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Para cualquier persona mínimamente interesada en la
problemática social es fácil comprender la relación entre
economía y salud de una población. De igual forma resulta muy
intuitiva la vinculación de diversos factores que expresa el
conocido ciclo salud-economía-bienestar; o la de los llamados
determinantes sociales y las consecuencias medidas en términos
de sufrimiento y muerte prematura en una población.
A nadie debería sorprender entonces que estemos atravesando un
momento, desde el punto de vista sanitario, tanto o más crítico
que los últimos dos años que hemos vivido bajo la amenaza del
Covid-19.
¿Contar con más terapias intensivas, y más respiradores sería
una respuesta adecuada para enfrentar esta situación?
Decididamente no. Esas fueron prioridades en la urgencia
epidemiológica planteada a partir de marzo de 2020. Pero no son
las herramientas necesarias para enfrentar una nueva ola de la
que no se habla.
Y es que salvo que asumamos que por algún motivo nuestro sistema
de salud (en su conjunto) ha salido de estos últimos tres años
suficientemente fortalecido y ofrece ahora una accesibilidad
adecuada y condiciones de calidad buenas o muy buenas, la
situación sanitaria va a seguir deteriorándose. Todo indica lo
contrario, y otra “ola” comienza a inundarnos, aunque tenemos
pocas noticias de ella.
Por una parte, en el mundo se generan evidencias del impacto del
aislamiento prolongado (la “cuarentena”) en múltiples áreas de
la salud poblacional: la caída en las coberturas de vacunación,
la pérdida de oportunidades de intervenciones preventivas
efectivas, la interrupción de los controles en enfermos
crónicos, y, particularmente, el impacto del aislamiento por sí
mismo, especialmente en los dos extremos del ciclo vital en lo
referido a condiciones vinculadas con la maduración psicomotriz
y la salud mental.
Además, claro, de la por ahora no del todo clara cuestión de las
consecuencias mediatas del Covid-19, del Covid prolongado (Long
Covid), y eventualmente de la vacunación específica.
En la Argentina contamos con algunos informes y datos parciales
que nos permiten suponer que no somos la excepción. Y no
tendríamos por qué serlo.
Pero además hay que sumar el impacto de la crisis económica y
social que sufrimos -y esa sí es nuestra- con el aumento de la
pobreza, la indigencia, y el deterioro de la economía. Todas
cuestiones que indudablemente están impactando en la salud de
los argentinos, en múltiples formas.
Aunque no sean visibles en los medios de comunicación, ni en
boca de los líderes de opinión. Ignorar que esto sucede, y se
agravará, es desmentir todo lo dicho y escrito sobre la
vinculación entre las condiciones de vida, la salud y el
bienestar.
Nos faltan además los indicadores sanitarios cuanti y
cualitativos que nos permitan, en forma oportuna, planificar
acciones para reducir los daños que, como mencionamos antes, se
expresan en sufrimiento evitable y muertes prematuras, y en un
espiral de mayor deterioro de las condiciones sociales y
económicas.
Pasados los aplausos de hace casi tres años, el protagonismo de
la atención de la salud colectiva en la agenda pública se diluyó
rápidamente, y todo volvió a ser igual que antes -o peor- para
los equipos de salud en cuanto a condiciones de trabajo y
remuneración, tal como recientes conflictos en el sector han
puesto en evidencia.
Nada de fondo se ha modificado efectivamente en materia de
organización e integración del sistema o fortalecimiento del
capital humano en busca de adecuar la cobertura y mejorar el
acceso y la calidad de los servicios. Por el contrario,
asistimos a un progresivo deterioro de estas condiciones, en
todos los subsectores de la salud.
Algunas medidas se han tomado en lo referido al financiamiento,
pero siempre en el contexto de la puja política entre grupos o
subsectores con mayor poder de lobby, sin una perspectiva de
sistema y sin algún marco de acuerdos sectoriales que otorguen
consistencia a procesos de cambio que son imprescindibles.
Nada indica que los tiempos de la política en un año electoral
permitan construir esa racionalidad. Pero la necesidad de
modificar las reglas de juego de la organización y el
funcionamiento del sistema es más acuciante que hace unos pocos
años. O algunas décadas. Y no a la inversa. Comprenderlo es
responsabilidad de la política.
Es de esperar entonces que, alcanzados por esta ola de pobreza y
crisis social, le vaya mucho peor a los que peor están, pero más
tarde o más temprano nos vaya peor a casi todos. Porque algunos
siempre se salvan, claro.
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