresas con stocks acumulados y especialmente el destino de los más pobres (y los que se han sumado desde la informalidad) incapaces de sobrevivir a los difíciles tiempos por venir? Si hay algo que el virus no hace es discriminar según clases sociales o niveles de ingresos, atacando a todas las personas por igual. Pero para su velocidad de propagación resultan un factor clave las diferentes condiciones de vida de los sectores sociales.
En las grandes ciudades se dan naturalmente amplias desigualdades que previsiblemente se ensancharán y harán más visibles por la pandemia. Esa mayor incidencia del coronavirus en sectores vulnerables –a medida que se expande la enfermedad– será un problema generalizado en todos los países de la región. Y existe el peligro real que, más allá de sus consecuencias económicas, el virus se transforme en una enfermedad endémica de la pobreza. Entonces, sólo con el mercado no alcanzará para resolverlo. Será necesario un delicado equilibrio de las dos manos del Estado. La derecha para conducir la economía, y la izquierda para compensar las desigualdades y los agobios sociales. Ahí se pondrán también en juego las capacidades como sociedad para definir cuál será la “nueva normalidad”. Si la del control que imaginó Orwell para evitar ciertas formas naturales de “rabia colectiva” y desobediencia, o la del esfuerzo solidario junto con el Estado para sacar –con todos sus actores sociales– a cada país del pantano en que lo hundió este aborrecible virus.
Quizás sobrevenga una sociedad donde lo que era contacto físico se admita como distante y hasta virtual, acostumbrada a convivir entre miedos y controles. Que la expresión del afecto sea administrada con la máxima prudencia, porque la proscripción de la cercanía ha resultado ser el salvavidas sanitario para mantenerse lejos del riesgo. Ya no se extenderá la mano tan fácilmente a un desconocido, y quedará como un acto de extrema valentía. Será difícil poder visualizar gestos detrás del conglomerado de tapabocas que circularán por las calles, en los cuales la risa y tristeza sólo podrán dibujarse artificialmente. Lo que seguramente no podremos admitir como “nueva normalidad” será un mundo donde se pretenda enmascarar la libertad y los derechos de cada uno. Como tampoco un mundo donde el Estado sea un simple administrador empoderado –pero histéricamente compulsivo– del Biopoder y la Biopolítica.
 

(*) Titular de Análisis de Mercados de Salud. Universidad ISALUD.

 

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