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Hacia fines de la década del 80, quienes observaban la evolución
de los modelos organizativos predominantes en los sistemas de
salud, supusieron que se avecinaba un nuevo paradigma, en el que
la calidad de la atención médica y la seguridad del paciente,
ocuparían el eje de las reformas en la mayoría de los países.
Desde 1948, venían de transitar una historia, en la que la
creación de la Organización Mundial de la Salud (OMS), había
consagrado el concepto de Salud Pública -como política de Estado
destinada a garantizar el bienestar de la población-, que pasó a
sustituir el principio de higiene urbana, orientado a sustentar
con medidas profilácticas el medioambiente comunitario y las
condiciones laborales. Si en la primera parte del Siglo XX las
acciones sanitarias, no integraban las prioridades de los
asuntos públicos y se amparaban en iniciativas benéficas entre
las clases sociales, a través de la idea de salud pública, el
Estado ocupó la administración de los regímenes de protección
social.
Tres décadas después, en 1978, las diversas experiencias en la
reforma de los sistemas sanitarios, permitió comprender que
todos los emprendimientos en materia de salud -públicos y
privados, con o sin fines de lucro, individuales, populares o
comunitarios- eran imprescindibles, en tanto pudieran integrarse
en una trama asistencial, que permitieran que la totalidad de la
población tuviera acceso personalizado a los servicios de
atención médica, según las necesidades de cada caso. El primer
nivel de atención, la promoción de la salud y la prevención de
enfermedades, ocuparon entonces una posición prioritaria como
puerta de entrada al sistema, que permitiera acceder a todos los
niveles e instancias. La estrategia de atención primaria de la
salud (APS) fue considerada el instrumento más eficiente, para
aspirar a la meta de “salud para todos en el año 2000”. En el
marco internacional, una inestable coexistencia pacífica,
permitía atravesar las amenazas de la bipolaridad política entre
los países de economía de mercado (Occidente, Alianza Atlántica)
y los gobiernos socialistas (Pacto de Varsovia).
Junto con la implosión de la Unión Soviética, la caída del Muro
de Berlín y la explosión tecnológica de las comunicaciones y del
comercio mundial, hacia fines de la década del 80, los sistemas
de salud de países industrializados centraron su atención en el
dispendio de recursos de atención médica, los errores de la
organización asistencial, así como la evaluación de la calidad y
seguridad de los servicios provistos. Si en 1948 y 1978 hubo
acuerdos intergubernamentales para sostener nuevos paradigmas
sanitarios, a principios de los ’90 la ola tecnológica forzó la
globalización espontánea de la corriente de Calidad, a la que
gobiernos y organismos internacionales se incorporaron
rápidamente. Las modalidades de evaluación externa (acreditación
hospitalaria, recuento de eventos adversos, licenciamiento
profesional, indicadores estadísticos), influidas por el interés
de técnicos industriales que procuraban aplicar Normas ISO en el
campo de los servicios, ocuparon el primer impacto en la consola
de los observadores de la evolución de la Salud Global. El
fenómeno consolidó durante las décadas del 90 y el 2000,
impregnando la gestión de las organizaciones de salud.
Si los métodos de evaluación externa protagonizaron la corriente
de Calidad hasta los ’90, los procedimientos internos de mejora
de la gestión fueron creciendo en las instituciones
asistenciales. Guías de práctica clínica, cuadros de mando
integral, análisis FODA, evaluación de procedimientos, análisis
causal de errores, revisiones por metaanálisis para racionalizar
conductas terapéuticas, ciclos de mejora PHVA, planificación
estratégica (visión-misión-valores), y diversas herramientas
operativas, que facilitan la gestión eficiente y el adecuado
empleo de los recursos. La mayor parte de estos instrumentos
provinieron del campo de la industria y fueron adaptados a las
organizaciones de salud, en tanto empresas productoras de
servicios, que deben insertarse en un mercado de costos
aceleradamente crecientes y financiamiento limitado.
Desde comienzos del Siglo XXI, fueron ganando interés algunos
criterios operativos, que se remontaban a los propósitos
fundacionales de la Medicina moderna. El concepto de medicina
basada en evidencia (MBE) no fue un hallazgo de los ‘90, sino
del predominio del positivismo en el conocimiento médico
-expresado como hito histórico en el Informe Beveridge de 1910-.
El recurso de explorar bibliografía por Internet, revisando
enormes cantidades de datos en escaso tiempo, logró revisiones
exhaustivas con métodos de selección sencillos, cuyos resultados
permitieron afirmar que respondían a criterios de evidencia
científica. En consecuencia, pudieron seleccionarse conductas
asistenciales, avaladas por respaldos empíricos controlados,
facilitando la confección de guías de práctica clínica,
epidemiológicamente válidas.
El espacio ganado por el conocimiento científico en el ejercicio
de la Medicina tuvo algunos costos. Junto con el desplazamiento
de datos empíricos individuales no validados, otros componentes
del universo del paciente fueron devaluados. Las expectativas
del paciente y sus familiares, su bagaje cultural, información
para optar según riesgo-beneficio entre las alternativas de
tratamiento ofrecidas, el respeto por las creencias espirituales
del medio familiar, perdieron espacio en las consideraciones del
cuerpo profesional, frente a hallazgos técnicos que dominaron
las decisiones. Esta visión, holística del paciente y su medio,
inherente a los conceptos originales de la Medicina hipocrática,
fue eclipsada por el impulso de los avances tecnológicos, que
permitieron el crecimiento vertiginoso de la tecnología en la
2da mitad del Siglo XX. Las iniciativas dedicadas a promover la
“atención centrada en el paciente” en las corrientes actuales,
no hace más que rescatar principios elementales del desarrollo
de la Medicina occidental.
Sin embargo, estudios comparativos complejos sobre la evolución
de los sistemas de salud entre 1990 y 2015 en 195 países,
permitieron encontrar que los indicadores de acceso personal y
calidad en los servicios, lograron avances significativos en los
países dotados de mayores recursos estructurales para su
desarrollo, respecto de los más deficientes.(1) Podemos inferir
que, pese a la eclosión de la corriente de Calidad y Seguridad
al iniciarse los ‘90, así como la explosión tecnológica -desde
el predominio de métodos de evaluación externa, hacia el
interior de la gestión de los servicios-, no fue acompañada por
decisiones políticas de los Gobiernos -no sólo gestiones de
Estado-, que posibilitaran superar las asimetrías regionales en
la disponibilidad de recursos.
Bibliografía
(1) Healthcare Access and Quality Index
based on mortality from causes amenable to personal health care
in 195 countries and territories, 1990 - 2015: a novel analysis
from the Global Burden of Disease Study 2015. The Lancet; 390:
231-66. Published online May 18, 2017. Bill & Melisa Gates
Foundation.
(*) Médico sanitarista. Autor de “Un sistema de salud de más
calidad” (Prometeo, 2020). Director de la Maestría en Salud
Pública, Instituto Universitario de Ciencias de la Salud,
Fundación Barceló. Miembro del Grupo PAIS.
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