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La reforma de salud nunca ha sido prioridad en nuestro
país, pero los crecientes problemas que afectan a
gobiernos, financiadores, proveedores y ciudadanos
comienzan a hacer visible la necesidad de cambios.
Surgieron así, voces de llamado a una reforma, pero a
pesar de la coincidencia de miradas diagnósticas y la
potencialidad de mejora del sector, diferencias
políticas, intereses sectoriales o desidia en la gestión
hacen difícil abordar el complejo desafío que requiere
como condición prioritaria generar consensos entre todos
los actores, para trazar una estrategia a largo plazo y
la hoja de ruta que la transforme en una política de
Estado.
La pandemia, a su vez puso al sistema en el centro de
las miradas públicas dejando en evidencia sus múltiples
debilidades (fragmentación y alarmante inequidad). Pero
también se pudo dar cuenta de que el modelo argentino
muestra un nivel de cobertura y acceso mucho más amplio
que el de la mayoría de los países de la región.
No es la primera vez que los argentinos nos proponemos
reformar nuestro sistema de salud. Hemos tenido
experiencias exitosas, y de las otras. Entre estas
últimas, mayoritarias, está la intención de Ramón
Carrillo de integrar un único sistema público, que,
aunque plasmada en el Segundo Plan Quinquenal, no logró
el apoyo del gobierno, y lo llevó a la renuncia a su
cargo en julio de 1954.
En el mismo sentido, fue la formulación del Sistema
Nacional Integrado de Salud -20 años después-, buscando
asegurar al conjunto de la población acceso igualitario.
El conflicto de intereses entre organizaciones médicas,
prestadores privados y de trabajadores, impulso
modificaciones al proyecto original, debilitándolo al no
lograr la incorporación de las obras sociales
sindicales, y solo la adhesión de escasas
jurisdicciones.
Otra reforma fue la impulsada durante el gobierno de
Raúl Alfonsín, por el ministro Aldo Neri con el Seguro
Nacional de Salud, al cual una fuerte oposición del
sindicalismo condujo al fracaso. Desde entonces, la
salud dejó de ser objeto del debate político,
desapareció de la agenda, y estuvo ausente en todas las
plataformas electorales durante los últimos treinta
años.
Ningún candidato se comprometió en propuestas sobre cómo
mejorar el sistema, y similar comportamiento tuvieron
los legisladores, mientras en otros países de la región
se discutían y sancionaban leyes generales y de reforma.
Esto no significó que no haya habido propuestas de
reforma, sino que las mismas tuvieron escasa profundidad
y ningún debate (1), o directamente fueron parches
dirigidos a evitar confrontar las causas reales del
conflicto.
Muchas se plasmaron por decretos presidenciales: en
1993, se permitió a los hospitales públicos la
recuperación de gastos, y se autorizó la libre opción de
cambio de obra social. Está, más allá de sus efectos,
tal vez la única “reforma”, que, con buena voluntad,
podría considerarse exitosa.
Pero cabe preguntarse: ¿qué problemas resolvió? La
financiación pública no mejoró con la autogestión, y la
“desregulación” perjudicó a las obras sociales que
sufrieron un fuerte “descreme” de sus beneficiarios de
mayores ingresos por su migración a prepagas, que,
probablemente únicas ganadoras con el nuevo esquema,
incrementaron sus costos de transacción, ya que para
captar afiliados, deben asociarse con una obra social
que, sin brindar prestaciones, se queda con un
porcentaje de los aportes y contribuciones, que es
detraído del financiamiento de las prestaciones.
En general, nuestras “reformas” no consiguieron
construir una autoridad sanitaria fuerte como para
conducir al sistema y construir políticas de salud. La
debilidad del Ministerio de Salud de la Nación es tal,
que a principios de los 2000 se llegó a debatir la
posibilidad de eliminarlo y casi no se alzaron voces en
su defensa, y años más tarde se lo rebajo a la condición
de Secretaría, en la misma condición de silencio.
Es necesario volver sobre la pregunta que nos
formulábamos más arriba, respecto de que problemas se
pretende resolver con una reforma. La provocación de la
pregunta es relevante, porque a pesar de la precariedad
de nuestros sistemas de información, existen claras
evidencias respecto a que tenemos problemas sistémicos.
Aquí van algunas:
1. Aunque la mortalidad infantil ha evolucionado a la
baja, las brechas entre provincias se mantienen. En
1980, la tasa nacional fue 32,41 por mil y en el 2018
llegó a 8,8 por mil. Sin embargo, las diferencias entre
las provincias con los mejores y peores resultados se
han reducido muy escasamente: en 1980 era 2,8 y en 2018
de 2,3.
2. La tasa de mortalidad materna es de 14,4/10.000 nv.
en Formosa, contra 2,3 en CABA.
3. La tasa de mortalidad infantil es de 6 por mil en
CABA, contra 12,8 en Corrientes.
4. Hay diferencias regionales de 8 veces en la
mortalidad por Cáncer de cuello uterino, 3 veces por
Cáncer colorrectal, y en Cáncer de mama las mujeres, en
el sector público llegan a la primera consulta en
estadio IV, en un porcentaje que dúplica a aquellas que
se asisten en el sector de la seguridad social o
privado, por variaciones en los tiempos de diagnóstico y
tratamiento.
5. El 5% de las mujeres, en 2014 no realizaba ningún
control prenatal, y la diferencia oscilaba entre 3% en
el centro del país y 6,8% en el conurbano bonaerense, y
entre 0,1 en Tierra del Fuego, a 8% en Misiones. A la
vez el 32% realizaba uno insuficiente (menos de cinco),
y la diferencia iba entre 21,6 en la Patagonia y 36,9%
en el NEA, y entre 15,6% en Tierra del Fuego y 48,4% en
Santa Cruz. Y la diferencia entre el subsector público y
la seguridad social oscilaba entre 0,4 y 5,1%.
6. Entre 2010 y 2014, la tasa promedio de PAP
realizados, fue de 29,9%, pero oscilo entre 43,7% en
CABA, y 16,2% en el NEA.
7. La mortalidad muestra diferencias importantes por
provincia. Para 2018, la tasa de mortalidad ajustada por
edad era de 5.3 por 1.000 habitantes para CABA (6.7
hombres y 4.3 mujeres), mientras que en Chaco alcanzaba
7.6 (9.8 hombres y 5.8 mujeres).
8. El gasto total en salud es de los más altos de la
región, pero los resultados obtenidos no lo reflejan.
Según CEPAL, destinamos a salud un 9,6% del PBI. Más que
Uruguay (9,2) Chile (9,1) y Costa Rica (7,6). Pero estos
tres países presentan mejores resultados de salud,
medidos por indicadores como la EVN y la TMI.
9. El gasto público en salud per cápita varía mucho
entre provincias. Neuquén gasta más de 6,2 veces que
Buenos Aires, dónde está el 40% de la población sin
cobertura de seguros de salud.
10. Los médicos están altamente concentrados. Mientras
que en CABA hay un médico cada cien habitantes (1,66),
en Misiones y Chaco, tienen solo 0,18 y 0,19 (1,81 y
1,94 cada mil habitantes). Y en las remuneraciones hay
diferencias de entre 3,3, y 3,6 veces entre el mejor
salario y el más bajo, para un mismo cargo y dedicación.
Los datos anteriores dan cuenta de inequidades en
resultados, e ineficacias en los procesos políticas y
servicios. Pero, fundamentalmente, dan testimonio del
nivel de preocupación, o falta de ella, de la sociedad
en su conjunto por el bienestar de sus ciudadanos.
Nuestro sistema padece una crisis de legitimación
(incapacidad para satisfacer las necesidades de salud y
expectativas de los ciudadanos), de racionalidad (nos
falta “producir” salud de manera eficiente), y de ética,
pues no existe expresión más elocuente de las
diferencias sociales que cuándo, dónde y cómo se muere.
En estas expresiones debiera focalizarse el objetivo de
la reforma.
1) Berman y Bossert las llamaron Reformas (Con
“R”) y reformas (con “r”), para mostrar sus diferencias
de profundidad.
| (*) Presidente del
Instituto de Política, Economía y Gestión en
salud (IPEGSA). |
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