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¿Pueden nuestros financiadores de
la salud seguir desafiando los altos precios que imponen
en forma cada vez más frecuente las BigPharma a las
moléculas monoclonales innovadoras y futuras terapias
génicas en el campo de la terapia oncológica? Una
pregunta que surge de reconocer que mientras el gasto
promedio per cápita público en salud en la mayoría de
los 36 países que forman la OCDE está por encima de los
u$s 4.000, en América latina resulta sólo de unos u$s
1.000, con un fuerte componente de bolsillo.
De allí que el dilema que pasan a enfrentar es que,
frente al imperativo bioético de “salvar vidas” o “dar
todas las batallas al cáncer” y al estar vinculados
profesionales e industria, el tema se transforma en una
cuestión de tal profundidad de debate que llega a
superar la simple cuestión respecto de si los
medicamentos elegidos son realmente efectivos y aportan
la suficiente mejora en la calidad de vida como valor
(utilidad) para aceptarlos sin cuestionamientos. Este
gap tensional, que a veces incluye aspectos más
emocionales que bioéticos y más económicos que
sanitarios, resulta un complejo desafío para quienes
tienen que tomar decisiones de financiamiento entre
recursos que se tornan escasos y demandas que se elevan.
Con el costo de oportunidad que esto implica.
En la mayoría de los mercados, oferta y demanda,
competencia y opciones de los consumidores reducen las
fluctuaciones arbitrarias que se aplican a los precios
si se tiene en cuenta el valor real (cuestión de
utilidad ya mencionada). Pero en el contexto del opaco
mercado de medicamentos -especialmente en la banda
oncológica a la que se suma la de las enfermedades poco
frecuentes, el poder de las moléculas innovadoras no
sigue este patrón-.
Porque los precios de las drogas ya existentes en el
mercado pueden aumentar drásticamente más de un 30% en
un año sin que existan razones claras y validadas para
ello. Y mucho más si se trata de las llamadas
innovadoras disruptivas que recién ingresan al mercado,
con todo el poder que les otorgan las patentes. Esto
sucede más allá que los supuestos costos de
investigación y desarrollo se hayan amortizado,
especialmente después que la molécula adquirió la
categoría de blockbuster. Pretender demostrar que se
trata de aumentos del lado de la demanda, cuando ésta no
tiene capacidad de decisión, sino que la misma surge de
los profesionales intervinientes, no puede explicar por
sí sola tales variaciones.
¿Dónde reside entonces este particular comportamiento
del mercado de medicamentos oncológicos? La presión
tecnológica no es simplemente un reto más. Es un reto
tan importante que puede poner sobre la cuerda floja la
sostenibilidad de cualquier sistema de salud. Si se lo
analiza a nivel mundial, es posible considerar tres
instancias:
En primer lugar, los gobiernos de los países centrales
vienen generando sistemas regulatorios contradictorios
sobre estas moléculas, entre quienes desafían los
estándares “aceptados” de valor y aquellos que
restringen la potencial capacidad de los pagadores de
aceptar ciertas moléculas y negociar los precios. Por
ejemplo, mientras el Reino Unido dispone de un Fondo de
Medicamentos contra el Cáncer y los financia en base a
evidencias incontrastables de valor, la legislación en
Estados Unidos limita la capacidad de Medicare -el
seguro médico estatal para adultos mayores de 65 años-
de negociar los precios de los medicamentos. Además,
obliga al financiador a pagar por las moléculas
oncológicas consideradas “indicación médicamente
aceptada” y le impide establecer mecanismos de
intercambiabilidad.
Es decir que -a contramano de las ventajas de un Fondo-
Medicare no puede considerar si un medicamento realmente
vale en términos terapéuticos su precio de venta, ni
negociar precios en función de otros más económicos y
disponibles en el mercado. De aquí que, si otros países
están pagando altos precios por tales medicamentos, le
resulte más fácil a la industria justificarlos incluso
frente a mercados emergentes. Es lo que sucede en
América latina, y especialmente en la Argentina, que
posee precios de monoclonales incluso más altos que en
sus países de origen. Sin dejar de tener en cuenta que
algunos medicamentos brindan sólo pequeños beneficios,
como prolongar la vida en pocos días o semanas quizás
con una calidad de vida disminuida. Esos medicamentos no
tienen un buen valor.
En segundo término, existe una falta de competencia
significativa para muchas moléculas oncológicas. La
insuficiencia de tecnología disponible impide a muchos
países -como el caso de América latina- desarrollar
biosimilares que permitan reducir mínimamente un 20% el
precio de la molécula original. Esta suerte de
“dependencia tecnológica” es favorecida por la propia
industria dominante, y su “ruptura” no parece ser
advertida como ventaja competitiva en el componente
industrial por parte de los países con economías en
desarrollo. La falta de competencia en el mercado de
medicamentos oncológicos se ve agravada por la frecuente
irrupción de nuevas moléculas biotecnológicas de
efectividad no bien contrastada, siempre más difíciles
de replicar que los medicamentos químicos de molécula
pequeña.
Finalmente, el mercado de medicamentos oncológicos de
alto precio aparece fuertemente influenciado y
condicionado por consideraciones de tipo existencial y
moral, específicamente el miedo a la muerte y la
discapacidad y el deseo de una mayor cantidad y calidad
de vida. Los pacientes con cáncer, sus familiares y los
oncólogos tratantes a menudo están predispuestos a
probar y aceptar nuevos medicamentos con la esperanza
que resulten ciertamente efectivos, independientemente
de su precio o de la perspectiva de beneficio real que
puedan aportar como valor. Con frecuencia bastante
limitado.
Mientras haya quien pueda financiarlos, o quien pueda
lograr por la instancia judicial la aceptabilidad de su
uso, no habrá razones valederas para que la industria
considere reducir sus precios astronómicos. La
esperanza, el miedo y la desesperación de los pacientes
y sus familias frente a una enfermedad tan devastadora
en su evolución, junto a las características únicas del
mercado de los medicamentos oncológicos, establecen las
condiciones para crear una “tormenta perfecta” sobre los
financiadores, al no poder ponérsele freno al incremento
de los costos de tratamiento a partir de sus precios. A
menos que sea posible introducir incentivos regulatorios
que permitan recompensar la innovación genuina que
efectivamente agrega valor a la vida del paciente, y a
la vez asegurarles a los financiadores que recibirán un
valor de oportunidad suficiente por el dinero que deben
erogar para cubrirla.
Algunos medicamentos oncológicos resultan muy eficaces
pero muy costosos, y al tener un buen valor debieran
estar disponibles para todos los pacientes que pudieran
beneficiarse de su uso. Con otros no ocurre lo mismo. Y
como frente a la innovación tecnológica en el tema de
los medicamentos oncológicos los recursos financieros
son locales mientras que el conocimiento sobre las
opciones terapéuticas resulta universal, surge como
estratégico desde la política sanitaria -a partir del
conocimiento que provee la economía de la salud
encontrar mecanismos regulatorios para aquellas
moléculas que en forma comparada a nivel internacional-
exceden sus precios respecto del valor o utilidad
comprobada.
En forma concurrente, la propia sociedad también debiera
exigir el acceso a los medicamentos que necesita, pero a
un precio y un valor terapéutico que el sistema de salud
financiado con fondos públicos o de los seguros sociales
pueda efectivamente pagar. De lo contrario, estas
terapias quedarán disponibles sólo para aquellos que
puedan encontrar como financiarlas, en un sendero de
limitaciones bioéticas basadas en tomar decisiones sobre
quién vivirá y quién morirá.
De allí que futuras inversiones en ciencia y tecnología
resulten estratégicamente necesarias para respaldar una
sólida industria regional y local que promueva
competencia sana, por ejemplo, en el campo de los
biosimilares. La investigación biomédica y el apoyo a la
ciencia, más una mejor infraestructura regulatoria son
esenciales para garantizar que los medicamentos se
evalúen y utilicen de manera eficiente y eficaz.
Para lograrlo, en América latina existe con diverso
grado de desarrollo un complejo fármaco-industrial y
recursos humanos calificados aptos para profundizar
esfuerzos de colaboración entre sus países,
oportunamente evidenciado a partir que dos de ellos
-Brasil y la Argentina- han sido elegidos por la OPS
para recibir tecnología destinada a desarrollar
plataformas ARNm.
Esta transferencia de tecnología -que resulta en un
formal reconocimiento a la capacidad científica- más una
cooperación estrecha y esfuerzos de inversión de los
gobiernos destinados a ofrecer un avance estratégico en
el campo de los biosimilares, sería un estímulo adecuado
para garantizarles valor en el tratamiento contra el
cáncer. Suficiente para establecer mejor comunicación
respecto de opciones terapéuticas y costos y favorecer
que los financiadores puedan acercarse y hacer
sustentable el objetivo del acceso asequible a
medicamentos oncológicos de alto valor para todos los
pacientes que los necesiten.
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(*) Titular de Análisis de Mercados de Salud. Universidad ISALUD. |
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