|
A mediados del Siglo XIV la Peste aniquiló a más de la mitad de
la población europea. El terror debió haber sido enorme:
rápidamente se desparramaba entre la población una enfermedad
que causaba una muerte lenta y dolorosa de la que resultaba casi
imposible escapar.
Cinco siglos después recién se postularía la teoría microbiana
de las enfermedades infecciosas y luego empezarían, lentamente,
a identificarse sus agentes causales. Los antibióticos llegarían
sobre inicios del siglo XX.
Durante aquellos años de terror la Iglesia católica difundió su
doctrina respecto del final de la vida. La obra, conocida bajo
el nombre de Tractatus o Speculum artis bene moriendi dio origen
a un texto abreviado y un conjunto de imágenes (once escenas)
muy difundidas por entonces, que se conocen genéricamente como
el Ars moriendi (algo así como el arte de morir).
En el texto inicial los capítulos se referían a:
1. Un elogio de la muerte.
2. Las tentaciones que afectan al que va a morir y las formas de
superarlas.
3. Las preguntas que hay que hacerle al moribundo para rea-
firmar su Fe y conseguir el arrepentimiento de sus pecados.
4. La necesidad de imitar la vida de Cristo.
5. El comportamiento a adoptar por los laicos que lo acompañan
(incluyendo la conveniencia de que el enfermo realice un
testamento).
6. Las oraciones que debían utilizarse.
El Ars moriendi se centraba especialmente en el capítulo de las
tentaciones: la incredulidad, la desesperación, la intolerancia
ante el sufrimiento, la autocomplacencia por los propios méritos
y la incapacidad de renuncia a los bienes materiales y a los
seres queridos.
Los remedios propuestos, por supuesto, correspondían a la
doctrina católica y se centraban en la Fe, la esperanza en el
perdón divino, la humildad, la renuncia a los placeres mundanos
y la fortaleza ante el dolor. También se indica que debe
anunciársele al enfermo la proximidad de la muerte.
La muerte de una persona era, por entonces, un hecho social.
Investigadores del tema nos cuentan que “el tránsito de un
mortal era considerado un acto público. La presencia de seres
queridos era un motivo de satisfacción y de consuelo para el
interesado. Morir en soledad constituía un mal muy temido, de
ahí el pánico que suscitaba la mors repentina o muerte súbita e
inesperada”. (1)
Cuando uno lee ese listado de “tentaciones” es difícil no
asociarlo con las famosas etapas de Kübler Ross frente a la
certeza de la muerte, difundidas en los setenta del siglo XX
(2): negación, ira, negociación, depresión y aceptación.
Cinco siglos después, en contextos absolutamente diferentes, y
bajo distintos ropajes, algunas vivencias y necesidades humanas
en el extremo de la vida persisten. Pero, a diferencia de la
Edad Media, en una sociedad mayormente secularizada, y bajo el
imperativo del consumo, que define nuestras expectativas y
condiciona mucho de lo que percibimos como necesidades.
El arte de morir hoy sería una experiencia fundamentalmente
individual, casi escondida, más vinculada a la soledad que al
acompañamiento, más próxima a la institucionalización que al
hogar, y en demasiadas ocasiones más cercana a la perplejidad y
la incomprensión que a la aceptación.
Y es que, en cuanto a nuestra existencia individual, las
personas no hemos cesado en la búsqueda más o menos consciente
de sentido y trascendencia; y, además, desde la época de los
miasmas hasta la de la ingeniera genética y la inteligencia
artificial la idea de la inmortalidad ha sumado las promesas de
la ciencia y el mercado.
En algunas clases nos gusta mostrar la tapa de una revista muy
popular en la Argentina que en 2017 anunciaba “La ciencia supera
las fronteras de la vida. Ya se puede vencer a la muerte”. (3)
Sin dudas, estamos hoy en capacidad de aliviar el dolor físico y
sedar la conciencia ante el dolor moral -que no es poco- pero
seguimos muy lejos de responder, en lo profundo de nosotros, las
preguntas sobre el sentido. Algunos piensan que la ciencia
podría ahorrarnos el trabajo de esa reflexión.
Pero no hay fármacos que sirvan para reflexionar maduramente
sobre la finitud de la vida, ni para ofrecernos la demoledora
convicción de Meursault, el protagonista de El Extranjero (4),
que reflexiona sobre un cura que intenta ayudarlo acercándolo a
Dios antes, de su ejecución “… en cuanto a mí, no quería que me
ayudaran y precisamente no tenía tiempo para interesarme en lo
que no me interesaba”.
Un trabajo recientemente publicado, de Montse Esquerda y col
(5), revisa diversas posiciones respecto de la relación entre la
religiosidad, la espiritualidad y la medicina, y especula sobre
la relación entre creencias y salud, señalando importantes
dificultades metodológicas en la investigación al respecto.
Todos ellos son temas poco transitados desde el campo de la
salud, pero que deberíamos frecuentar más asiduamente.
Porque, después de todo, “memento vivere” / “memento mori”. (6)
REFERENCIAS
1) Ruiz García, Elisa, “El ars moriendi: una preparación para el
tránsito“, en IX Jornadas Científicas sobre Documentación: la
muerte y sus testimonios escritos, Madrid, Universidad
Complutense de Madrid, 2011, p. 315-344.
2) Kübler-Ross, E. (1970). On death and dying. Collier Books/Macmillan
Publishing Co.
3) Revista Noticias. N° 2118, 15 de Julio de 2017.
4) Camus Albert. 2° Ed. Buenos Aires. Booket, 2008.
5) Montse Esquerda, Angela López-Tarrida, David Lorenzo,
Margarita Bofarull. Determinantes espirituales de la Salud.
Razón y Fe, enero-abril 2023, n.º 1.461, t. 287
6) Recuerda vivir/Recuerda que vas a morir.
|