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La pobreza es un mal ya endémico en nuestro país,
determinada por la incapacidad de alcanzar un nivel de
ingresos, y expresada en la exclusión, la marginalidad,
la desigualdad social en calidad de vida, acceso a la
educación y la salud.
No existen dudas respecto de la necesidad de generar
crecimiento económico y riqueza, pero eso no bastará
para solucionar la incertidumbre laboral, los bajos
salarios y la falta de perspectivas de futuro, si no se
acompaña de acceso a educación de buena calidad y de
salud de calidad homogénea para todos.
Las medidas contra la pobreza tomadas hasta ahora son
expresión de una fracasada política social que
administra planes que atacan las consecuencias, y no las
causas de esta, y ha generado una burocracia que
transformó a sus funcionarios en líderes de ejércitos de
agentes públicos que viven de presupuestos destinados a
su solución.
Políticas monetarias y fiscales responsables harían más
para combatir la pobreza que esos ejércitos y que el
conjunto de expertos que desde hace años discuten
interminablemente como medirla, en reuniones en hoteles
de 5 estrellas, con cenas bien pobladas, mientras sigue
aumentando el número de aquellos que no pueden comer.
Este país fue durante muchos años un ejemplo de
movilidad social ascendente, fundada en familias
inmigrantes, humildes, educadas en el esfuerzo y el
trabajo, que permitió a sus hijos estudiar, ser
profesionales y estar en una posición social mejor que
sus padres. Ese sendero meritocrático de trabajo,
estudio, responsabilidad, esfuerzo y compromiso se apoyó
también en servicios públicos, especialmente de
educación y salud, accesibles y bastante más que
aceptables para la época.
Ese mismo país, discute hoy enfervorizadamente el fuerte
aumento de las cuotas de la medicina prepaga, que afecta
a 6 millones de sus hijos y oculta e invisibiliza a los
varios millones de ellos, que esperan pacientemente a
altas horas de la madrugada la posibilidad de obtener un
turno de atención, una fecha de operación, o un
medicamento que alivie los efectos de una patología
tardíamente diagnosticada.
El mismo país que permitió impunemente que los salarios
de sus trabajadores de la salud (como el de la mayoría
de sus servidores públicos) no guardara ninguna relación
con sus responsabilidades. El mismo país que parece
haber logrado mágicamente la solución para dilemas
insolubles en el mundo desarrollado: el desafío de
financiar la salud ante el avance de tecnologías y
fármacos, que necesarios para enfrentar la prolongación
de la vida se hacen imprescindibles para sostener la
calidad de vida, e impulsan un gasto en salud cada vez
mayor, superior al crecimiento de las economías.
Durante los gobiernos anteriores se les dio una mágica
solución “política”, creando distorsiones, como en las
tarifas de energía y transporte, que ahora estallan a
través de aumentos inexplicables, en lugar de encarar el
problema, como lo hace el mundo desarrollado,
transparentando costos, estableciendo prioridades y
ejerciendo regulaciones inteligentes, e imprescindibles
para un mercado con fallas innatas, como el sanitario.
Una sucesión de leyes y sentencias judiciales obligó a
financiar tratamientos y medicamentos, sin considerar
sus fuentes de financiamiento posibles, ni evidencia
científica, o un análisis de costo-efectividad. Muchos
legisladores impulsaron leyes que ampliaron el PMO,
embanderados en una “ampliación de derechos”, que nunca
llegó a aquellos más desprotegidos, para los cuales el
PMO no es de aplicación obligatoria.
Esos avances son propios de Estados modernos y realmente
solidarios, que los financian con su presupuesto
nacional, para que lleguen a todos sus ciudadanos, sin
diferencias de calidad, y no los imponen y cargan a la
cuenta de las instituciones de seguridad social y
privadas, mientras no las garantizan para los más
desprotegidos.
El resultado, ahora a la vista, significó deterioro de
financiadores y prestadores, quienes retrasaron
inversiones, y especialmente salarios del personal y
honorarios de los médicos, muchos de los cuales
renunciaron o piden copagos para atender a los
afiliados.
En comparación con la mayoría de los sistemas de salud
de la región de las Américas, el argentino constituye un
ejemplo de accesibilidad, gratuidad y cobertura, sin
embargo, sus características de segmentación y
fragmentación lo transforman en un paradigma de
inequidad, y se requiere debatir el modelo de atención y
los mecanismos de protección financiera ofrecidos a los
ciudadanos.
Sin embargo, la problemática del sistema de salud no ha
sido un objetivo prioritario de la agenda de política
pública en la Argentina. Del mismo modo, la ampliación
de derechos vinculados al acceso a la salud debe tener
su correlato en un compromiso institucional que, si bien
empodera a la población, también implica desafíos para
asignar los recursos de un modo más eficaz, y no existe
sistema sanitario que se encuentre plenamente preparado
para abordar globalmente esta problemática.
El acceso universal, promovido desde foros globales
desde hace más de una década muestra el desafío de
repensar el sistema sanitario de la Argentina, y brinda
un marco para analizar otras experiencias y enseñanzas
en el diseño de un modelo de cobertura universal en
salud.
Sin embargo, cómo implementar esta cobertura debe ser
resultado de un debate de la sociedad, para establecer
objetivos estratégicos y metas de mediano plazo, y tiene
ineludibles aspectos culturales y de prioridad de los
valores de nuestra sociedad. Si bien el país ha avanzado
en reducir sus indicadores de morbimortalidad, ha
aumentado su esperanza de vida y cuenta con uno de los
gastos en salud más elevados de la región -y también de
las naciones de ingresos similares-, las brechas entre
grupos sociales constituyen aún una deuda.
El desempeño del sector se halla por debajo de las
expectativas, y corregirlo exige incorporar en la agenda
de política pública el tema del financiamiento y el
modelo de atención de la salud. El sector debiera
mantener la solidaridad del modelo actual, pero con una
mayor eficiencia en el uso de los recursos disponibles.
Ello exige, por ejemplo, contar con instituciones de la
seguridad social, con una cantidad de afiliados
suficiente para que sea viable, y reducir dificultades
en los mecanismos de compras de medicamentos, insumos y
contratación de prestadores.
Las garantías de derechos que integran el PMO, y deben
ser respetados por seguros sociales y medicina prepaga
es extremadamente amplio y se encuentra pobremente
reglamentado para su aplicación, excluyendo
intervenciones necesarias e incluyendo otras que no son
prioritarias.
Se requeriría de una autoridad de evaluación que se
expida sobre la efectividad de nuevas tecnologías y
medicamentos, otorgando criterios técnicamente sólidos
para su incorporación al grupo de garantías explícitas a
ser cubiertas tanto en el subsistema de obras sociales
como en el público, brindando pautas comunes para
orientar no sólo el gasto y la evaluación y el uso de
medicamentos y tecnologías, sino también para promover
normas que impulsen cambios en el comportamiento
prescriptivo y el consumo de bienes y servicios de
salud.
Una asignatura pendiente en cualquier esquema de cambio
sectorial es la definición del rol del PAMI, primera
fuente de recursos del sistema, de la cual dependen la
mayoría de los prestadores públicos y privados del país,
y puede influir en la dirección a ser tomada por la
organización del sistema de salud en su conjunto.
El protagonismo del sector privado, fundamentalmente en
la prestación de servicios de salud a obras sociales y
prepagas es particularmente importante, y cualquier
diseño a futuro debe contemplar su participación,
estableciendo un marco regulatorio que brinde señales
claras para facilitar la inversión en tecnología y
equipamiento, y generando espacios de colaboración
interinstitucional.
La convergencia hacia un modelo más equitativo y eficaz
en la asignación de recursos en nuestro país implica un
esfuerzo de coordinación, pues se parte de un piso de
recursos y garantías no equiparable, que supera en
algunos casos las pautas establecidas en naciones
desarrolladas.
La sociedad, y sus representantes, necesitan reconocer
que aceptan el derecho a la protección de la salud como
universal, aunque la capacidad de financiamiento no sea
igualitaria, y que la declamación de derechos debe ser
acompañada por políticas y financiamiento que los
garanticen efectivamente. Las estadísticas ratifican que
no hay recetas mágicas. En un país donde pareciera
ignorarse que el derecho constitucional a la salud
implica una obligación del Estado y no de obras sociales
o prepagas, cuyas fuentes de financiamiento no provienen
del Tesoro nacional, la participación del gasto público
del ministerio de Salud de la Nación es relativamente
reducida (en comparación con las jurisdicciones
provinciales), y el desafío de rectoría es muy elevado.
El ministerio nacional debería actuar como compensador y
unificador del modelo en su conjunto, sirviendo de
apoyatura técnica y financiador de última instancia,
promoviendo la construcción de sistemas provinciales
sustentables institucional y financieramente. Un marco
regulatorio sólido, con protocolos que definan
explícitamente derechos y prestaciones, constituye una
herramienta imprescindible para la equidad sectorial y
para la eficiencia asignativa.
No hay un solo modelo que garantice la salud de la
población, y esta meta se puede alcanzar con estrategias
muy diferenciadas. Lo que no puede faltar son
instituciones eficientes, que tracen objetivos de largo
plazo y sean rigurosas en su cumplimiento. Donde rigen
la anomia, el desorden y la improvisación, el fracaso
está garantizado. No existe una sola arquitectura para
todos los países. El resultado de un sistema de salud no
depende tanto de su arquitectura, sino de otras
variables, como sus valores.
Por ejemplo, si el país realmente apuesta a tener
equidad, in- dependientemente del modelo que elija debe
diferenciar el tema en términos del acceso a beneficios,
de la calidad. Hasta hace algunos años parecía que
bastaba con asegurar acceso a todos, pero ahora hay que
pensar qué significa ese acceso y cobertura si no da
acceso a servicios de calidad.
A pesar de ser de los que más invierte, de tener una
amplia infraestructura y profesionales de calidad, el
alto grado de desorganización hace que la prestación de
servicios sea muy deficiente e ineficiente por la
duplicación de funciones. Tenemos hospitales públicos
nacionales, provinciales y municipales, privados y
financiados por la seguridad social, y cada uno puede
tener diferentes contratos, modelos de atención y pautas
de gestión.
Según la Organización Mundial de la Salud, un sistema de
salud es una estructura social constituida por el
conjunto de personas y acciones destinados a mantener y
mejorar la salud de la población. Incluye diferentes
elementos interrelacionados como instituciones,
organismos y servicios que llevan a cabo, a través de
acciones planificadas y organizadas, una variedad de
actividades cuya finalidad última es la mejora de la
salud, e incluyen actividades de promoción y protección
de la salud, prevención y tratamiento de la enfermedad,
y rehabilitación y reinserción.
Los objetivos de este sistema son contribuir a mejorar
la salud de toda la población, ofrecer un acceso
equitativo y de calidad a todos los usuarios y ser
sostenible financieramente, otorgando protección
financiera a los mismos. Los sistemas sanitarios como
mecanismos de protección social se pueden observar desde
dos alternativas opuestas: quienes opinan que la
asistencia sanitaria es un bien privado frente a
aquellos que reconocen el derecho a la salud.
Para los primeros, la financiación de la asistencia
estará basada bien en el pago directo, o en la compra
voluntaria de una póliza de seguros. Por el contrario,
el entender la salud como un derecho implica una trans-
formación del modo de financiación y, por ende, de la
organización y la estructura del sistema sanitario.
Del equilibrio entre estas posiciones surge la
estructura final del sistema. Ningún país tiene un
modelo único y exclusivo. En general coexisten
diferentes modelos en proporciones diferentes. Nuestro
gran desafío lo constituye establecer esas proporciones
en el marco de una mesa de acuerdos que preserve los
derechos de los ciudadanos, y no de los sectores con
intereses en ellos.
En conclusión, es clave continuar trabajando de manera
mancomunada en la sustentabilidad del sistema de salud
con criterios de equidad, federalismo y calidad, y
reconocer que el derecho a la salud de todos los
argentinos deberá ser brindado por prestadores y
financiadores públicos y privados, optimizando y
sincerando los recursos disponibles, estando mejor
organizados, siendo más eficientes, estando vinculados
tecnológicamente y ante todo, cualquier reforma debe
poner en el centro a los pacientes ciudadanos, en un
entorno de viabilidad económica y financiera
| (*) Presidente del
Instituto de Política, Economía y Gestión en
Salud (IPEGSA). |
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