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La Argentina ya no es esa Nación inclusiva, de una
ascendente clase media que acotaba el conflicto social,
un sistema educativo ejemplar en la región, y dotada de
todas las riquezas naturales.
Fue sustituida por una sociedad y una dirigencia que,
desde hace décadas, renunció al debate de problemas y
soluciones trascendentales.
La Constitución de 1994 disponía crear un régimen de
coparticipación federal (CF) de impuestos, antes del fin
de 1996, y lleva 27 años sin cumplirse, y no figura en
la agenda de ningún partido político.
La ley vigente, de 1988, transitoria por 2 años, se
sigue prorrogando, y legitimando una distribución
arbitraria, en función de presiones de política
partidaria, que discrimina fuertemente (la provincia de
Buenos Aires, que en 1958 tenía el 33,8% de la población
del país, y recibía el 29% de la CF, tiene hoy el 39% de
la población, y recibe el 22%).
Sociedad y dirigencia que para abordar sus problemas
parece necesitar que haya previamente conflicto o
muertos, en un país, en el que la vida, ha perdido su
valor.
Una sociedad victima indefensa de bandas narcos, que
clama por seguridad, en un país en que el crimen
organizado hizo pie, sin que los responsables de
cuidarnos se presenten, antes del tiro que hoy le toca
al vecino y mañana vaya a saber a quién.
Un Estado que, en estas, y tantas otras materias
esenciales mira para otro lado, donde el apego por el
dinero rápido y mal habido, y la acción de malos
gobernantes convirtió a aquel país dorado en un lugar
invivible para el hombre común.
Fruto de ese vaciamiento conceptual, la vida pública
quedo, sin dirección, y curiosamente en el país del
Estado “presente”, se aprecia más bien su deserción.
En el Estado presente la educación se privatizó como
nunca: entre 2004 y 2020, los alumnos de escuelas
privadas primarias crecieron en 230.000 (22%), los de
escuelas públicas disminuyeron un 9% (400.000 menos).
Y quienes logran acceder a la escuela pública lo hacen
en edificios dañados, con cada vez menos días de clase y
docentes mal pagos haciendo florecer la escuela privada,
a la cual asisten los hijos de los dirigentes que se
encargaron de destruir la escuela pública, en la que nos
formamos muchos argentinos, y que hoy solo existe en el
corazón de los viejos que la extrañamos.
Hospitales que apenas se tienen en pie y vacíos de
profesionales con remuneraciones ridículas, que siguen
adelante por la acción generosa de un puñado de médicos,
enfermeras y trabajadores que se niegan a abandonarlos,
donde se atienden los más pobres, pues los dirigentes
que dicen defenderlos y se encargaron de destruirlos se
asisten en sanatorios privados.
Un país donde el 25% de las mujeres dice llegar tarde a
la consulta por cáncer de mama por no tener con quien
dejar sus hijos a cuidado o no poder abandonar sus
actividades laborales.
Con un Estado “presente”, que “aumenta” derechos creando
un ministerio de la mujer, pero en el cual la jornada
escolar extendida (ley 26.206), que podría tener al
cuidado esos niños, y salvar la vida de sus madres, de
aplicación obligatoria desde 2006, solo alcanzaba en
2019, el 80% en Tierra del Fuego, 52% en Córdoba, 50% en
CABA, 24% en Catamarca y 7% en Buenos Aires.
En las primeras décadas del siglo pasado, las familias
asumían la necesidad de construir el destino de sus
hijos, y había una idea de compromiso colectivo de la
comunidad respecto de la tarea de formación: cualquier
vecino nos “retaba” si decíamos malas palabras, o nos
veían pelear con otro, y hasta podía tocar el timbre de
nuestras casas para comentarles a nuestros padres esas
transgresiones.
Y no había duda que lo hacían para cuidarnos. Era una
sociedad en la que los mayores daban el tono al futuro
posible, y los demás permanecían en silencio. Los padres
médicos querían que sus hijos también lo fueran; los
mecánicos dejarles su taller. Todos querían construirles
la mejor adultez posible, de acuerdo con su propia
visión y posibilidad.
Nos decían que debíamos levantarnos temprano, estudiar,
esforzarnos, cuidar nuestra presencia, respetar a los
adultos, aceptar las reglas de convivencia, lo que
estaba bien y mal. La libertad de los chicos no era un
concepto prioritario y si lo eran la certidumbre, el
bienestar, el cuidado, como componen- tes de una idea de
felicidad.
Sería hora de un balance, antes de que vuelva a
escucharse, el inconducente: “que se vayan todos”. Antes
que se descubra que nuestros gobiernos fueron
negligentes con la economía, nos hicieron vivir por
encima de nuestras posibilidades y nos condujeron a la
bancarrota, que llama a las villas de emergencia,
“barrios populares” como si eso atenuara la tragedia de
su crecimiento y las escuelas dejaron de poner aplazos
para poner siglas: el alumno nunca reprueba, y la
inclusión dejo de ser fruto del esfuerzo y el trabajo
ahora lo garantiza el hablar con e.
Tal vez un líder pueda apelar a la idea de terminar por
fin con los años de descalabros y pueda prometer algo
modesto pero deslumbrante: construir por primera vez un
país serio y normal, que nos aleje de este manicomio
social y financiero.
Como decía Jorge L. Borges, tenemos el deber de
la esperanza, de recrear ese país, que hoy es un
recuerdo, resultado no de un Estado presente, y ni
siquiera de uno ausente, sino de uno auténticamente
fallido
| (*) Presidente del
Instituto de Política, Economía y Gestión en
Salud (IPEGSA). |
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