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Cada vez que el INDEC revela los números oficiales de la pobreza
en nuestro país, el resultado es una profundización del drama
social. Hundirse en las carencias, además de la pérdida de
expectativas, no es más que adentrarse en el opaco mundo de la
penuria social con toda su gama de problemáticas.
Pero una cosa es exponer el porcentaje de pobres desde la
presunción de una línea económica que divide la sociedad entre
incluidos y excluidos del mercado y de la posibilidad de contar
con una canasta básica de bienes y servicios, y otra muy
diferente desagregarlos e identificar dentro de este amplio
grupo a los estructurales, el sector más cristalizado en esa
posición social y en condiciones de abismal desventaja respecto
del resto. Incluido el universo de los nuevos pobres que se van
sumando al ritmo de la paradójica y acelerada movilidad social
descendente.
Por cierto, el dato de 70,8% de pobreza infantil del primer
trimestre de 2024 y de una indigencia del 34,4% es más que
alarmante. Respecto de la pobreza sobre la niñez vulnerable,
vinculada a la pérdida de derechos básicos como educación
vivienda adecuada o salud, el 42,6 % de estos chicos sufre al
menos una privación (5,4 millones) y un 16,7 % tiene una
privación considerada severa (2,1 millones).
Este drama no es nuevo. La Argentina viene enfrentando desde
hace décadas un grave problema económico, social y sanitario
frente a la pobreza, más complejo que la simple enunciación de
cifras y situaciones particulares. Numéricamente desconocidos,
pero geográficamente identificables en los márgenes urbanos de
las grandes ciudades y con mayores carencias de todo tipo, el
universo definido como pobre ha quedado configurado por un
amplio colectivo social disperso entre tres círculos
concéntricos, donde se juega su destino.
En el círculo más externo y dinámico están quienes entran y
salen de esa frontera económica de bienes y servicios en función
de que nivel de ingresos alcanzan y de la dinámica
inflacionaria. El círculo más profundo lo componen 1.2 millones
de familias, es decir, entre 4 y 5 millones de personas que
viven en asentamientos y barrios de emergencia con ingresos que
los sepultan en la indigencia, bajo condiciones de alta
vulnerabilidad y en muchos casos prisioneros de las carencias,
del narco y de la marginalidad.
Entre ambos existe un tercer círculo de pobres que tratan de
salir del pantano social con dignidad, esfuerzo y trabajo
precario, envían a sus hijos a la escuela procurando algún
progreso social futuro y cuidan de su salud, aunque sus
pauperizados ingresos apenas si les permiten cubrir alimentos y
escasos servicios básicos.
Las mayores dificultades de la condición de pobreza extrema
surgen del daño colateral múltiple que producen los déficits
crónicos no resueltos sobre su condición de vida, manteniéndolos
en un malestar permanente. Carecer de vivienda digna, agua
segura de consumo, saneamiento ambiental básico, trabajo y
posibilidades de acceder a buenos servicios de salud y
educativos. Viejos males conocidos y no resueltos que potencian
su exclusión y marginalidad. Y los llevan a vivir en los
márgenes de una sociedad que -además- suele estigmatizarlos en
el estereotipo del delito.
El modelo de exclusión a que quedan sometidos forma parte de un
fenómeno creciente de vida en “guettos” aislados y amurallados
por barreras físicas artificiales, que impiden su integración
social y solo ayudan a profundizar el deterioro individual y
colectivo. Se van transformando en una especie de “infraclase”,
sin valor de mercado -como sugiere Zygmut Baumann- y cada vez
más alejados de la posibilidad de consumir dentro de la lógica
libremercadista, solo visibles desde el supuesto “peligro” que
representan para el resto del colectivo social.
El problema más sensible de la exclusión son los niños y
adolescentes. Sometidos a la interacción directa entre nivel
socio económico y salud, se exponen al impacto que ciertos
factores tienen sobre sus habilidades cognitivas presentes y
futuras. Su salud resulta un espejo que refleja las mayores
inequidades. Hay estudios publicados internacionalmente en donde
se advierte que las relaciones e interacciones con el medio y
sus determinantes actúan modelando áreas del cerebro que
controlan el comportamiento humano (por ejemplo, la habilidad de
concentrarse en algo) e impactan en el resultado educativo (como
aprender a leer).
Y está científicamente comprobado que quienes conviven en un
entorno de pobreza significativa y violencia barrial muestran
imágenes de progresivo debilitamiento de las conexiones
neuronales en el cerebro joven, así como una menor interacción
en tiempo real en áreas cerebrales vinculadas con la conciencia,
el juicio y los procesos éticos y emocionales.
Las imágenes obtenidas utilizando RNM demuestran una marcada
disminución de sustancia gris en el hipocampo vinculado a la
memoria (soporte del procesamiento de la información y el
comportamiento), en el lóbulo frontal (asociado al proceso de
decisión, resolución de problemas, control del impulso, juicio y
comportamiento social y emocional), y en el temporal (procesos
de lenguaje, visión y audición y de conciencia de sí mismo).
Precisamente, áreas que asociadas resultan cruciales respecto de
seguir instrucciones, poner atención y mejorar el aprendizaje
global. ¿Pasa todo el tema de la salud por la cura? No. También
pasa por anticiparse a la enfermedad. Estimular positivamente o
no el cerebro en forma temprana durante la infancia será el
determinante psíquico para que las conexiones neuronales se
fortalezcan o bien se reduzcan, lo que puede generar un daño
irreversible en el patrón futuro de desarrollo psicosocial.
¿Por qué es urgente focalizar acciones que generen un impacto
sanitario y social sobre la infancia altamente vulnerable, que a
futuro será parte de las nuevas generaciones económicamente
activas del país? Porque quienes han investigado el
comportamiento del cerebro frente a los determinantes sociales
sostienen que éste dispone de neuroplasticidad (capacidad de
modificar su propia estructura y aumentar el número de
conexiones neuronales) entre el momento del nacimiento y la
primera infancia, condición que luego irá disminuyendo con el
tiempo, aunque sin llegar nunca a cero.
Esto implica la necesidad de incorporar también a sus madres -a
veces adolescentes- criadas en la pobreza y con pocas
probabilidades de haber desarrollado suficientes habilidades
intelectuales al proceso de estímulo a sus hijos. Sabiendo
además que entre los 15 a 30 años existe una segunda posibilidad
de aumento de tal neuroplasticidad, lo que significa que, con
entrenamiento y práctica suficiente, adolescentes y adultos
jóvenes altamente vulnerables pueden quedar en mejor condición
para adaptarse al entorno conflictivo en el que viven, y lograr
superarlo.
No podemos predecir la vuelta de la movilidad social ascendente
como motor social. Ignoramos el tiempo que falta para ello y
venimos de una larga historia a la inversa. Tampoco una salud
con igualdad de oportunidades. Pero planificar y gestionar en lo
inmediato una política sanitaria efectiva sobre la población
infantil más vulnerable y en alto riesgo que potencie su
desarrollo intelectual y sus capacidades puede ser el único
camino para obtener resultados a futuro, dejando atrás la
insuficiencia e ineficiencia de los planes asistencialistas
focalizados y la relatividad de las transferencias
condicionadas.
No basta entonces solo con paliar el hambre. Es urgente elaborar
un programa socio - sanitario de promoción integral de la salud
psicofísica focalizado en los niños y jóvenes altamente
vulnerables, donde todas las jurisdicciones provinciales se
comprometan a llevarlo adelante a fin de promover su mejor
desarrollo, inclusión e inserción social y darles la oportunidad
de ser parte de la potencialidad de las generaciones futuras. La
ciencia ya ha demostrado en forma concreta el impacto de las
carencias.
Pero el dilema del presente es que más allá de lo coyuntural, en
un contexto económico donde los logros seguirán siendo lentos e
imprecisos y la salud y la educación no llegarán a todos por
igual, no pensar acciones integradas que reviertan estas
complejas situaciones alarmantes resulta una trampa mortal.
Es urgente pensar y potenciar nuevas políticas sanitarias y
sociales destinadas a niños en alto riesgo. Y esto implica
romper definitivamente con el modelo clientelista y
cortoplacista cristalizador de la pobreza, e invertir recursos a
lo largo del tiempo y en forma continuada para gestionar ya no
más programas asistencialistas, sino generadores de efectos
concretos que provoquen un impacto decisivo frente a esta
realidad desigual y exclusora.
La sociedad ya no otorga más espacio a los slogans facilistas.
En la medida que los recursos financieros se hagan cada vez más
inequitativos y restrictivos, las oportunidades de las familias
pobres de invertir en el desarrollo social de sus hijos también
se tornarán cada vez más desiguales. Sabemos que no hay peor
pobreza que la de un niño con un cuerpo pobre en salud y un
cerebro pobre en educación. Son espejos de la decadencia social.
Lo que falta son decisiones políticas. Claras y acertadas.
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