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En el origen de nuestra formación profesional, el componente
filantrópico cumple una función germinal. Es posible que muchos
de los cimientos vocacionales de la profesión médica, se hayan
gestado en la sublimación de un primario deseo de ayudar a
otros. El ejemplo del Dr. Albert Schweitzer (Premio Nobel de la
Paz 1952), más allá de su misión altruista, ha dejado en muchas
generaciones de médicos del Siglo XX, no sólo la impronta
benefactora de su ayuda a poblaciones sumergidas del África
Ecuatorial, sino también una trayectoria ética ejemplar, que
impregnó la figura del médico en el imaginario de las sociedades
posteriores a la 2ª Guerra Mundial. Su desprendimiento
profesional, su actitud misionera de raíz luterana, reforzaron
la visión del sacerdocio en sus tareas científicas, para
proteger a los vulnerables.
La vertiente filantrópica de la actividad asistencial tuvo un
precedente más cercano en nuestro país. Hasta mediados del Siglo
XX, la administración de los hospitales construidos por el
Estado era cedida a organizaciones benéficas, que en su mayoría
incluían un compromiso confesional. Aún hoy muchos hospitales,
además de su capilla —que en algunos casos es una iglesia con
todos los atributos litúrgicos—, tienen un pabellón para alojar
a las monjas, que se ocupan de controlar la higiene y la
limpieza de ropa de cama. A menudo el capellán vive dentro del
hospital y recorre las salas prestando apoyo espiritual a los
enfermos. Viejos hospitales viven en un clima recoleto, que se
acentúa en horarios vespertinos, debido a que la atención médica
funciona a pleno durante la mañana; pero por la tarde sólo
circulan los residentes —cuando los hay— y funciona la guardia
de emergencias. Como un remanente anacrónico, en muchos
hospitales los pacientes hacen cola desde la madrugada, para ser
atendidos después de las 8 o 9 de la mañana. Este escenario
transcurre, mientras proyectos innovadores están promoviendo
instrumentos de atención, ¡Con inteligencia artificial!
Es difícil imaginarse una estructura organizativa de naturaleza
empresarial, para este modelo institucional más adecuado para
monasterios de retiros espirituales. Sin embargo, pude apreciar
en Berlín, un hospital público universitario —Charité—,
inaugurado por el emperador Guillermo I de Prusia, a mediados
del Siglo XVIII. Tras una entrada majestuosa del sector
administrativo, se abre un edificio complejo de pabellones
totalmente reciclados, rodeados de jardines, con instalaciones
modernas y equipamiento de última generación. Pese a ser
público, su funcionamiento asistencial está financiado por la
Seguridad Social, y todas las actividades están meticulosamente
registradas y facturadas al ente recaudador. Las instalaciones
de la Facultad de Medicina, que están al fondo del predio,
tienen su propio financiamiento, que forma parte de los recursos
educativos del país. En 2010 asistí a una jornada en la
Legislatura porteña, donde relataban el funcionamiento del
Complejo Hospitalario Universitario de Poitiers (Francia), con
una dotación de 2.000 camas y un edificio cercano de la
Universidad. Fue llamativo el relato de que el complejo se
autofinanciaba con los recursos de la Seguridad Social y las
actividades universitarias. Sólo un 20% de sus gastos totales
los recibía del Estado, para tratamientos de alto costo e
inversiones especiales.
Por el contrario, nuestros hospitales públicos facilitan
gratuitamente sus instalaciones para las prácticas de los
estudiantes de universidades estatales, que se financian también
con recursos del Estado, pero de carácter educativo, no
asistencial. Aunque existen modalidades de financiamiento de la
demanda, como el Plan Nacer, la eficiencia administrativa de los
hospitales para facturar todas las prestaciones que realizan
está muy por debajo de lo aceptable. No hay razones para que los
servicios sólo funcionen plenamente durante la mañana, sin
explotar su equipamiento durante el horario vespertino, porque
implica un lucro cesante, al que el personal y las autoridades
están acostumbrados, porque no existe conciencia económica de
sustentabilidad, ni una gestión controlada del presupuesto. Los
servicios funcionan con una lógica adolescente, si los recursos
no alcanzan habrá que requerirlos al Ministerio respectivo, sin
otro contralor que la voluntad política de las autoridades. Los
presupuestos son ajustables, sin un régimen de premios y
castigos, ya que las direcciones hospitalarias no fueron
asignadas por competencia de méritos, sino por lealtad política.
Tampoco el personal está sujeto a calificaciones de desempeño en
su carrera, porque la influencia de los diversos sindicatos de
ese ámbito considera que la evaluación vulnera derechos
adquiridos por los trabajadores. Curiosamente, un texto de la
Fundación Soberanía Sanitaria consideraba que los servicios
privados estaban motivados por el lucro, mientras que el
propósito de los públicos era la equidad. Con un rendimiento
ocioso del patrimonio estatal, como el señalado, seguramente el
costo relativo de su producción es mucho mayor que el de las
inversiones privadas. ¿Se supone que el objetivo de producir es
lucrativo, mientras que el comportamiento ajeno al costo
presupuestario favorece la equidad?
Aliviados del peso moral de que el gasto dispendioso de esos
recursos lo financia toda la sociedad, las autoridades, los
profesionales y el personal no profesional de los servicios
públicos, no se consideran responsables del nivel de salud de
los usuarios de su área programática, sino operadores de una
maquinaria de propiedad estatal, sobre cuyo destino, la
principal responsabilidad le cabe al indefinido titular de ese
patrimonio. El camino, entonces, parece ser el de introducir
reformas que vinculen el desempeño hospitalario con su
evolución: una especie de adultez de gestión, donde todos los
bienes que genera el hospital queden atados a su propio
desenvolvimiento. ¿Por qué no va a ser posible, si en otros
lugares del mundo lo han logrado? ¿Existen reservas morales para
que los actores del campo de la salud se hagan cargo de este
mandato social, aún a expensas de sus intereses particulares?.
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