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La necesidad de cambios profundos en la sociedad
argentina resulta indiscutible, pero lo cierto es que
más allá de discrepancias sobre el sentido de los
mismos, lo que comparten los distintos gobiernos y
expresiones políticas es la total impotencia para
efectuarlos. Se limitan, en el mejor de los casos, a
administrar el presente estado de cosas, en lugar de
gestionar su transformación hacia el futuro.
Efectivamente, transformar el aparato productivo, crear
puestos de trabajo, revolucionar la educación y la
formación profesional, modernizar el sistema de
administración pública, transparentar el sistema
judicial y reformar el marasmo sanitario, son poco más
que buenos deseos, y no agendas de trabajo político. Ni
siquiera fueron eslóganes de campaña electoral. Todo se
reduce a “escuchar a la gente”, “volver a ser felices”,
o vociferar sustantivos abstractos.
Cuando hubo propuestas de reforma (sanitaria, judicial)
terminaron cajoneadas antes de empezar frente al veto
cruzado y la falta de acuerdos. Tenemos una sociedad
civil intensa y demandante pero anestesiada o
domesticada frente a los grandes condicionamientos;
corporaciones reticentes al cambio que buscan acomodarse
frente a la adversidad más que adaptarse creativamente
involucrándose con transformaciones conjuntas de fondo.
Por último, una pobreza estructural sedimentada en
décadas, que deja en el archivo histórico a la sociedad
de estándares más parecidos a países desarrollados que a
los vecinos latinoamericanos.
¿Cómo superar este estancamiento? El cambio social
requiere del encuentro de la ciudadanía con una
dirigencia que la escuche, pero que no la obedezca
ciegamente. Que la lidere pero que no la arree. Que no
le diga lo que quiere escuchar, sino que la convenza de
hacer lo que necesita ser hecho. Que en definitiva
interprete las necesidades y que no se haga eco de sus
demandas.
Por allí hay que empezar. Por conocer, reconocer y
detallar las necesidades, y con ellas, las falencias,
negligencias y errores, como puntapié inicial para
trazar un plan de recomposición. En medicina,
necesitamos un plan de formación y capacitación a lo
largo y ancho del país, que surja del trabajo combinado
del Consejo Federal de Salud y del Consejo Federal de
Educación, con énfasis en la Secretaría de Políticas
Universitarias, y la colaboración de los colegios y
sindicatos médicos.
Pero esta y otras transformaciones requieren de precisar
el diagnóstico, y transparentar el verdadero estado de
situación en que nos hallamos inmersos. Poder ver “el
océano” y no simplemente agua. Entonces, ¿cómo abordar
la complejidad? En primer lugar, evitando la confusión
que genera el “efecto de aturdimiento” alimentado con
información no sistematizada ni verificada. En segundo
lugar, con un detenido estudio de la configuración
social pospandémica. En tercer lugar, estudiar el grado
de interacción entre los contenidos y las estructuras.
Los contenidos dependen de conocimiento validados,
pericias en su empleo y normas y procedimientos. Las
estructuras, por su parte, dependen de la gobernanza,
responsabilidad e idoneidad. Todo lo cual debe ser
articulado por un Gabinete Estratégico de Gestión
Operativa (GEGO), que he desarrollado en otros escritos
a propósito de la gestión de la pandemia, pero más allá
de ella.
Pero volviendo a las universidades, ¿cómo enseñar cuando
la necesidad es el requerimiento de replanteos
estratégicos en una Argentina más pobre, más desigual y
sufriente? Se debe enseñar no solo a hablar, escribir y
leer, sino también a pensar, analizar, proponer e
innovar con audacia intelectual. Hoy, por el contrario,
prevalece un conformismo que equivale a pasividad. En
ese estado de beligerancia, su rol era primario: ¿cómo
formar nadadores salvavidas sin piletas de natación? Con
universidades “en cuarentena”, donde predominó la
resignación y el silencio, una universidad minimalista
que nos obliga a recordar a la frase de Edgard Faure:
“la inmovilidad se ha puesto en marcha y no sé cómo
detenerla”.
En plena bruma, la pandemia deslumbró en toda su
magnitud:
-
La indefensión sanitaria.
-
La fragmentación y reducción de los “nidos de
maestros”.
-
La postergación de las tareas primordiales en el
espacio sanitario.
Diariamente, vemos cómo se reiteran errores, clara
muestra del no inicio de una acción en correspondencia
con la planificación estratégica. Como advirtió
Tartakower Savielly: “la táctica consiste en saber qué
hacer cuando hay algo por hacer; la estrategia, en saber
qué hacer cuando no hay nada que hacer”. Así, seguimos
“esperando a Godot” y dándole la razón a José Ingenieros
por aquello de que “la mediocridad es más contagiosa que
el talento”, con una dirigencia que ensaya golpes
tácticos cuando se trata de erigir tres grandes pilares
del verdadero cambio: estrategia, estructura y cultura
laboral, que son las que infunden metas y el sentido a
nuestra labor a fin de revertir la decadencia.
No necesitamos médicos héroes, enfermeros resilientes,
ni ministros salvadores, necesitamos transformar las
estructuras de formación, atención y gestión sanitaria
(universidades y facultades, hospitales y centros de
atención primaria, ministerios y secretarías) para
readecuar los contenidos (especializaciones y enfoques,
pedagogía y didáctica, práctica de protocolos
procedimentales, de clínica, laboratorio, de
prioridades, investigación, monitoreo, registro de
eventos adversos, transparencia de las partidas
presupuestarias, y un largo etcétera). Como herramientas
“dispositivas” que den sustento a una gobernanza hoy
inexistente que conjugue contenidos con estructuras que
interactúen.
Necesitamos una nueva Reforma Universitaria que retome y
redoble las banderas de la centenaria de 1918, pero que
readecúe valores y prácticas a las realidades de este
siglo. A su población, al mundo globalizado, a los
desafíos y oportunidades tecnológicas, a la altura de la
ciencia actual, a la práctica profesional. Que se
transforme para transformar.
Que su autonomía no signifique aislarse de las
realidades profesionales, laborales, económicas,
políticas; sino que sea un aporte de fortalecimiento
académico no servil a ninguna corporación ni dirigencia,
pero en diálogo con ellas al servicio de la sociedad. En
definitiva, que se involucre en un proyecto de Nación,
en lugar de esconderse en la comodidad de la virtualidad
y en la inercia burocratizada de expender títulos
crecientemente degradados.
Debemos retornar a un pensamiento crítico como sustento
de una planificación estratégica acorde a fines
concretos en confluencia con un pensamiento operacional
administrado con honestidad y responsabilidad. Para
alcanzar así un nuevo paradigma sanitario que articule
la diversidad coordinando un sistema de salud dinámico
en correspondencia con las pautas científico-técnicas y
a una población en constante evolución. Tal sería un
aporte a la democracia del siglo XXI: construir
gobernabilidad al fortalecer instituciones que se
legitiman brindando soluciones a problemas acuciantes y
permanentes.
En otras palabras, empecemos a bucear en las
profundidades del océano, en vez de ahogarnos en un vaso
de agua.
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(*) Doctor en Medicina
por la Universidad Nacional de Buenos Aires
(UBA). Director Académico de la Especialización
en “Gestión Estratégica en organizaciones de
Salud”; Universidad Nacional del Centro -
UNICEN; Director Académico de la Maestría de
Salud Pública y Seguridad Social de la
Universidad del Aconcagua - Mendoza; Co Autor
junto al Dr. Vicente Mazzáfero de “Por una
reconfiguración sanitaria pos-pandémica:
epidemiología y gobernanza” (2020). Autor de “La
Salud que no tenemos” (2019); “Argentina
Hospital, el rostro oscuro de la salud” (2018);
“Claves jurídicas y Asistenciales para la
conformación de un Sistema Federal Integrado de
Salud” EUDEBA - 2012 “En búsqueda de la salud
perdida” (2009); “La Fórmula Sanitaria” (2003)
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