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Como todos los 7 de abril, hace poco se celebró el Día Mundial
de la Salud, con mensajes que, tomando como eje el problema de
salud pública escogido para el año por la OMS lo replican en el
terreno local. Este año, en su 75° aniversario la premisa fue la
de “centrarse en el camino hacia el logro de la Salud para
todos”, bajo el lema “75 años mejorando la salud pública”.
El Ministerio de Salud, la hizo propia a su vez con la consigna
“reafirmamos nuestro compromiso con cada habitante que pise
suelo argentino + acceso + derechos + salud”.
Más allá de las genuinas expresiones de deseos que expresan
estas consignas, es oportuno revisarlas desde una perspectiva
alternativa.
Estamos asistiendo a un imperceptible pero crucial cambio en la
definición misma del concepto “salud”. Coexisten horizontes
asombrosos de progreso tecnológico con niveles obscenos de
desigualdad social, en los que no sólo se está redefiniendo el
concepto de acceso y cobertura, sino básicamente, la definición
de persona “sana”.
El desarrollo tecnológico disponible supone el corrimiento del
riesgo a afectarse hacia la evitabilidad de enfermar. De allí
que es posible que en poco tiempo presenciamos -nosotros o
nuestros hijos- demandas genuinas, pero imposibles de
satisfacer, ya no por incremento de costos, sino porque por su
naturaleza no podrán ser alcanzadas sino por unos pocos que
estén en condiciones de pagarlas.
En esos términos, nuestro país, y la región, enfrentan problemas
-y dilemas- de cuya resolución, depende la sustentabilidad y en
definitiva la existencia efectiva de sus sistemas de salud.
Cuando en 2012, Doudna y Charpentier descubrieron la técnica de
edición genética CRISPR-Cas9 perfeccionaron un proceso que ya
era francamente disruptivo: ya no sólo disminuir la posibilidad
de ocurrencia de una patología, ni optimizar la efectividad de
un tratamiento. Se trata ahora de impedir que exista a través de
la modificación de la esencia misma del sujeto: su ADN.
Las implicancias son inquietantes: sólo por citar alguno de los
incontables ejemplos, instituciones como el MIT plantean la
posibilidad de remodelar la raza (SIC) humana (2015) (1) ,
Nature (2016) (2) pregunta en tapa “¿qué significa vivir en la
etapa de edición genética?”, referentes como E. Topol, proponen
pasar de la etapa de “disecar cadáveres a disecar genomas” en la
formación de grado (3), E. Musk inserta un dispositivo
intracerebral a un chimpancé a través del cual responde lo que
se le ordena desde una aplicación celular (proyecto Neuralinx
2019) y recientemente, He Jiankui confirmó públicamente
adelantos hasta entonces sólo periodísticos acerca de que había
modificado ADN de em- briones humanos y por ende modelado bebés.
Mientras la edición genética avanza hacia una medicina cada vez
más personalizada y precisa, la ingeniería de ciborgs y de la
vida inorgánica borronean la frontera entre la sustancia viva y
la inerte, y la brecha entre la vieja semiología y el Big Data
como soportes para las decisiones clínicas se ensancha,
asistimos a una nueva pregunta: ¿Quién será el individuo sano de
la próxima generación? ¿Quién no presenta síntomas? ¿Quién ha
minimizado la posibilidad de ocurrencia de una patología por
prevención primaria? O quién en última instancia ha eliminado la
posibilidad de enfermarse a través de la re-edición de su código
genético, y por ende ha accedido a una versión mejorada de la
“raza humana” (MIT dixit), una estirpe evolutiva superior sólo
accesible, por cierto, a quienes puedan pagar por ella. Puede
parecer ficcional o excesivo. No lo es. Es más. está en curso.
Las connotaciones éticas e ideológicas son temibles. Pero
igualmente horroroso es el contraste con la vida -y la muerte-
del común de las personas. Tres de cada cinco muertes en el
mundo se producen por ECNT, muchas de las cuales son prevenibles
y tratables por métodos relativamente simples y de efectividad
comprobada. Aun así, aunque las tasas de muerte por cardiopatías
y cáncer decrecen en EE. UU, aumentan las debidas a causas
externas (particularmente accidentes, lesiones y suicidios) y al
uso de drogas (Raj Chetty et all. JAMA 2016). La expectativa de
vida en occidente dejó de crecer desde hace varios años y
sabemos hace ya tiempo que la pobreza/ falta de cobertura en
salud iguala a la diabetes, la obesidad o la HTA como factor de
riesgo de morir prematuramente. (The Lancet GBD a fragile World.
2018).
Y si en nuestro país “reafirmamos nuestro compromiso con cada
habitante que pise suelo argentino + acceso + derechos + salud”,
cuando la pobreza del tercer trimestre 2023 orillaba el 40% de
la población (INDEC 2023), dos de cada tres niñas y niños son
pobres o están privados de derechos básicos (UNICEF 2023), los
municipios más populosos del GBA todavía carecen de servicios
suficientes de agua y saneamiento esperables para el siglo
pasado, nuestro presupuesto público en salud no llega al 3% del
PBI (Ministerio de Salud 2023), todavía no hemos hecho una
evaluación objetiva de la gestión de la pandemia, y lo que es
más importante: las consecuencias que subyacen debajo de la
punta del iceberg del 26,3% del exceso de mortalidad 2021/22
(Ministerio de Salud 2023)... ¿De qué derecho, qué acceso y qué
salud ciertamente hablamos este 7 de abril?
Por supuesto que no se trata de anatemizar el progreso
tecnológico en aras de un primitivismo retardatario. Pero
tampoco de proponer como bandera el máximo horizonte de
innovación a menos que constituya sólo un instrumento que
facilite la consolidación de los valores que deben (o deberían)
dar sustento al sistema y que su costo beneficio esté
demostrado.
Tal vez sólo se trate de llenar de contenido algunas palabras
que, a fuerza de repetirlas suenan algo gastadas, despojadas de
sentido de tanta invocación, y, proponer una definición acorde
al tiempo y a los tiempos que nos toca vivir.
REFERENCIAS
1)
https://rtraba.files.wordpress.com/2015/10/mit-technology-review-2015-05-sample.pdf
2) https://www.nature.com/articles/531155a
3) https://www.science.org/doi/10.1126/scitranslmed.3007091
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