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Los griegos definían a la
tragedia, como una representación dramatúrgica teatral de una
acción seria, en la cual un poderoso (rey o dios) veía amenazado
su poder, o en la mayoría de las situaciones caía en la más
profunda desgracia y por tal circunstancia, fallecía; se aborda
con tono y sonoridad solemne, de tipo ilustre y heroico, con
situaciones fatales, cuya gravedad invita a liberar los
sentimientos de compasión y horror en la audiencia. Su contenido
se convertía en épica narrativa, y en muchos casos se basaba en
la mitología.
Todas las tragedias antiguas eran de culto, un ritual religioso,
de presentación obligada en las festividades, como una
demostración al pueblo de las condiciones de sumisión, y de la
deidad como poder absoluto real de los mortales. En las
tragedias modernas, la caída no es de personas, sino de sistemas
económicos o político-sociales, distinción diferencial con la
clásica helénica.
Todas las tragedias comienzan con un definido orden y en el
devenir de la historia, la desorganización se hace carne del
relato, y el final era todo lo opuesto del principio, la
desorganización, el caos, el desastre, la catástrofe, el
sufrimiento universal. Todas tienen muerte, los desenlaces
traumáticos, el final no deseado, pero quizás esperado o
presentido, sobre todo en el transcurrir de la obra.
La tragedia es uno de los siete géneros teatrales, y como tal
pertenece a la ficción, y no al mundo real. La historia de la
humanidad ya nos ha demostrado que toda ficción es mucho más
real que lo presentido o escrito con anterioridad por un autor,
que, a la postrimería, se le atribuyen características de
visionario. La tragedia contiene el enigma de la identidad, el
sacrificio de la inocencia, la devoción de la fraternidad, la
ansiedad de la democracia, la salvación de lo salvaje, la
discrecionalidad del poder, quizás algunas o todas las miserias
humanas.
En 1999, el Prof. Dr. Guillermo Jaim Echeverry, publicaba la
“Tragedia Educativa”, que fuera para muchos de nosotros un punto
de inflexión en el análisis justo del estado cultural de nuestro
país, y en particular, la descripción de la realidad de la
educación en la Argentina. Cualquiera de los datos, hechos,
afirmaciones e indicadores, que uno pudiera citar, mostró signos
y síntomas de la grave crisis a la que estaba subsumida la
sociedad argentina; si hoy retomáramos esas cifras, esa
situación seria mucho más crítica, pero no es la finalidad de
este documento, la educación sino la salud.
El Dr. Jaim Etcheverry, afirmaba que la tragedia, a la cual
hacía mención, se basaba en aspectos sociales, culturales y
económicos; y alguno de estos son: la pobre participación de los
actores sociales en términos de representación y de
involucramiento en la expresión de sus necesidades y, si le
adicionamos, la nula recuperación de la experiencia de la
persona en ocasión a las respuestas del sistema; el descuido por
parte de la dirigencia de los temas que realmente le preocupan o
le aquejan a los individuos y a las familias, que puede
traducirse, en un deslucido lugar priorizado de los temas que le
aquejan a diario a las personas en el ranking de la agenda de la
política pública, o en el riesgo de la pérdida del patrimonio
por sustentar el costo de una atención indebida o injustificada;
otro factor era la no consideración de propuestas de valor en
ocasión al sistema social al que hace referencia, como un vis a
tergo de actividades no planeadas y sin ningún objetivo medible
o cuantificable, en cuanto a un impacto real, que resuelva los
problemas o que modifique la evolución natural de los procesos
vitales y sociales.
En el concepto de “tragedia educativa”, el autor sustenta su
teoría en la escasa significación que se le brinda a la
“escuela”, entendiendo a esta como el actor paradigmático de
este sector. Si reemplazamos al “aula” como el “consultorio”, y
a la “escuela” por el “hospital”, todas sin excepción alguna, de
los fundamentos que dieron origen al término tragedia educativa,
nos permite equipararlo, para destacar la “tragedia sanitaria”.
Situación extrema, que resulta insostenible, por que daña,
lástima, enferma. Porque duele en el alma de las personas y
desangra a las instituciones y organizaciones; en términos
simbólicos, este desangre es la dilapidación de recursos, los
cuales son escasos por definición; que dan cuenta del abandono,
de la falta de respuestas oportunas, suficientes, completas; que
muestra una naturalización patológica de las listas de espera,
de la tardanza, de la violencia que el sistema ejerce en la
personas, y que se traduce en una circulo vicioso y tóxico, en
el que la intolerancia se traslada a la relación médico –
paciente, y por la que las familias, desesperadas, solitarias,
agotadas de esperar, no encuentran otra forma de expresión de su
bronca, agrediendo al equipo de salud, como un último recurso,
como manifestación de su intolerancia; porque ninguno de los
actores responsables, hace lo que tiene que hacer, cumple con
las obligaciones que las leyes establecen, y lo que los códigos
de comportamiento dictan en términos de ética colectiva y
bioética sanitaria.
La fragmentación, la segmentación, la inconsistencia jurídica,
el divorcio entre la ley y la sanidad, la ineficiencia, la
injusticia social, la ignorancia tecno-profesional, las
inadecuadas condiciones de trabajo, la inseguridad en todo su
espectro conceptual, la anacusia de la conducción, la ceguera de
las sociedades científicas, la esquizofrenia del discurso
político, el agotamiento de los trabajadores de la salud, entre
otros, dan cuenta de la tragedia sanitaria, de la necesidad
imperiosa de no seguir escondiendo la mugre debajo de la
alfombra, justificando la falta de un supuesto rédito con fines
electorales.
Es impostergable, sin más dilaciones, de un gran acuerdo
sanitario con consenso interjurisdiccional de tinte federal, de
alcance poblacional y con base normativa, en el cual todos los
actores sociales y todos los sectores de la economía, acepten
como originario el principio básico del derecho de la salud, y
que la finalidad con intereses comunes sea: la universalidad, la
solidaridad, la protección ambiental, la sustentabilidad, la
articulación público – privada, la inter profesionalidad, la
armonía entre la ciencia y la academia, la calidad, la
seguridad, los entornos saludables, el acceso y la equidad, y
así evitar la “tragedia sanitaria”, en la cual, no se enferme
quien no se debiera enfermar, que no se mueran las personas con
mayor vulnerabilidad social, exclusivamente por esta condición;
que se prevea y se anticipe el diagnóstico y el tratamiento con
la mayor oportunidad, evitando un sufrimiento adicional, por la
tardanza en la respuesta; que se usen de la manera más racional
los recursos, en búsqueda de la eficiencia con beneficio, y por
la que el rendimiento incorpore la dimensión social, más allá
del resultado económico. Transformación que recupere la
excelencia de los servicios públicos de salud, esa mística
histórica de la excelencia y garantía de justicia social, con
valor agregado de humanitarismo y profesionalidad.
En este momento de la historia, en donde el pasado nos juzga y
el presente nos interpela, no es época de especuladores con la
vida humana y con la salud de las personas y de las poblaciones,
es tiempo de planificadores, de verdaderos profesionales de la
salud pública, que integren, que armonicen, que articulen, que
reúnan, que faciliten, que motiven, que promuevan conductas
saludables, que identifiquen precozmente los factores de
riesgos, que prevengan enfermedades, que instituyan tratamientos
precoces de carácter costo-efectivo y costo-beneficioso, que
construyan redes y equipos de salud interprofesionales,
interdisciplinarios, transdisciplinarios, con atributos
bioéticos, que abran espacios de participación comunitaria,
recuperando la experiencia del usuario, como un insumo esencial
en la reflexión de la práctica, en la revisión de los resultados
y en la mejora continua de los procesos, que a la persona
destinataria de las acciones del sistema de salud, se lo
considere como un sujeto de derechos, con plena autonomía en la
decisión de las acciones, para con su vida y para con su salud,
es decir un ciudadano con todas la dimensión del término.
En esta descripción de la tragedia sanitaria, se propone evitar
una catástrofe humanitaria de dimensiones extraordinarias, y
entre todos construir un final distinto, al que muchos amantes
de Sófocles encontrarían elementos suficientes para escribir una
obra de teatro magistral y sublime.
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