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Columna  

UN DESTINO DE ESPERANZA Y POSIBLE, SIN SOLUCIONES MÁGICAS

Por el Dr. Rubén Torres (*)

 
La pobreza es un mal ya endémico en nuestro país, determinada por la incapacidad de alcanzar un nivel de ingresos, y expresada en la exclusión, la marginalidad, la desigualdad social en calidad de vida, acceso a la educación y la salud.
No existen dudas respecto de la necesidad de generar crecimiento económico y riqueza, pero eso no bastará para solucionar la incertidumbre laboral, los bajos salarios y la falta de perspectivas de futuro, si no se acompaña de acceso a educación de buena calidad y de salud de calidad homogénea para todos.
Las medidas contra la pobreza tomadas hasta ahora son expresión de una fracasada política social que administra planes que atacan las consecuencias, y no las causas de esta, y ha generado una burocracia que transformó a sus funcionarios en líderes de ejércitos de agentes públicos que viven de presupuestos destinados a su solución.
Políticas monetarias y fiscales responsables harían más para combatir la pobreza que esos ejércitos y que el conjunto de expertos que desde hace años discuten interminablemente como medirla, en reuniones en hoteles de 5 estrellas, con cenas bien pobladas, mientras sigue aumentando el número de aquellos que no pueden comer.
Este país fue durante muchos años un ejemplo de movilidad social ascendente, fundada en familias inmigrantes, humildes, educadas en el esfuerzo y el trabajo, que permitió a sus hijos estudiar, ser profesionales y estar en una posición social mejor que sus padres. Ese sendero meritocrático de trabajo, estudio, responsabilidad, esfuerzo y compromiso se apoyó también en servicios públicos, especialmente de educación y salud, accesibles y bastante más que aceptables para la época.
Ese mismo país, discute hoy enfervorizadamente el fuerte aumento de las cuotas de la medicina prepaga, que afecta a 6 millones de sus hijos y oculta e invisibiliza a los varios millones de ellos, que esperan pacientemente a altas horas de la madrugada la posibilidad de obtener un turno de atención, una fecha de operación, o un medicamento que alivie los efectos de una patología tardíamente diagnosticada.
El mismo país que permitió impunemente que los salarios de sus trabajadores de la salud (como el de la mayoría de sus servidores públicos) no guardara ninguna relación con sus responsabilidades. El mismo país que parece haber logrado mágicamente la solución para dilemas insolubles en el mundo desarrollado: el desafío de financiar la salud ante el avance de tecnologías y fármacos, que necesarios para enfrentar la prolongación de la vida se hacen imprescindibles para sostener la calidad de vida, e impulsan un gasto en salud cada vez mayor, superior al crecimiento de las economías.
Durante los gobiernos anteriores se les dio una mágica solución “política”, creando distorsiones, como en las tarifas de energía y transporte, que ahora estallan a través de aumentos inexplicables, en lugar de encarar el problema, como lo hace el mundo desarrollado, transparentando costos, estableciendo prioridades y ejerciendo regulaciones inteligentes, e imprescindibles para un mercado con fallas innatas, como el sanitario.
Una sucesión de leyes y sentencias judiciales obligó a financiar tratamientos y medicamentos, sin considerar sus fuentes de financiamiento posibles, ni evidencia científica, o un análisis de costo-efectividad. Muchos legisladores impulsaron leyes que ampliaron el PMO, embanderados en una “ampliación de derechos”, que nunca llegó a aquellos más desprotegidos, para los cuales el PMO no es de aplicación obligatoria.
Esos avances son propios de Estados modernos y realmente solidarios, que los financian con su presupuesto nacional, para que lleguen a todos sus ciudadanos, sin diferencias de calidad, y no los imponen y cargan a la cuenta de las instituciones de seguridad social y privadas, mientras no las garantizan para los más desprotegidos.
El resultado, ahora a la vista, significó deterioro de financiadores y prestadores, quienes retrasaron inversiones, y especialmente salarios del personal y honorarios de los médicos, muchos de los cuales renunciaron o piden copagos para atender a los afiliados.
En comparación con la mayoría de los sistemas de salud de la región de las Américas, el argentino constituye un ejemplo de accesibilidad, gratuidad y cobertura, sin embargo, sus características de segmentación y fragmentación lo transforman en un paradigma de inequidad, y se requiere debatir el modelo de atención y los mecanismos de protección financiera ofrecidos a los ciudadanos.
Sin embargo, la problemática del sistema de salud no ha sido un objetivo prioritario de la agenda de política pública en la Argentina. Del mismo modo, la ampliación de derechos vinculados al acceso a la salud debe tener su correlato en un compromiso institucional que, si bien empodera a la población, también implica desafíos para asignar los recursos de un modo más eficaz, y no existe sistema sanitario que se encuentre plenamente preparado para abordar globalmente esta problemática.
El acceso universal, promovido desde foros globales desde hace más de una década muestra el desafío de repensar el sistema sanitario de la Argentina, y brinda un marco para analizar otras experiencias y enseñanzas en el diseño de un modelo de cobertura universal en salud.
Sin embargo, cómo implementar esta cobertura debe ser resultado de un debate de la sociedad, para establecer objetivos estratégicos y metas de mediano plazo, y tiene ineludibles aspectos culturales y de prioridad de los valores de nuestra sociedad. Si bien el país ha avanzado en reducir sus indicadores de morbimortalidad, ha aumentado su esperanza de vida y cuenta con uno de los gastos en salud más elevados de la región -y también de las naciones de ingresos similares-, las brechas entre grupos sociales constituyen aún una deuda.
El desempeño del sector se halla por debajo de las expectativas, y corregirlo exige incorporar en la agenda de política pública el tema del financiamiento y el modelo de atención de la salud. El sector debiera mantener la solidaridad del modelo actual, pero con una mayor eficiencia en el uso de los recursos disponibles.
Ello exige, por ejemplo, contar con instituciones de la seguridad social, con una cantidad de afiliados suficiente para que sea viable, y reducir dificultades en los mecanismos de compras de medicamentos, insumos y contratación de prestadores.
Las garantías de derechos que integran el PMO, y deben ser respetados por seguros sociales y medicina prepaga es extremadamente amplio y se encuentra pobremente reglamentado para su aplicación, excluyendo intervenciones necesarias e incluyendo otras que no son prioritarias.
Se requeriría de una autoridad de evaluación que se expida sobre la efectividad de nuevas tecnologías y medicamentos, otorgando criterios técnicamente sólidos para su incorporación al grupo de garantías explícitas a ser cubiertas tanto en el subsistema de obras sociales como en el público, brindando pautas comunes para orientar no sólo el gasto y la evaluación y el uso de medicamentos y tecnologías, sino también para promover normas que impulsen cambios en el comportamiento prescriptivo y el consumo de bienes y servicios de salud.
Una asignatura pendiente en cualquier esquema de cambio sectorial es la definición del rol del PAMI, primera fuente de recursos del sistema, de la cual dependen la mayoría de los prestadores públicos y privados del país, y puede influir en la dirección a ser tomada por la organización del sistema de salud en su conjunto.
El protagonismo del sector privado, fundamentalmente en la prestación de servicios de salud a obras sociales y prepagas es particularmente importante, y cualquier diseño a futuro debe contemplar su participación, estableciendo un marco regulatorio que brinde señales claras para facilitar la inversión en tecnología y equipamiento, y generando espacios de colaboración interinstitucional.
La convergencia hacia un modelo más equitativo y eficaz en la asignación de recursos en nuestro país implica un esfuerzo de coordinación, pues se parte de un piso de recursos y garantías no equiparable, que supera en algunos casos las pautas establecidas en naciones desarrolladas.
La sociedad, y sus representantes, necesitan reconocer que aceptan el derecho a la protección de la salud como universal, aunque la capacidad de financiamiento no sea igualitaria, y que la declamación de derechos debe ser acompañada por políticas y financiamiento que los garanticen efectivamente. Las estadísticas ratifican que no hay recetas mágicas. En un país donde pareciera ignorarse que el derecho constitucional a la salud implica una obligación del Estado y no de obras sociales o prepagas, cuyas fuentes de financiamiento no provienen del Tesoro nacional, la participación del gasto público del ministerio de Salud de la Nación es relativamente reducida (en comparación con las jurisdicciones provinciales), y el desafío de rectoría es muy elevado.
El ministerio nacional debería actuar como compensador y unificador del modelo en su conjunto, sirviendo de apoyatura técnica y financiador de última instancia, promoviendo la construcción de sistemas provinciales sustentables institucional y financieramente. Un marco regulatorio sólido, con protocolos que definan explícitamente derechos y prestaciones, constituye una herramienta imprescindible para la equidad sectorial y para la eficiencia asignativa.
No hay un solo modelo que garantice la salud de la población, y esta meta se puede alcanzar con estrategias muy diferenciadas. Lo que no puede faltar son instituciones eficientes, que tracen objetivos de largo plazo y sean rigurosas en su cumplimiento. Donde rigen la anomia, el desorden y la improvisación, el fracaso está garantizado. No existe una sola arquitectura para todos los países. El resultado de un sistema de salud no depende tanto de su arquitectura, sino de otras variables, como sus valores.
Por ejemplo, si el país realmente apuesta a tener equidad, in- dependientemente del modelo que elija debe diferenciar el tema en términos del acceso a beneficios, de la calidad. Hasta hace algunos años parecía que bastaba con asegurar acceso a todos, pero ahora hay que pensar qué significa ese acceso y cobertura si no da acceso a servicios de calidad.
A pesar de ser de los que más invierte, de tener una amplia infraestructura y profesionales de calidad, el alto grado de desorganización hace que la prestación de servicios sea muy deficiente e ineficiente por la duplicación de funciones. Tenemos hospitales públicos nacionales, provinciales y municipales, privados y financiados por la seguridad social, y cada uno puede tener diferentes contratos, modelos de atención y pautas de gestión.
Según la Organización Mundial de la Salud, un sistema de salud es una estructura social constituida por el conjunto de personas y acciones destinados a mantener y mejorar la salud de la población. Incluye diferentes elementos interrelacionados como instituciones, organismos y servicios que llevan a cabo, a través de acciones planificadas y organizadas, una variedad de actividades cuya finalidad última es la mejora de la salud, e incluyen actividades de promoción y protección de la salud, prevención y tratamiento de la enfermedad, y rehabilitación y reinserción.
Los objetivos de este sistema son contribuir a mejorar la salud de toda la población, ofrecer un acceso equitativo y de calidad a todos los usuarios y ser sostenible financieramente, otorgando protección financiera a los mismos. Los sistemas sanitarios como mecanismos de protección social se pueden observar desde dos alternativas opuestas: quienes opinan que la asistencia sanitaria es un bien privado frente a aquellos que reconocen el derecho a la salud.
Para los primeros, la financiación de la asistencia estará basada bien en el pago directo, o en la compra voluntaria de una póliza de seguros. Por el contrario, el entender la salud como un derecho implica una trans- formación del modo de financiación y, por ende, de la organización y la estructura del sistema sanitario.
Del equilibrio entre estas posiciones surge la estructura final del sistema. Ningún país tiene un modelo único y exclusivo. En general coexisten diferentes modelos en proporciones diferentes. Nuestro gran desafío lo constituye establecer esas proporciones en el marco de una mesa de acuerdos que preserve los derechos de los ciudadanos, y no de los sectores con intereses en ellos.
En conclusión, es clave continuar trabajando de manera mancomunada en la sustentabilidad del sistema de salud con criterios de equidad, federalismo y calidad, y reconocer que el derecho a la salud de todos los argentinos deberá ser brindado por prestadores y financiadores públicos y privados, optimizando y sincerando los recursos disponibles, estando mejor organizados, siendo más eficientes, estando vinculados tecnológicamente y ante todo, cualquier reforma debe poner en el centro a los pacientes ciudadanos, en un entorno de viabilidad económica y financiera

(*) Presidente del Instituto de Política, Economía y Gestión en Salud (IPEGSA).
 

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