|
“Verdaderas columnas de males colectivos están avanzando
sobre la población. ¿Cómo se combatieron? De manera
totalmente irracional. A cada médico le dieron su
ciencia y su título, y él fue solo a buscar los enfermos
o los enfermos fueron a buscarlo a él para que los
curara en trabajo individual. Es lo mismo que si el país
se preparara para una invasión y llamáramos a cada
ciudadano y le dijéramos: vea, cuando vengan los vamos a
parar. Es probable que no paráramos a nadie. La lucha
contra el mal colectivo hay que hacerla con un ejército
colectivo. Salud pública es ese ejército que ha de
combatir colectivamente a los males colectivos”. J. D.
Perón, ante un auditorio médico, julio de 1943.
Cuando en Europa aparecían múltiples denuncias sobre la
deficiente situación sanitaria de la población
asalariada, Alemania, cuna de un pensamiento que
asignaba al Estado responsabilidad central en el
progreso sanitario, tuvo en el creador de la patología
celular, Rudolph Virchow, un apasionado promotor de la
idea de la medicina como ciencia social, aseverando que
la política no era otra cosa que medicina en gran
escala.
Desde entonces, nuestro país ha tenido referentes a
nivel local e internacional de ese pensamiento; como
Emilio Coni, quién cuando Adolfo Alsina le encargó
dirigir la Asistencia Pública, entendió que debía
agregar una repartición encargada de la protección de la
salud colectiva; Salvador Mazza, profesor de
bacteriología tras Carlos Malbrán; Carlos A. Alvarado,
infatigable luchador contra la malaria, son algunas de
las figuras que contribuyeron a la construcción de un
prestigio inmenso en la salud pública, hasta que en 1941
se creó en Santa Fe el primer ministerio argentino con
la denominación de Ministerio de Salud Pública y
Trabajo, y finalmente el 23 de abril de 1946, se asignó
a la Dirección Nacional, la categoría de Secretaría de
Estado dependiente de Presidencia, con jerarquía de
Ministro, para su primer titular, el Dr. Ramón Carrillo.
Muchos años después, sabemos qué médicos tratan del
corazón y cuáles lo operan, pero habitualmente
desconocemos a quienes se ocupan de procurar que la
salud del conjunto de la población sea mejor. Esos
profesionales muestran como el exceso de contaminación
atmosférica en áreas metropolitanas causa miles de
muertes al año e identifican qué políticas podrían
evitar el desastre. Evalúan y aseguran que los productos
químicos que usamos no nos causan perjuicios y vigilan
la aparición de enfermedades contagiosas, para
establecer las medidas preventivas.
Planifican la administración de vacunas, hacen que se
alcancen coberturas muy altas y aplican intervenciones
de promoción de salud para disminuir la frecuencia de
obesidad en la población, o evalúan la efectividad de
una acción preventiva como la detección precoz de cáncer
de mama, que sólo puede juzgarse en poblaciones, viendo
lo que ocurre con miles de mujeres, y las perfeccionan
para recomendarlas cuando los beneficios superan los
perjuicios.
Deben dominar complejas y diversas competencias y
debería preocuparnos que las dominasen muy bien, pues
cuando sufrimos una enfermedad respiratoria, la causa
puede ser la exposición pasiva al tabaco o cuando
enfermamos de cáncer por un contaminante ambiental, su
trabajo acertado podría haberlo evitado. Si los
fallecimientos de una enfermedad se muestran caso a caso
como por ejemplo se ha estado haciendo con la pandemia
de Covid-19 nos impresiona y alarma, pero saber que cada
día se mueren decenas de personas por contaminación,
accidentes viales o exposición pasiva al tabaco nos pasa
desapercibido, nos llama menos la atención.
Lo paradójico, es que mucha tragedia y sufrimiento es
evitable si se adoptan adecuadas políticas de salud
pública en cuya aplicación trabajan profesionales, cuya
pericia nos debería importar, a pesar de que resultan
poco menos que invisibles para nuestro sistema de salud.
Tan invisibles o imperceptibles como esas muertes y
enfermedades evitables.
Hace muchos años cuando la formación en salud pública
era escasa y dispersa, ya nuestro país tenía iniciativas
que contribuían a la formación y el interés por ella, y
una brillante escuela se forjo con esfuerzos
desinteresados y compartidos, reunió a personas, en un
afán de innovar y mejorar la práctica de los que
trabajan cuidando a toda la población.
Nuestros sanitaristas son poco reconocidos, especial y
llamativamente cuando debe elegirse el ministro de
salud. Es difícil agradecer por sucesos no ocurridos
(cuando el trabajo perseverante logra que una población
mejore su salud esta no lo sabrá); como todas las
políticas cuyos resultados son tangibles a largo plazo
en ellas se demuestra la calidad de la fibra democrática
de una sociedad, y encarna ese compromiso democrático y
cívico de trabajo compartido y perseverante por la
mejora del bienestar de la comunidad.
Aun teniendo en cuenta que salud pública es un término
muy amplio e implica arte, ciencia, conocimiento y
acciones podría estar en riesgo de desaparición y que
haya una correlación con determinadas ideologías
políticas, pero no se nos ocurriría dejar de operar,
aunque pudimos borrar la salud pública como algo
accesorio. Sobre todo, esa que va más allá de las
vacunas y los cribados.
Pero cuidado, y esta es una reflexión para aquellos que
queremos mantener la visibilidad de la salud pública:
puede que tengamos que ser más audaces a la hora de
operativizarla. Al menos insisto, esa que está más allá
de determinados programas ya muy bien
institucionalizados.
Hacer buena salud pública también va más allá de
mantener cargos e instituciones con esta palabra. Por
ello y para evitar su desaparición es necesario generar
entornos favorables donde puedan mantenerse ideas,
discusiones y realizar intervenciones en su abogacía y
defensa. Y esto tiene que ver con el poder real que no
tiene ni ha tenido la salud pública en nuestro contexto
en los últimos años. Se ha realizado por parte de casi
todos un silencio épico e inquietante sobre la situación
de la salud pública.
El análisis de las causas es complejo, pero está muy
bien pararnos y pensar el porqué, se pueden paralizar
estructuras y programas de eficacia probada en salud
pública, pero no se deja de escribir sobre medicina
personalizada, innovaciones tecnológicas en la era de la
cronicidad, o de poco impacto en la salud colectiva de
las poblaciones y sobre todo de las personas más
desfavorecidas.
Le doy bastante importancia a los símbolos y nuestros
organismos de salud pública, son elementos simbólicos
imprescindibles. Tenemos proyectos y programas, personas
y equipos, para seguir avanzando juntos hacia una nueva
salud pública. Una de las preguntas claves que tendremos
que hacernos no será qué ha hecho por la pandemia la
salud pública en el último año, sino qué hemos hecho por
la salud pública en los últimos treinta años.
|