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Suele decirse que la dimensión territorial de la gestión
sanitaria es el punto desde donde se logra visualizar mejor la
congruencia entre demanda y oferta de servicios de salud. Por un
lado, a partir de la mayor proximidad entre la prestación del
servicio de salud y el paciente. Por el otro, dadas ciertas
cuestiones políticas e institucionales vinculadas a la mayor
eficiencia institucional inducida por la competencia.
Precisamente, cuestiones como la descentralización suelen ser
respuestas adecuadas a la búsqueda de una mayor eficiencia en la
asignación funcional del gasto sectorial, así como de la
efectividad de las políticas públicas de salud. Siempre que se
acompañen de una serie de instrumentos económicos que permitan
acercar efectivamente las decisiones políticas a los usuarios
del sistema de salud y a la vez mejoren ciertas cuestiones
históricas como las diferencias de financiamiento territorial,
asociando incentivos en la búsqueda de una mejor gestión
sanitaria integral.
Cuando se analiza el mercado desde su visión tradicional, los
resultados de una gestión eficiente se expresan como incremento
de las ganancias privadas y no como mejoras complementarias de
la eficacia social. En un mercado competitivo, la eficiencia
implica no sólo reducir costos sino aumentar la calidad de los
resultados, como objetivo para apropiarse de una mayor cuota de
mercado. Cuando se trata de monopolios naturales (servicios
estatales) u oligopolios artificiales o no naturales (ciertos
servicios privados o privatizados), la cuestión de la eficiencia
no puede ser apropiada por la competencia, sumado a que el
precio resultante de prestar el servicio suele ser mucho más
elevado que el costo marginal de producirlo (precio de
monopolio).
En un mercado imperfecto como el sanitario, integrado por mono y
oligopolios de proveedores del lado de la oferta, y oligopsonios
de consumidores/pacientes vía aseguradores públicos,
semipúblicos o privados del lado de la demanda -y en un entorno
en el que domina la asimetría de información- ciertos mecanismos
desregulatorios de uno u otro sector pueden afectar la
eficiencia y la equidad, dejando a los ciudadanos inermes y
enfrentados a barreras que condicionan desigualdades y erosionan
la eficacia social del sistema de salud.
Tal el caso de la selección de riesgo sanitario o descreme (cream
skimming) por la cual se elige a aquellos que menos
probabilidades tienen de discriminar gastos en función del bajo
riesgo de incidencia de enfermedad. O del descreme artificial de
la demanda en base a desregulaciones sobre los financiadores del
seguro social, creando nichos de negocio que mientras
contribuyen a sobrefinanciar a algunos, desfinancian a otros y
distorsionan la solidaridad de un sistema complejo en cuanto a
posibilidades efectivas de cobertura y oportunidad terapéutica.
¿Puede la economía en el campo sanitario ayudar al logro de
mayor eficiencia y a partir de ella alcanzar la equidad que se
diluye en otros campos de la esfera social? Ciertamente, la
economía de la gestión sanitaria permite incorporar componentes
normativos que buscan definir las intervenciones y sus
consecuencias en relación con la forma de provisión más
eficiente y equitativa entre las diversas alternativas posibles.
Es sabido lo difícil de introducir en la medicina conceptos de
racionalidad económica. Más aun cuando se entrecruzan juicios de
valor y cuestiones éticas.
No obstante, ciertos esquemas de análisis económicos aplicados
al sector sanitario han permitido delimitar conceptos de
eficiencia y eficacia en la gestión integral de los recursos con
que se cuenta y la efectividad de los resultados, así como
analizar lo que configura la producción de los servicios de
salud, identificar sus costos de producción y de transacción y
evaluar costo-efectivamente los resultados, midiéndolos a su vez
en términos de productos intermedios y finales.
Tanto los consumidores como quienes los aseguran, más los que
prestan servicios de salud y los que proveen insumos
(medicamentos y dispositivos médicos implantables entre otros)
se integran en las funciones de financiación y provisión de los
servicios, disponibilidad de información relevante acerca de
costos y beneficios y conocimientos respecto de la calidad de
los servicios o tratamientos otorgados.
En esta suerte de “triángulo funcional”, se requiere que el
Estado mantenga su poder de coerción basado en la regulación y
el control, con el objeto de maximizar el bienestar de los
ciudadanos y evitar exclusiones e inequidades. Mediante
adecuados y precisos mecanismos regulatorios e incentivos, es
posible definir y garantizar reglas de juego que permitan cierto
equilibrio en el sistema, mejoren la equidad, garanticen
calidad, disminuyan costos artificiales y satisfagan las
necesidades reales de los beneficiarios.
Una buena política regulatoria -que no es lo mismo que el
intervencionismo distorsivo- trasciende la concepción
restrictiva de proveer sólo instrumentos adecuados para
garantizar un óptimo de eficiencia dentro del libre juego de los
actores del mercado sanitario, sino que se extiende a aspectos
concretos de ciudadanía y derechos. No sólo permite resguardar
intereses, sino que evita la exclusión de diferentes sectores
sociales sin poder de renta a partir de la lógica del consumidor
que posee el mercado.
En este marco, el Estado debe retener para sí la potestad de
“gobernar” el mercado sanitario, transformándose en sostén
básico y salvaguarda de la equidad social. De allí que el
establecimiento de un adecuado poder regulador de la producción
y distribución pluralista descentralizada de los bienes y
servicios sanitarios de interés público deba ser el instrumento
para corregir inequidades y preservar la eficacia social del
sistema de salud.
En el campo de la justicia distributiva, si bien eficiencia y
equidad son términos casi antagónicos y requieren ser tratados
en forma separada, hay un aspecto central que los une y que
tiene que ver con los distintos valores sociales que dan lugar a
juicios respecto de uno y otro. Algunos se basan en preferencias
individuales, mientras otros provienen de valores extrínsecos a
lo individual; por ejemplo, criterios filosóficos de tipo moral
vinculados con el derecho al resultado del propio esfuerzo, o al
concepto rawlsiano de la justicia, hoy tan vapuleado. Quizá
llegado este punto haya que dejar sentado que, frente al mercado
sanitario, la intervención estatal adquiere sentido básicamente
como regulación no sólo económica sino, lo más importante,
social.
Aun el Estado mínimo debe disponer de regulaciones para
establecer las condiciones también mínimas, así como los
instrumentos y procedimientos de penalización para que puedan
alcanzarse los objetivos sociales en salud, evitando las
distorsiones oportunísticas o las presiones corporativas. Sólo
así es posible preservar un cierto orden en las relaciones de
producción, comercialización y distribución de los recursos
sanitarios (ejercicio profesional, parámetros de calidad
institucional y prestacional, precios de medicamentos e insumos,
transferencia tecnológica, investigación, etc.) en función de
los principios básicos de solidaridad y equidad.
Planteado en términos de protección de los derechos de
ciudadanía aplicados a la salud, la intervención regulatoria
permite tratar efectivamente a ésta como un bien cuasi público
-un “bien meritorio”- a mitad de camino entre el concepto de lo
público y lo privado. Al incorporarle “valor de naturaleza no
comercial”, las regulaciones procuran -desde lo económico-
generar un efecto redistributivo sobre la financiación
disponible para otorgar coberturas sobre la base de los derechos
sociales y constitucionales vigentes.
Y también por consideraciones de equidad evitando que la sola
búsqueda de eficiencia se desentienda de la misma. Permite así
al Estado preservar el carácter de “bien social” de la salud,
independientemente del que adquieran los distintos submercados
que conforman los servicios de salud y de cómo éstos se
interrelacionen para dar respuesta a los efectos estocásticos
del proceso salud - enfermedad.
¿Hasta dónde es posible desregular el mercado sanitario? Si la
ecuación
productos/procesos/resultados en la gestión sanitaria se expresa
económicamente como un costo de oportunidad, tratar eficazmente
la enfermedad no resulta un simple problema de bajar costos sino
- por el contrario - una compleja combinación entre asignación y
aplicación técnicamente eficiente y humanamente racional de los
recursos disponibles, dejando de lado meras cuestiones
contables.
La práctica de la medicina se ha caracterizado por la toma de
decisiones en situaciones de permanente incertidumbre y bajo
condiciones clínicas que no poseen un marco de efectividad
contrastada, cuestión que llevó muchas veces a aplicar
tecnologías de muy alto costo y dudosa o nula efectividad. Ante
la llamativa imposibilidad del propio mercado de la salud de
regularse racionalmente, establecer una competencia eficiente
entre sus agentes económicos y no comprometerse irracionalmente
en una escalada creciente de costos, la Economía de la Salud
procuró ofrecer cierto orden racional en un sistema
descompensado en el tiempo y envuelto en una puja distributiva
resultado de malas regulaciones, que solo profundizaron la
distorsión del por si complejo mercado de la atención médica.
Desregular la dinámica sanitaria solo posibilita un avance
sostenido del complejo médico-industrial sobre la frontera de lo
ético. En el último tiempo se ha hecho cada vez más evidente la
controversia entre los criterios de eficiencia y de equidad, y
los conflictos de interés en la microasignación de recursos.
Básicamente, entre el ímpetu del desarrollo tecnológico y cierta
“eficiencia utilitarista” de la cual no sólo se desconoce la
efectividad de resultados sino los límites de expansión de sus
costos.
En este contexto, los dilemas bioéticos y económicos entre
máxima beneficencia y no maleficencia -en la práctica- son
difíciles de establecer. Y más difíciles aun de controlar.
Desregular solo como máxima económica y sin criterio de respeto
por el derecho a la salud hace que el avance tecnológico, los
dilemas éticos, los conflictos de interés, la cuestión económica
y la responsabilidad profesional terminen difusamente y
oportunísticamente entremezclados, frente a la equívoca
percepción de la sociedad sobre las reales posibilidades de
intervención que el complejo médico-industrial ofrece para
recuperar la salud perdida.
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