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Una de las clásicas críticas del pensamiento sanitario
argentino-conformado en las primeras etapas de la Escuela de
Salud Pública (ESPUBA)- aproximadamente en los ’60, manifestaba
que pese a la extensa red de hospitales y centros de salud
estatales disponibles, las Obras Sociales (OS’s) orientaban sus
afiliados hacia servicios privados. Esta conducta contribuía al
incremento de los costos de la atención médica y dificultaba la
organización equitativa del Sistema de Salud.
En las décadas del 40 y 50, inspirado en el Servicio Nacional de
Salud británico (National Health Service-NHS) y en la naciente
Organización Mundial de la Salud (OMS), Ramón Carrillo promovía
el desarrollo de los servicios públicos, como el mejor recurso
para mejorar el nivel de salud de la población, parafraseando la
meta “una cama cada 100 habitantes”.
Paralelamente, el estrecho vínculo de las mutuales sindicales
con la Secretaría de Trabajo y Previsión, a cargo del Cnel.
Perón, posibilitaba que se las incorporara a los convenios
colectivos de trabajo (Ley 14.250), pasando de la adhesión
voluntaria a la afiliación obligatoria por rama de la
producción.
Perón, incluso, les decía a los trabajadores que tenían derecho
a una atención diferenciada en sus propios servicios, “para no
tener que ser atendidos en hospitales públicos, como ciudadanos
de segunda”.
Aquella dicotomía anecdótica, ilustra tradicionales expectativas
existentes en la ciudadanía, que evitaba concurrir a servicios
públicos administrados por entidades caritativas, para acceder a
la atención más digna y personalizada, que brindaban sanatorios
privados, técnicamente más precarios.
La visión subyacente se fue expresando en las décadas del 60 y
70, a través de legislación progresivamente desarrollada, para
regular la relación de las OS’s -en tanto administradoras de la
Seguridad Social (SeS)-, los servicios privados, los usuarios de
servicios públicos y los organismos estatales.
La cautividad de los trabajadores a la OS administrada por el
sindicato de su sector, así como el acceso a servicios propios o
privados contratados, quedó definitivamente establecida en la
Ley 18.610 de 1970. Mediante el juego de los factores que
intervinieron en las sucesivas decisiones adoptadas entre los
’70 y los ’90, los usuarios de servicios públicos quedaron
limitados a los trabajadores carentes de cobertura o de
capacidad contributiva, en redes asistenciales administradas
casi totalmente por las provincias.
Aunque el Estado, entre las décadas del 40 y 50, mostró una gran
capacidad de inversión en servicios asistenciales, no fue capaz
de diseñar un modelo administrativo más ágil que el de oficinas
burocráticas, con responsabilidades de bajo riesgo. Su modalidad
de gestión sigue siendo la de las áreas que no tienen contacto
con los pacientes: impersonal, a reglamento y con horarios
reducidos.
Las reducidas corrientes de inversión implementadas entre los
’70 y la pandemia de 2020, no lograron establecer nuevos modelos
de gestión, que admitieran una mayor autarquía hospitalaria y
competencia gerencial con los servicios privados.
Actualmente en la práctica habitual, los servicios públicos
tienen regímenes presenciales más laxos, rigidez de
procedimientos administrativos frente a la inestabilidad en la
provisión de insumos y necesidades de servicios temporarios,
flexibilidad en el cumplimiento de horarios nominales para los
profesionales de mayor antigüedad, e insuficiente
aprovechamiento de los equipos complejos y de las instalaciones.
En su operatoria corriente funcionan a pleno sólo en horarios
matutinos, no otorgan turnos telefónicos, tienen deficiente
mantenimiento edilicio y de instalaciones, frecuente carencia de
insumos esenciales y alto ausentismo del personal. Fuera de los
horarios matutinos, en general sólo funcionan la guardia de
Emergencias y los residentes. Problemas de orden sindical
afectan a menudo la continuidad de la atención.
Esta sumatoria de comportamientos, implica un marcado deterioro
en la eficiencia institucional y en los costos operativos
indirectos, que terminan subsidiados por el presupuesto
provincial del que dependen. Aunque la mayoría de ellos se han
entrenado en facturar servicios a entidades aseguradoras (OS’s y
prepagos), tienen escasa capacidad de presionar para el pago de
las prestaciones adeudadas. Un rasgo significativo del personal
de nosocomios estatales -con cobertura de la OS provincial- es
que, para su propia atención, suelen acudir a instituciones
privadas.
Los servicios privados, en cambio, están atados necesariamente a
la sustentabilidad de su funcionamiento, dado que no disponen
del reaseguro presupuestario del Estado. Asimismo, requieren la
mayor productividad posible -en términos de recursos/productos-
de todas sus secciones, procurando saturar su capacidad
instalada y la explotación de los equipos de mayor complejidad.
Tienen mayor flexibilidad para eludir las dificultades del
mercado de provisión de insumos, así como la volatilidad
macroeconómica; admiten modalidades más flexibles de
contratación de personal y regímenes de presentismo más
exigentes. Están organizados para funcionar a pleno las 24 horas
del día, con disponibilidad telefónica o informática de los
turnos.
Aunque desde el punto de vista de la continuidad de la atención
médica, suelen ser más deficientes que los servicios públicos,
la mayor eficiencia de su gestión posibilita complementar
parcialmente la inestabilidad del control clínico de los
pacientes.
Tomando en cuenta el marco de las pautas administrativas, en que
se desenvuelven los dos tipos -gestión pública y privada-de
nosocomios analizados, tal como estimamos más arriba -en
términos de recurso/producto-, los servicios privados resultan
de menor costo que los estatales. Individualmente consideradas,
sus prestaciones son más costosas, pero la carga de costos
indirectos que soportan está mejor prorrateada y, en
consecuencia, resulta más favorable en el costo del producto
final.
Por otra parte, ante endeudamientos imprevistos por parte de los
aseguradores, los servicios privados cuentan con mayor acceso a
medios judiciales para reclamar las liquidaciones, incluyendo
cortes de servicios.
En consecuencia, confluyen en esta orientación de las
preferencias de los protagonistas, no sólo la sensación de trato
digno que acostumbran a proporcionar las instituciones privadas,
sino también la estimación de los costos inherentes a ambos
ámbitos de atención, pese a que no se cuenta con estudios
confiables de costos comparativos.
Desde el punto de vista de la cobertura, frente a situaciones de
emergencia financiera, es comprensible que los administradores
de entidades aseguradoras consideren prioritarias las deudas con
prestadores privados. No se trata sólo de un problema ético: es
obvio que muchas conductas están sustentadas por corruptelas,
cuyas dimensiones es imposible cuantificar.
Pero el comportamiento analizado es un fenómeno multifactorial,
cuya persistencia en el imaginario social -corrupción mediante o
sin ella-desemboca en una actitud generalizada de los actores
del Sistema de Salud y de la población, destinataria final de
todos los servicios.
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