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 Opinión

    
Complejidad y gobierno
Por el Dr. Javier Vilosio (*)


Hacer más sencillas las elecciones que necesitamos realizar cada día nos ayuda a sobrevivir, a eludir el agobio que produce el enorme bombardeo de estímulos al que estamos sometidos cotidianamente, a tolerar mejor la incertidumbre inherente al futuro, y a tomar decisiones casi automáticamente.
Para muchas de esas decisiones automáticas nos entrenamos.
Pero pensar el mundo en términos de polaridades extremas implica, en forma más o menos explícita, apartar de nuestra atención o ignorar datos potencialmente significativos, información valiosa (y probablemente cambiante) matices, miradas y relatos diferentes que podrían enriquecer la calidad de nuestras elecciones y nuestros actos.
Muchas veces, demasiadas, los políticos nos proponen visiones extremadamente simplificadas de los problemas (bastante se ha hablado, por ejemplo, de la lógica amigo/enemigo, tan difundida entre nosotros).
Muchas veces, demasiadas, nuestras elecciones se resumen finalmente en actos de fe: creemos o no creemos. De hecho, la política no solo apela a nuestra racionalidad como ciudadanos, sino que también, y probablemente cada vez con mayor intensidad, busca resonar en nuestras emociones.
Además, vivimos en el siglo de la información y la urgencia. Ese monumental flujo de estímulos e información que nos llega diariamente, principalmente a través de las redes sociales y los medios de comunicación, no es un fenómeno natural, sino tecnológico, es decir: producto de intencionalidad e intereses.
Esas tecnologías tienen capacidad para saturar nuestra atención con millones de datos cuya calidad no podemos discernir, nos urgen a decisiones inmediatas, e influyen o determinan nuestras acciones.
En el campo político internacional, las elecciones que ganó Trump en EE. UU., o el referéndum del Brexit, son muestras de esa capacidad de influencia. Y la potencial gravedad de sus consecuencias.
Por otra parte, desconocer los intereses detrás de la información nos expone a mucho de lo peor que hemos vivido durante la pandemia en términos de comunicación masiva. (Ya hemos escrito antes en esta columna sobre el problema de no explicitar los conflictos de interés).
Es riesgoso, entonces, adherir sistemáticamente y mansamente a la simplificación de cuestiones trascendentes. Aun aceptando que lo trascendente puede ser distinto para cada uno de nosotros, es imprescindible acordar en que hay ciertas cuestiones complejas en las que la extrema simplificación -del tipo cruzo / no cruzo frente a la luz de un semáforo- y eventualmente decidir nuestra conducta política como expresión de creencias, tiene un costo altísimo, potencialmente letal.
En el caso argentino, nos condena, como a Sísifo -aquel personaje mitológico condenado por toda la eternidad a empujar una enorme roca hacia la cima de una montaña, y nunca poder lograrlo- a no superar nuestras reiteradas crisis nacionales, y revivir cada vez (¿Cada cuatro años?) la fe de un nuevo comienzo, en unos ciclos de esperanza y desilusión, que cada vez son más costosos en términos sociales, y generan un progresivo desgaste de la calidad del sistema institucional en el que se fundamenta la república. Las consecuencias de ello no podrán ser menos que trágicas.
Una derivación práctica de estas consideraciones es la referida a la capacidad de los gobiernos para enfrentar los problemas cada vez más complejos que implica la administración de los problemas públicos, y la construcción de políticas de carácter estratégico.
Las categorías “militancia”, “lealtad”, “confianza”, “acuerdo” o “conveniencia” para definir la ocupación de cargos en la conducción del gobierno -tan habituales en nuestra cultura política-, no son las adecuadas para generar confianza en la capacidad del aparato político para tomar las mejores decisiones posibles para todos, para hoy y para el futuro.
Un Estado sin capacidades técnicas y de gestión es impensable en los contextos complejos del mundo contemporáneo.
Buena parte de la calidad de un liderazgo político reside en la capacidad para simplificar adecuadamente lo que debe transmitirse masivamente, y al mismo tiempo reconocer y poder operar efectivamente en la complejidad de las cuestiones del gobierno, que en cada una de sus áreas requieren conocimientos y experiencias específicas.
Ya no hay lugar para el voluntarismo ni para la demagogia. Mucho menos cuando las naciones deben atravesar períodos de sufrimiento y sacrificio.

Como me decía un amigo recientemente, a muchos políticos les gustaría ser como Churchill, pero muy pocos (si alguno) se atreverían a prometer a su pueblo solo sangre sudor y lágrimas.


 

 * Médico. Master en Economía y Ciencias Políticas..
 
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