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Hace un par de años en esta misma revista se publicó una
columna de mi autoría bajo el título “En defensa de la
Medicina”. En los párrafos finales de aquella nota, y
haciendo referencia al impacto de la tecnología en la
práctica asistencial, afirmaba que no podíamos saber
cómo serían los pacientes del futuro, pero que sí
podíamos afirmar - y citaba a Daniel Flichtentrei- que
“el objeto de la medicina no es el conocimiento sino el
padecimiento. La información es un insumo, una
herramienta, no un fin”.
Agregábamos también que el dominio del padecimiento es
el de la subjetividad, donde radica lo esencialmente
humano.
En el mismo artículo reproducía una frase tomada de
Henry Marsh: “…la verdadera tragedia no es que Google se
convierta en médico, algo muy improbable, sino que los
médicos nos convirtamos en Google, en meros
recopiladores de datos”.
La conclusión era que la cuestión central de cómo se
moldearía el futuro del ejercicio de la medicina
dependía no tanto de las herramientas sino de los
valores que sustentaran su utilización.
Y, al final alertaba sobre la importancia de no dejar
que el mercado (o el mercadeo) convenciera a las
personas de que el acto médico se resumía en una
operación de recolección de datos y obtención de unos
resultados lógicos -que eso eventualmente podría llegar
a hacerlo mejor la tecnología- sino, por el contrario,
demostrar cada día que el encuentro clínico es
esencialmente un espacio de comunicación significativa
entre personas.
Desde la publicación de aquella columna, en marzo de
2019, la cuestión de la necesidad de recuperar el
carácter fundamentalmente humanístico del quehacer
sanitario se ha vuelto más acuciante, y ya no sólo en
relación con el valor instrumental de la tecnología en
salud, o el ámbito de la microgestión clínica; sino
también, creó a la hora de discutir sobre las reformas o
cambios más o menos estructurales de los cuales, campaña
electoral mediante, empieza a hablarse.
Sabemos que la cuestión de la reforma sanitaria no es un
tema menor, considerando la historia, los intereses,
culturas y posicionamientos de los principales actores
del sector, nuestro sistema político, y las
consecuencias sanitarias. Su futuro, de hecho, es hoy
incierto. Pero en cualquier caso nuestro sistema
requiere una revisión desde las bases.
En este punto la hipótesis que propongo es que sin la
adopción de un conjunto de valores fundamentales -tales
como la honestidad, la sensibilidad, la prudencia, el
respeto y la responsabilidad- no habrá formulación
técnica que pueda ser exitosa. Es decir: no habrá cambio
o reforma que funcione.
De hecho, sobran los ejemplos de nuestra capacidad como
país para fracasar en la implementación de modelos
programáticos e institucionales que en otras tierras son
útiles para gestionar exitosamente el conflicto social y
asegurar mucho mejores resultados en términos de
desarrollo económico y social.
Hoy ya no alcanzaría con dejar de robar por un par de
años, como alguna vez afirmó en tono de autocrítica un
encumbrado dirigente sindical.
El deterioro es mayor que entonces. Tan mal está la
situación que resulta muy difícil entrever alternativas
en, al menos, el mediano plazo, aunque no falten entre
nosotros capacidad técnica o inteligencia para salir del
atolladero.
Tan complicado está todo que es necesario revisar las
bases mismas donde se asienta nuestra confianza en el
sistema democrático y republicano, y fortalecerlas.
Por supuesto, lejos de la ingenuidad, tal adopción no
puede quedar librada a un mero ejercicio del
voluntarismo - aunque implica, efectivamente, una
apelación a revisar nuestras propias convicciones y
elecciones personales al respecto- sino que requiere
cuestionar desde la política las condiciones que
promueven el cada vez mayor deterioro de la calidad de
las instituciones de la república -que debieran
funcionar como garantías de la libertad y la justicia-
y, por lo tanto, el progresivo empeoramiento de la
convivencia, la inequidad, el individualismo y, en
definitiva, el agravamiento de la anomia social.
¿Es posible imaginar un peor escenario para la salud de
los argentinos?
En términos filosóficos, una ética social de mínimos,
implica establecer al menos un conjunto básico de
principios que todos podamos compartir y que fundamenten
condiciones de convivencia en un clima de justicia.
Esos principios básicos no tienen nada que ver con
acuerdos instrumentales de carácter partidario,
particularmente inútiles, además, cuando quien los
convoca es parte de una dirigencia que ha hecho culto de
exactamente lo contrario.
Una ética de mínimos se refiere al acuerdo sobre valores
unívocos que permita construir una ética de la
convivencia democrática, establecido socialmente un
acuerdo general sobre este conjunto de valores
fundamentales a respetar, para que luego cada quien
pueda vivir según sus propias convicciones (sus máximos
valores, filosóficos, religiosos o espirituales) con
libertad.
Implica, por lo tanto, una ética laica: es decir, la
existencia de un código moral de partida, independiente
del mandato de la fe, y basado entonces en la
racionalidad ante la necesidad de sobrevivir a la crisis
y prosperar como comunidad. Hablar de moral no debiera
resultarnos tan extraño.
(*) Médico Paliativista. Master en Economía y
Ciencias Políticas.
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