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En los últimos años los temas referidos a la
vejez fueron ganando espacio en la agenda pública local e
internacional. La revalorización y problematización de la
temática seguirá in crescendo conforme al fuerte ritmo que toma
el aumento de la población mayor en el mundo. Desde el 2020 hay
por primera vez más población mayor de 60 años que niños menores
de 5, llevando a que la ONU declarase a la década 2020/2030 como
la del “Envejecimiento Saludable”. También prevé que para el
final de esta década la cifra de personas mayores de 60 años
habrá aumentado en un 34%: de 1.000 millones en 2019 a 1.400
millones en 2030. Así, se estima que para el año 2050 la
población mundial de adultos mayores duplicará la actual,
alcanzando los 2.100 millones, y superando al segmento de niños
y adolescentes.
La Argentina no está exenta de esta tendencia. El ritmo del
crecimiento demográfico, si bien no de forma lineal, viene
cayendo fuertemente durante el último siglo, lo que se traduce
en un mayor envejecimiento de la población. La pirámide
progresiva, propia de una población joven (base ancha y pico
angosto) se convirtió en una pirámide estacionaria, de forma
acampanada, que corresponde a una población con una menor
natalidad y creciente aumento relativo de su población adulta
mayor. El Instituto Geográfico Nacional estima que, siguiendo
esta tendencia, para el 2050 la Argentina tendrá una pirámide
regresiva, propia de una población envejecida. Esto se expresa
numéricamente en que, según el BID, los adultos mayores, que hoy
representan el 15% de la población argentina, pasarían a
constituir el 22% para 2050.
Sin embargo, esta cantidad de años ganados muchas veces no se
correlaciona con un aumento o mantenimiento de la calidad de
vida esperada. En primer lugar, resulta prioritario reconocer
que el envejecimiento no es una enfermedad sino una etapa más de
la vida, que presenta un aumento de la vulnerabilidad
condicionada por los procesos biológicos asociados y determinada
desde lo social fundamentalmente desde el aislamiento al que
terminan siendo objeto los mayores. A lo que hay que sumar los
riesgos de desnutrición, sedentarismo, dependencia y
denigración. Y así como la enfermedad necesita acción
terapéutica, la vulnerabilidad requiere conductas saludables y
cuidados específicos.
Separadas del mundo del trabajo, la socialización de las
personas mayores queda limitada al espacio privado: las redes
familiares (cada vez más frágiles en estos tiempos, sumándose el
factor viudez en muchos casos) y los amigos. La soledad,
vinculada al abandono, marginalidad y desasosiego significa,
según un estudio realizado sobre 3 millones de personas por el
Departamento de Psicología de la Universidad Brigham Young, un
incremento del 30% en el riesgo de muerte prematura: ya sea por
apoplejía, accidente cerebro vascular o enfermedades cardíacas,
sumado a la elevada tasa de suicidios en los adultos mayores
(uno de los segmentos etarios donde es más común), asociada a la
depresión. Paradójicamente, los adultos mayores son también
quienes menos atención psicológica y psiquiátrica reciben. La
marginación y abandono social de los adultos mayores, en el
marco de la cultura del desecho, constituye una “eutanasia
disimulada”, para usar una expresión del Papa Francisco.
Asimismo, el achatamiento de la pirámide demográfica significa
también una disminución de la población joven, lo que tiene un
impacto en el sistema previsional. En el mismo sentido, los
nuevos viejos cuentan con familias menos extensas (si es que
tienen). Esto lleva a una mayor aceptación de
institucionalización como forma de incremento de las relaciones
sociales en organismos aptos para tal fin. A pesar de que, como
muestra la Encuesta SABE (Salud, Bienestar y Envejecimiento en
América Latina y el Caribe) realizada en la Argentina por la
CENEP en 2001, el grueso de los adultos mayores rechaza la
institucionalización (como residencias), que sólo llega al 2,3%
de los mayores de 60 años. En el imaginario del adulto mayor la
institucionalización es asociada con la pérdida de libertad,
imposibilidad de una inserción en la comunidad y la objetivación
del rechazo y el abandono familiar.
Para cuidar la salud de los adultos mayores es necesario
transformar la realidad de las residencias y, sobre todo,
estimular el potencial vital del adulto mayor: propiciar su
transformación de objeto en sujeto en el despliegue del devenir
cotidiano. Se debe impulsar el cumplimiento de las promesas de
la Declaración Universal de Derechos Humanos para las personas
mayores, como expresó recientemente la ONU en referencia a los
Objetivos del Día Internacional de las Personas de Edad (2023):
“Pedir a los gobiernos y a las entidades de la ONU que revisen
sus prácticas actuales con el fin de integrar mejor en su
trabajo un enfoque de los derechos humanos a lo largo de la vida
de las personas. Además, deben garantizar la participación
activa y significativa de todas las partes interesadas, incluida
la sociedad civil, las instituciones nacionales de derechos
humanos y las propias personas mayores, en el trabajo sobre el
fortalecimiento de la solidaridad entre generaciones y las
asociaciones intergeneracionales”.
El trabajo, lo genéricamente humano, es la forma en que uno se
realiza como sujeto útil y garantiza su independencia económica.
La exclusión del trabajo limita la capacidad de productividad
del adulto mayor, componente que juega un papel preponderante en
su autoestima, viéndose a sí mismo como inútil. Los adultos
mayores se convierten así de hecho en un grupo desvalorizado por
el sistema, al que sólo le queda realizarse como consumidor.
Pero inclusive este “derecho” les es negado sistemáticamente a
los jubilados en nuestro país.
En la Argentina, el particular contexto de crisis del sistema
previsional (producto de la dinámica misma del envejecimiento
demográfico y sus cambios estructurales en la proporción de
trabajadores activos por jubilado -amén del violento crecimiento
del empleo informal en las últimas décadas-), se traduce en
jubilaciones cada vez más precarias. La alta inflación y el
consecuente ajuste sobre las jubilaciones hacen que el flujo
(los ingresos corrientes) no sea suficiente, forzando muchas
veces a que el adulto mayor comprometa su propio stock (capital
acumulado), producto de décadas de trabajo, para poder continuar
consumiendo.
En el mes de octubre la canasta básica del jubilado trepó a los
$ 313.000, mientras más de la mitad de los adultos mayores (4,5
millones) cobra una jubilación mínima de $ 87.000, es decir,
casi 4 veces menos de lo necesario para no ser pobres. Aun
sumando los -coyunturales- bonos y devolución del IVA (cuando
sucede) el monto llega, en el mejor de los casos, a sólo la
mitad del valor de la canasta básica.
Así, en la Argentina salir del mercado laboral se vuelve también
sinónimo de pobreza, y la pobreza es siempre un factor
potenciador de otras problemáticas, siendo causante de
malnutrición (en sinergia a su vez con infecciones) e incidiendo
directamente en la salud del adulto mayor.
En definitiva, existe un saber creciente acumulado, existen
pautas e indicaciones internacionales, existen herramientas
tecnológicas, estadísticas, existen universidades y centros de
la sociedad civil. Lo que falta es la gobernanza sanitaria que
ponga en acción políticas públicas para transformar el saber en
hacer. Instituciones que construyan programas concretos de
intervención comunitaria. Sólo así lograremos que la última
etapa de la vida no sólo sea una a la que todos aspiren a
“llegar”, sino una en la que todos queramos vivir.
| (*)
Doctor en Medicina por
la Universidad Nacional
de Buenos Aires (UBA).
Director Académico de la
Especialización en
“Gestión Estratégica en
organizaciones de
Salud”; Universidad
Nacional del Centro -
UNICEN; Director
Académico de la Maestría
de Salud Pública y
Seguridad Social de la
Universidad del
Aconcagua - Mendoza;
Coordinador del área de
Salud Pública, del
Depto. de Investigación
de la Facultad de
Ciencias Médicas,
Universidad de
Concepción del Uruguay,
Entre Ríos. Co Autor
junto al Dr. Vicente
Mazzáfero de “Por una
reconfiguración
sanitaria pos-pandémica:
epidemiología y
gobernanza” (2020).
Autor de “La Salud que
no tenemos” (2019);
“Argentina Hospital, el
rostro oscuro de la
salud” (2018); “Claves
jurídicas y
Asistenciales para la
conformación de un
Sistema Federal
Integrado de Salud”
(2012); “La Fórmula
Sanitaria” (2003). |
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