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La investigación clínica con fundamento científico es una
actividad dura, ya que sus resultados muchas veces terminan en
respuestas equívocas decepcionantes a la hipótesis del
investigador. De allí que en muchos casos se opte por “saltar” u
omitir información respecto de complicaciones observadas, más
aún si son graves o de severidad para los pacientes incluidos en
los trials. Pero que además implican la imposibilidad de aprobar
un medicamento o dispositivo médico para su comercialización.
Entonces aparecen -durante la Fase IV de farmacovigilancia- los
problemas ocultos con toda su gravedad, como ocurrió con el
rofecoxib y muchas otras moléculas que debieron ser obliga- das
a su retiro del mercado. Lo sorprendente de este hallazgo es que
la industria ya conocía los riesgos desde antes de ser aprobado
por las agencias reguladoras. Como ejemplo, documentación del
productor del rofecoxib ya en el año 2001 tenía datos
importantes respecto al efecto adverso de este fármaco, que
fueron ocultados a la FDA. En otro caso de trial con celecoxib
para pacientes con enfermedad de Alzheimer efectuado en el año
2000, los eventos adversos cardiovasculares recién se publicaron
tras 3 estudios en el año 2005.
Las empresas -y las revistas científicas- siempre van a preferir
publicar estudios que muestren resultados sólidos y positivos y
no negativos, lo que significa que gran parte del esfuerzo de un
investigador se desperdicia en términos de datos éticamente
calificable. Los éxitos se maximizan y los fracasos se
minimizan. Y el escenario sanitario se tiñe de conflictos de
interés.
Si de algo no hay duda, es que la relación de la industria y la
actividad científica en el campo de la medicina es
controvertida. En un mundo donde el gasto en salud crece a
expensas de nuevos medicamentos y dispositivos médicos -muchos
con precios astronómicos- la transparencia y la ética en el
manejo de datos respecto de eficacia y efectividad en
investigación clínica empieza a quedar ciertamente cuestionada.
La acusación que a través de Ghostwriter o autoría fantasma se
introducen mensajes de mercado ha sido publicada por algunas
revistas científicas de notoriedad. El dato de significación es
que la mayoría de los papers fabricados surgen de dos orígenes.
O de estos “escritores profesionales” a quien alguien interesado
en promocionar un producto a incorporar al mercado sanitario
contrata para escribir supuestas investigaciones por las cuales
no recibirá pago oficial sino anónimo. O de otros que también
son pagos y fabrican copias de artículos publicados,
sustituyendo por ejemplo la causa o la enfermedad resultante a
que se refiere un artículo legítimo por otro/a carente de valor
real.
Precisamente en estos días, más expresamente el 22 de febrero
último, pude leer -no sin cierta sorpresa- un artículo publicado
por la prestigiosa The Economist acerca de la existencia y
evidencia de fraude significativo en investigaciones clínicas a
nivel internacional, cuya cantidad y contenido -así como riesgos
para las personas- resultaban asombrosos. Tanto como el hecho
que las velocidades alucinantes bajo las cuales se completaban
tales ensayos eran cuestión común.
El artículo precisaba que más de 750 trabajos científicos
observados y ya publicados habían sido sometidos a reenvío a las
revistas editoras, con las consideraciones del caso. Pero que no
se había recibido respuesta alguna al efecto, aun reconociendo
que cualquier investigación sobre fallas de un estudio suele
tardar un período de tiempo tan largo, que el propio interés por
su supuesta veracidad desaparece.
Por ejemplo, 80 de estas investigaciones reconocían la necesidad
de alguna rectificación o retractación amplia. Pero el problema
quedaba centrado en que las propias revistas podían tardar años
en retractarse, si es que alguna vez admitían hacerlo.
Hay otros datos de interés en la nota. Estadísticamente, solo
uno de cada 1.000 documentos científicos observados en el campo
de la salud llega a ser retractado. Muchos, al tiempo de su
denuncia, ya han sido incluidos en revisiones sistemáticas
-precisamente el tipo de resúmenes de investigación que informan
respecto de la práctica clínica- y contribuyen a delinear las
cuestiones de efectividad contrastada.
Como resultado, probablemente millones de pacientes estén
recibiendo tratamientos innecesarios o incorrectos. Como lo
ocurrido en Europa durante casi una década con pacientes
cardíacos a quienes se administró bloqueadores beta antes de una
cirugía con la intención de reducir los ataques cardíacos y los
accidentes cerebrovasculares. Fue una práctica que se basó en un
estudio de 2009, y del que finalmente se determinó que en parte
poseía datos fabricados. Hoy se estima que puede haber causado
10.000 muertes al año solo en Gran Bretaña.
Siguiendo con The Economist, señala que una base de datos on
line denominada Retraction Watch posee casi 19.000 artículos de
investigación clínica observados, en los que ha habido
retractaciones. Especialmente en 2022, donde se registraron
2.600 errores, cifra que duplica la registrada en 2018. Pero si
bien en ciertos casos se pudo tratar de errores subsanables y no
cuestionables al extremo, en su gran mayoría se observó con
frecuencia sospecha o confirmación de fraude, plagio, falta de
aprobación ética y en menor medida conflictos de interés.
Investigadores de la propia entidad confirmaron que uno de cada
50 artículos analizados poseía resultados que no eran
confiables, ya fuera por la metodología, plagio o por errores
graves de diseño. La misma base de datos mencionada señala que
200 autores con alto nivel de retractaciones representaron más
del 25% de las 19.000 mencionadas.
Muchos resultaron profesionales de alto nivel pertenecientes a
grandes universidades u hospitales, que si bien no suelen
referirse respecto de los “motivos” para inventar estas
supuestas investigaciones, evitan aparecer involucrados en
conflictos de interés. A menudo, suelen dirigir grupos de
investigación o tienen redes de colaboración con otros centros
de investigación.
Hay referencia a que de los artículos enviados a revistas
científicas, alrededor de la mitad de los que posteriormente se
retractaron tienen al menos un colaborador de una institución
china de estudio o investigación. Y pese a que China y países de
ingresos medios (Rusia, Malasia, Egipto, India y Corea del Sur
entre otros 70) son los más numerosos en este tipo de
“industria”, otros ensayos clínicos “fabricados” y de similar
importancia tuvieron origen en Estados Unidos, Canadá, Europa y
Japón.
Se admite que 93% de los autores omite proporcionar datos de la
investigación cuando así lo solicitan otros investigadores. Pero
hay que reconocer que, en los estudios patrocinados por la
industria, esta es la dueña de la base de datos y tiene la
discreción de determinar quién tendrá acceso a ella. En este
punto, los investigadores suelen tener poco margen de maniobra,
solo proveen de pacientes y recolectan datos de acuerdo con el
protocolo de la compañía.
Con lo cual hay muchas maneras de producir sesgos en los
resultados sin falsificar datos. Por ejemplo, realizar análisis
bajo tratamiento o por intención de tratamiento, comparar contra
placebo aun cuando exista un fármaco con eficacia comprobada o
utilizar una dosis más alta del comparador para incrementar sus
efectos adversos y minimizar los del fármaco investigado
ocultando parte de los datos. Incluso después de que se marque
que un artículo publicado contiene datos supuestamente
fabricados, el proceso de autocorrección a menudo no se activa,
aunque igual la investigación se incluye en metaanálisis o
multiestudios de efectividad sin la revisión correspondiente.
Es altamente auspicioso que tan prestigiosa publicación se haga
eco del tema y nos lleve a armarnos de un cierto escepticismo
crítico cuando se nos sostiene eficacia o efectividad a ultranza
respecto de nuevas moléculas o dispositivos que saltean fases de
investigación previa su aprobación. Y a la vez a cuestionar
cierta crisis de la evidencia, que lleva a la necesidad de
revisiones de forma rutinaria capaces de evitar que se publiquen
muchos artículos de investigación falsos. Especialmente cuando
se manipula tal evidencia o se soslayan conflictos de interés.
Incluso si estos son aceptados con naturalidad por parte de
quien o quienes han sido financiados.
Un inconveniente es que los artículos de investigación clínica
retractados a menudo no se identifican de manera específica como
tales en las bibliotecas on line, con lo cual continúan siendo
citados como válidos. Por ejemplo, sobre 53.000 artículos
enviados a revistas científicas que abarcan seis editoriales se
logró identificar como sospechosos a un amplio espectro que va
del 2% al 46% de ellos.
Queda aún mucho aun por hacer en este campo, especialmente desde
lo ético. Pero siempre es coherente tener una postura intermedia
entre el fetichismo extremo de aceptar cualquier investigación a
ojos cerrados, y el nihilismo simplista de negar su veracidad e
importancia.
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