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Cada final y comienzo de año se convierte
en un ejercicio catártico y reflexivo que, aunque valioso, a
menudo se queda en la mera constatación de lo ocurrido. El
estado de la salud no puede limitarse a resúmenes
retrospectivos; el diagnóstico es conocido, el hoy demanda
proyectos integrales, estrategias que apunten a cambios reales y
sostenibles en un sistema que ha demostrado estar en constante
tensión.
Llevamos un año de un nuevo gobierno, es indispensable reconocer
que el sistema de salud está marcado por deudas que van desde
mucho más atrás, y que los vaivenes económicos o la volatilidad
de la inflación solo agudizaron una larga enfermedad crónica por
inacción. La salud arrastra una crisis estructural que se
extiende por más tiempo del que permiten las fluctuaciones
económicas, y es justamente esa persistencia la que exige una
transformación urgente mediante planes concretos.
La situación económica del país ha condicionado que las
políticas de salud se hayan visto muchas veces subordinadas a la
necesidad de estabilizar la economía. El entorno de inflación
incontenible y de incertidumbre ha relegado a la salud a un
segundo plano, esperando el momento en que la macroeconomía
permita implementar cambios profundos. No obstante, este enfoque
de “esperar lo estable” ha dejado al sistema en un estado de
vulnerabilidad, en el que las medidas aisladas no han logrado
encaminar al sector hacia mejoras sustanciales.
El desafío, luego de que empecemos a vislumbrar un mayor
estabilidad, consiste en articular políticas que, aun en tiempos
económicos complejos, impulsen resultados concretos: la
optimización de recursos, la mejora de la cobertura asistencial
y la consolidación de un sistema que responda a las demandas
actuales. Es preciso, por tanto, diseñar planes estratégicos que
permitan anticipar y resolver problemas, en lugar de simplemente
documentarlos.
Durante décadas, el sistema ha mostrado un patrón de
fragmentación y falta de planificación que afecta tanto a
usuarios como a profesionales. La desconexión entre las diversas
instancias –municipales, provinciales y nacional– ha impedido el
desarrollo de soluciones integradas. La falta de un enfoque
estratégico ha propiciado que los cambios sean, en el mejor de
los casos, paliativos y, en el peor, insignificantes frente a
las necesidades reales de la población.
En este contexto, la salud merece, sin discusión, una reforma
profunda. La situación actual nos obliga a repensar la manera en
que se organizan y financian los servicios de salud, adoptando
medidas que no se limiten a respuestas temporales, sino que
apunten a una transformación estructural. Durante este año se
han adoptado algunas decisiones en ámbitos puntuales, tales como
la operatoria de las prepagas, la prescripción de medicamentos y
la cobertura de los mismos. Estas medidas, aunque importantes,
han resultado fragmentarias y reactivas, sin constituir un plan
central que ordene el sistema de salud en su conjunto.
La falta de una política integral se hace patente: se han sumado
iniciativas aisladas que, a pesar de sus beneficios parciales,
no logran dar respuesta a las carencias estructurales que
aquejan al sistema. Esperamos que en el corto plazo conozcamos
un plan maestro que articule las distintas medidas; de lo
contrario, se corre el riesgo de caer en la trampa de lo
meramente correctivo.
Uno de los problemas más evidentes es la falta de articulación
entre los diferentes niveles del sistema público. Esta
desconexión organizacional repercute directamente en la
experiencia del usuario, generando inequidades que deberían ser
abordadas con urgencia. El subsector público se encuentra,
además, afectado por la precariedad salarial y la insuficiencia
de cobertura en áreas críticas.
El personal que labora en el ámbito de la salud sufre las
consecuencias de una estructura que no solo carece de
planificación, sino que también está sometida a limitaciones
presupuestarias que afectan la continuidad y calidad de los
servicios. Frente a este panorama, resulta imperativo que se
diseñen planes que prioricen la integración y la mejora de las
condiciones laborales, elementos esenciales para garantizar una
atención de calidad.
La seguridad social continúa siendo uno de los pilares del
sistema, pero también uno de los eslabones más débiles. La
multitud de obras sociales, en lugar de representar una red
complementaria, evidencian una fragmentación que dificulta el
equilibrio entre la demanda de prestaciones y la capacidad de
financiamiento. Muchas de estas entidades operan por debajo del
punto de equilibrio, lo que repercute en la calidad de la
atención que brindan y en la capacidad de respuesta ante las
necesidades de la población.
Además, los incrementos en los valores de pago a prestadores han
resultado insuficientes frente a la inflación. Tanto en
honorarios profesionales como en el gasto sanitario, la falta de
ajuste ha profundizado la crisis del sector privado, sumado a la
pérdida de los subsidios otorgados durante la pandemia. La
ausencia de reglas organizativas claras y la multiplicidad de
normas generan un escenario en el que las expectativas de
cobertura y atención superan las posibilidades reales de
financiación.
El desarrollo del capital humano en salud es un proceso continuo
que se lleva a cabo en nuestras universidades públicas y
privadas. Sin embargo, la inversión en este sector ha disminuido
considerablemente, con un desfinanciamiento que se aproxima al
30%. Esta reducción de recursos afecta directamente la calidad
de la formación, se traduce en tasas de graduación bajas y
limita las posibilidades de innovación y mejora en la práctica
clínica.
El sistema de formación de posgrado, si bien cuenta con
iniciativas relevantes como el Examen Único organizado por el
Ministerio de Salud, enfrenta desafíos significativos. La
permanencia de este examen a lo largo de cambios de gobierno ha
sido un punto positivo, pero su carácter no obligatorio en las
residencias y la alta tasa de vacantes sin cubrir en
especialidades prioritarias son señales de que se requiere un
replanteamiento.
El sistema de residencias, con toda la experiencia acumulada,
tiene la capacidad de autoevaluarse y generar respuestas basadas
en sus propios datos; sin embargo, el aumento en la oferta de
vacantes debe ir acompañado de medidas complementarias que
aseguren la calidad y pertinencia de la formación. Es necesario
que las universidades se integren de manera más activa en el
sistema de residencias. Propuestas como la implementación de un
examen de admisión similar al MIR español, basado en evidencia,
podrían ampliar la cobertura y asegurar que el recurso humano
esté alineado con las necesidades reales del sistema.
En 2025, el horizonte ideal es aquel en el que la macroeconomía,
aunque aún desafiante, deje de ser el obstáculo principal para
avanzar en reformas urgentes. Es momento de pasar a la acción
concertada, y de apostar por proyectos que generen mejoras
palpables en la calidad de vida de los argentinos. El desafío
que tenemos por delante requiere liderazgo de las autoridades,
pero también usuarios y prestadores profesionales e
institucionales deben comprometerse. Debemos entender que el
cambio profundo que requiere el sistema cambiará las reglas de
juego.
La construcción de un sistema de salud robusto requiere no solo
de recursos y de políticas bien pensadas, sino también de un
compromiso colectivo: de profesionales, gestores y usuarios que
entiendan que el cambio debe ser monumental y que un sistema de
salud que alcance a todos y satisfaga a quienes dan el servicio
se basa en el principio de solidaridad a ambos lados, en el que
antes de que cada uno consiga lo que quiere, lo importante es
que todos consigan lo que necesiten en la medida de la
disponibilidad de recursos.
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