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Hacer más sencillas las elecciones que necesitamos realizar cada
día nos ayuda a sobrevivir, a eludir el agobio que produce el
enorme bombardeo de estímulos al que estamos sometidos
cotidianamente, a tolerar mejor la incertidumbre inherente al
futuro, y a tomar decisiones casi automáticamente.
Para muchas de esas decisiones automáticas nos entrenamos.
Pero pensar el mundo en términos de polaridades extremas
implica, en forma más o menos explícita, apartar de nuestra
atención o ignorar datos potencialmente significativos,
información valiosa (y probablemente cambiante) matices, miradas
y relatos diferentes que podrían enriquecer la calidad de
nuestras elecciones y nuestros actos.
Muchas veces, demasiadas, los políticos nos proponen visiones
extremadamente simplificadas de los problemas (bastante se ha
hablado, por ejemplo, de la lógica amigo/enemigo, tan difundida
entre nosotros).
Muchas veces, demasiadas, nuestras elecciones se resumen
finalmente en actos de fe: creemos o no creemos. De hecho, la
política no solo apela a nuestra racionalidad como ciudadanos,
sino que también, y probablemente cada vez con mayor intensidad,
busca resonar en nuestras emociones.
Además, vivimos en el siglo de la información y la urgencia. Ese
monumental flujo de estímulos e información que nos llega
diariamente, principalmente a través de las redes sociales y los
medios de comunicación, no es un fenómeno natural, sino
tecnológico, es decir: producto de intencionalidad e intereses.
Esas tecnologías tienen capacidad para saturar nuestra atención
con millones de datos cuya calidad no podemos discernir, nos
urgen a decisiones inmediatas, e influyen o determinan nuestras
acciones.
En el campo político internacional, las elecciones que ganó
Trump en EE. UU., o el referéndum del Brexit, son muestras de
esa capacidad de influencia. Y la potencial gravedad de sus
consecuencias.
Por otra parte, desconocer los intereses detrás de la
información nos expone a mucho de lo peor que hemos vivido
durante la pandemia en términos de comunicación masiva. (Ya
hemos escrito antes en esta columna sobre el problema de no
explicitar los conflictos de interés).
Es riesgoso, entonces, adherir sistemáticamente y mansamente a
la simplificación de cuestiones trascendentes. Aun aceptando que
lo trascendente puede ser distinto para cada uno de nosotros, es
imprescindible acordar en que hay ciertas cuestiones complejas
en las que la extrema simplificación -del tipo cruzo / no cruzo
frente a la luz de un semáforo- y eventualmente decidir nuestra
conducta política como expresión de creencias, tiene un costo
altísimo, potencialmente letal.
En el caso argentino, nos condena, como a Sísifo -aquel
personaje mitológico condenado por toda la eternidad a empujar
una enorme roca hacia la cima de una montaña, y nunca poder
lograrlo- a no superar nuestras reiteradas crisis nacionales, y
revivir cada vez (¿Cada cuatro años?) la fe de un nuevo
comienzo, en unos ciclos de esperanza y desilusión, que cada vez
son más costosos en términos sociales, y generan un progresivo
desgaste de la calidad del sistema institucional en el que se
fundamenta la república. Las consecuencias de ello no podrán ser
menos que trágicas.
Una derivación práctica de estas consideraciones es la referida
a la capacidad de los gobiernos para enfrentar los problemas
cada vez más complejos que implica la administración de los
problemas públicos, y la construcción de políticas de carácter
estratégico.
Las categorías “militancia”, “lealtad”, “confianza”, “acuerdo” o
“conveniencia” para definir la ocupación de cargos en la
conducción del gobierno -tan habituales en nuestra cultura
política-, no son las adecuadas para generar confianza en la
capacidad del aparato político para tomar las mejores decisiones
posibles para todos, para hoy y para el futuro.
Un Estado sin capacidades técnicas y de gestión es impensable en
los contextos complejos del mundo contemporáneo.
Buena parte de la calidad de un liderazgo político reside en la
capacidad para simplificar adecuadamente lo que debe
transmitirse masivamente, y al mismo tiempo reconocer y poder
operar efectivamente en la complejidad de las cuestiones del
gobierno, que en cada una de sus áreas requieren conocimientos y
experiencias específicas.
Ya no hay lugar para el voluntarismo ni para la demagogia. Mucho
menos cuando las naciones deben atravesar períodos de
sufrimiento y sacrificio.
Como me decía un amigo recientemente, a muchos políticos
les gustaría ser como Churchill, pero muy pocos (si alguno) se
atreverían a prometer a su pueblo solo sangre sudor y lágrimas.
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