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Opinión


Moral y reforma

Por el Dr. Javier Vilosio (*)

 
Hace un par de años en esta misma revista se publicó una columna de mi autoría bajo el título “En defensa de la Medicina”. En los párrafos finales de aquella nota, y haciendo referencia al impacto de la tecnología en la práctica asistencial, afirmaba que no podíamos saber cómo serían los pacientes del futuro, pero que sí podíamos afirmar - y citaba a Daniel Flichtentrei- que “el objeto de la medicina no es el conocimiento sino el padecimiento. La información es un insumo, una herramienta, no un fin”.
Agregábamos también que el dominio del padecimiento es el de la subjetividad, donde radica lo esencialmente humano.
En el mismo artículo reproducía una frase tomada de Henry Marsh: “…la verdadera tragedia no es que Google se convierta en médico, algo muy improbable, sino que los médicos nos convirtamos en Google, en meros recopiladores de datos”.
La conclusión era que la cuestión central de cómo se moldearía el futuro del ejercicio de la medicina dependía no tanto de las herramientas sino de los valores que sustentaran su utilización.
Y, al final alertaba sobre la importancia de no dejar que el mercado (o el mercadeo) convenciera a las personas de que el acto médico se resumía en una operación de recolección de datos y obtención de unos resultados lógicos -que eso eventualmente podría llegar a hacerlo mejor la tecnología- sino, por el contrario, demostrar cada día que el encuentro clínico es esencialmente un espacio de comunicación significativa entre personas.
Desde la publicación de aquella columna, en marzo de 2019, la cuestión de la necesidad de recuperar el carácter fundamentalmente humanístico del quehacer sanitario se ha vuelto más acuciante, y ya no sólo en relación con el valor instrumental de la tecnología en salud, o el ámbito de la microgestión clínica; sino también, creó a la hora de discutir sobre las reformas o cambios más o menos estructurales de los cuales, campaña electoral mediante, empieza a hablarse.
Sabemos que la cuestión de la reforma sanitaria no es un tema menor, considerando la historia, los intereses, culturas y posicionamientos de los principales actores del sector, nuestro sistema político, y las consecuencias sanitarias. Su futuro, de hecho, es hoy incierto. Pero en cualquier caso nuestro sistema requiere una revisión desde las bases.
En este punto la hipótesis que propongo es que sin la adopción de un conjunto de valores fundamentales -tales como la honestidad, la sensibilidad, la prudencia, el respeto y la responsabilidad- no habrá formulación técnica que pueda ser exitosa. Es decir: no habrá cambio o reforma que funcione.
De hecho, sobran los ejemplos de nuestra capacidad como país para fracasar en la implementación de modelos programáticos e institucionales que en otras tierras son útiles para gestionar exitosamente el conflicto social y asegurar mucho mejores resultados en términos de desarrollo económico y social.
Hoy ya no alcanzaría con dejar de robar por un par de años, como alguna vez afirmó en tono de autocrítica un encumbrado dirigente sindical.
El deterioro es mayor que entonces. Tan mal está la situación que resulta muy difícil entrever alternativas en, al menos, el mediano plazo, aunque no falten entre nosotros capacidad técnica o inteligencia para salir del atolladero.
Tan complicado está todo que es necesario revisar las bases mismas donde se asienta nuestra confianza en el sistema democrático y republicano, y fortalecerlas.
Por supuesto, lejos de la ingenuidad, tal adopción no puede quedar librada a un mero ejercicio del voluntarismo - aunque implica, efectivamente, una apelación a revisar nuestras propias convicciones y elecciones personales al respecto- sino que requiere cuestionar desde la política las condiciones que promueven el cada vez mayor deterioro de la calidad de las instituciones de la república -que debieran funcionar como garantías de la libertad y la justicia- y, por lo tanto, el progresivo empeoramiento de la convivencia, la inequidad, el individualismo y, en definitiva, el agravamiento de la anomia social.
¿Es posible imaginar un peor escenario para la salud de los argentinos?
En términos filosóficos, una ética social de mínimos, implica establecer al menos un conjunto básico de principios que todos podamos compartir y que fundamenten condiciones de convivencia en un clima de justicia.
Esos principios básicos no tienen nada que ver con acuerdos instrumentales de carácter partidario, particularmente inútiles, además, cuando quien los convoca es parte de una dirigencia que ha hecho culto de exactamente lo contrario.
Una ética de mínimos se refiere al acuerdo sobre valores unívocos que permita construir una ética de la convivencia democrática, establecido socialmente un acuerdo general sobre este conjunto de valores fundamentales a respetar, para que luego cada quien pueda vivir según sus propias convicciones (sus máximos valores, filosóficos, religiosos o espirituales) con libertad.
Implica, por lo tanto, una ética laica: es decir, la existencia de un código moral de partida, independiente del mandato de la fe, y basado entonces en la racionalidad ante la necesidad de sobrevivir a la crisis y prosperar como comunidad. Hablar de moral no debiera resultarnos tan extraño.

(*) Médico Paliativista. Master en Economía y Ciencias Políticas
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