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 Opinión

    
EN SALUD NO TODO ES DESREGULAR
 
Por
el Dr. Sergio Horis Del Prete (*)


Suele decirse que la dimensión territorial de la gestión sanitaria es el punto desde donde se logra visualizar mejor la congruencia entre demanda y oferta de servicios de salud. Por un lado, a partir de la mayor proximidad entre la prestación del servicio de salud y el paciente. Por el otro, dadas ciertas cuestiones políticas e institucionales vinculadas a la mayor eficiencia institucional inducida por la competencia.
Precisamente, cuestiones como la descentralización suelen ser respuestas adecuadas a la búsqueda de una mayor eficiencia en la asignación funcional del gasto sectorial, así como de la efectividad de las políticas públicas de salud. Siempre que se acompañen de una serie de instrumentos económicos que permitan acercar efectivamente las decisiones políticas a los usuarios del sistema de salud y a la vez mejoren ciertas cuestiones históricas como las diferencias de financiamiento territorial, asociando incentivos en la búsqueda de una mejor gestión sanitaria integral.
Cuando se analiza el mercado desde su visión tradicional, los resultados de una gestión eficiente se expresan como incremento de las ganancias privadas y no como mejoras complementarias de la eficacia social. En un mercado competitivo, la eficiencia implica no sólo reducir costos sino aumentar la calidad de los resultados, como objetivo para apropiarse de una mayor cuota de mercado. Cuando se trata de monopolios naturales (servicios estatales) u oligopolios artificiales o no naturales (ciertos servicios privados o privatizados), la cuestión de la eficiencia no puede ser apropiada por la competencia, sumado a que el precio resultante de prestar el servicio suele ser mucho más elevado que el costo marginal de producirlo (precio de monopolio).
En un mercado imperfecto como el sanitario, integrado por mono y oligopolios de proveedores del lado de la oferta, y oligopsonios de consumidores/pacientes vía aseguradores públicos, semipúblicos o privados del lado de la demanda -y en un entorno en el que domina la asimetría de información- ciertos mecanismos desregulatorios de uno u otro sector pueden afectar la eficiencia y la equidad, dejando a los ciudadanos inermes y enfrentados a barreras que condicionan desigualdades y erosionan la eficacia social del sistema de salud.
Tal el caso de la selección de riesgo sanitario o descreme (cream skimming) por la cual se elige a aquellos que menos probabilidades tienen de discriminar gastos en función del bajo riesgo de incidencia de enfermedad. O del descreme artificial de la demanda en base a desregulaciones sobre los financiadores del seguro social, creando nichos de negocio que mientras contribuyen a sobrefinanciar a algunos, desfinancian a otros y distorsionan la solidaridad de un sistema complejo en cuanto a posibilidades efectivas de cobertura y oportunidad terapéutica.
¿Puede la economía en el campo sanitario ayudar al logro de mayor eficiencia y a partir de ella alcanzar la equidad que se diluye en otros campos de la esfera social? Ciertamente, la economía de la gestión sanitaria permite incorporar componentes normativos que buscan definir las intervenciones y sus consecuencias en relación con la forma de provisión más eficiente y equitativa entre las diversas alternativas posibles. Es sabido lo difícil de introducir en la medicina conceptos de racionalidad económica. Más aun cuando se entrecruzan juicios de valor y cuestiones éticas.
No obstante, ciertos esquemas de análisis económicos aplicados al sector sanitario han permitido delimitar conceptos de eficiencia y eficacia en la gestión integral de los recursos con que se cuenta y la efectividad de los resultados, así como analizar lo que configura la producción de los servicios de salud, identificar sus costos de producción y de transacción y evaluar costo-efectivamente los resultados, midiéndolos a su vez en términos de productos intermedios y finales.
Tanto los consumidores como quienes los aseguran, más los que prestan servicios de salud y los que proveen insumos (medicamentos y dispositivos médicos implantables entre otros) se integran en las funciones de financiación y provisión de los servicios, disponibilidad de información relevante acerca de costos y beneficios y conocimientos respecto de la calidad de los servicios o tratamientos otorgados.
En esta suerte de “triángulo funcional”, se requiere que el Estado mantenga su poder de coerción basado en la regulación y el control, con el objeto de maximizar el bienestar de los ciudadanos y evitar exclusiones e inequidades. Mediante adecuados y precisos mecanismos regulatorios e incentivos, es posible definir y garantizar reglas de juego que permitan cierto equilibrio en el sistema, mejoren la equidad, garanticen calidad, disminuyan costos artificiales y satisfagan las necesidades reales de los beneficiarios.
Una buena política regulatoria -que no es lo mismo que el intervencionismo distorsivo- trasciende la concepción restrictiva de proveer sólo instrumentos adecuados para garantizar un óptimo de eficiencia dentro del libre juego de los actores del mercado sanitario, sino que se extiende a aspectos concretos de ciudadanía y derechos. No sólo permite resguardar intereses, sino que evita la exclusión de diferentes sectores sociales sin poder de renta a partir de la lógica del consumidor que posee el mercado.
En este marco, el Estado debe retener para sí la potestad de “gobernar” el mercado sanitario, transformándose en sostén básico y salvaguarda de la equidad social. De allí que el establecimiento de un adecuado poder regulador de la producción y distribución pluralista descentralizada de los bienes y servicios sanitarios de interés público deba ser el instrumento para corregir inequidades y preservar la eficacia social del sistema de salud.
En el campo de la justicia distributiva, si bien eficiencia y equidad son términos casi antagónicos y requieren ser tratados en forma separada, hay un aspecto central que los une y que tiene que ver con los distintos valores sociales que dan lugar a juicios respecto de uno y otro. Algunos se basan en preferencias individuales, mientras otros provienen de valores extrínsecos a lo individual; por ejemplo, criterios filosóficos de tipo moral vinculados con el derecho al resultado del propio esfuerzo, o al concepto rawlsiano de la justicia, hoy tan vapuleado. Quizá llegado este punto haya que dejar sentado que, frente al mercado sanitario, la intervención estatal adquiere sentido básicamente como regulación no sólo económica sino, lo más importante, social.
Aun el Estado mínimo debe disponer de regulaciones para establecer las condiciones también mínimas, así como los instrumentos y procedimientos de penalización para que puedan alcanzarse los objetivos sociales en salud, evitando las distorsiones oportunísticas o las presiones corporativas. Sólo así es posible preservar un cierto orden en las relaciones de producción, comercialización y distribución de los recursos sanitarios (ejercicio profesional, parámetros de calidad institucional y prestacional, precios de medicamentos e insumos, transferencia tecnológica, investigación, etc.) en función de los principios básicos de solidaridad y equidad.
Planteado en términos de protección de los derechos de ciudadanía aplicados a la salud, la intervención regulatoria permite tratar efectivamente a ésta como un bien cuasi público -un “bien meritorio”- a mitad de camino entre el concepto de lo público y lo privado. Al incorporarle “valor de naturaleza no comercial”, las regulaciones procuran -desde lo económico- generar un efecto redistributivo sobre la financiación disponible para otorgar coberturas sobre la base de los derechos sociales y constitucionales vigentes.
Y también por consideraciones de equidad evitando que la sola búsqueda de eficiencia se desentienda de la misma. Permite así al Estado preservar el carácter de “bien social” de la salud, independientemente del que adquieran los distintos submercados que conforman los servicios de salud y de cómo éstos se interrelacionen para dar respuesta a los efectos estocásticos del proceso salud - enfermedad.
¿Hasta dónde es posible desregular el mercado sanitario? Si la ecuación
productos/procesos/resultados en la gestión sanitaria se expresa económicamente como un costo de oportunidad, tratar eficazmente la enfermedad no resulta un simple problema de bajar costos sino - por el contrario - una compleja combinación entre asignación y aplicación técnicamente eficiente y humanamente racional de los recursos disponibles, dejando de lado meras cuestiones contables.
La práctica de la medicina se ha caracterizado por la toma de decisiones en situaciones de permanente incertidumbre y bajo condiciones clínicas que no poseen un marco de efectividad contrastada, cuestión que llevó muchas veces a aplicar tecnologías de muy alto costo y dudosa o nula efectividad. Ante la llamativa imposibilidad del propio mercado de la salud de regularse racionalmente, establecer una competencia eficiente entre sus agentes económicos y no comprometerse irracionalmente en una escalada creciente de costos, la Economía de la Salud procuró ofrecer cierto orden racional en un sistema descompensado en el tiempo y envuelto en una puja distributiva resultado de malas regulaciones, que solo profundizaron la distorsión del por si complejo mercado de la atención médica.
Desregular la dinámica sanitaria solo posibilita un avance sostenido del complejo médico-industrial sobre la frontera de lo ético. En el último tiempo se ha hecho cada vez más evidente la controversia entre los criterios de eficiencia y de equidad, y los conflictos de interés en la microasignación de recursos. Básicamente, entre el ímpetu del desarrollo tecnológico y cierta “eficiencia utilitarista” de la cual no sólo se desconoce la efectividad de resultados sino los límites de expansión de sus costos.
En este contexto, los dilemas bioéticos y económicos entre máxima beneficencia y no maleficencia -en la práctica- son difíciles de establecer. Y más difíciles aun de controlar. Desregular solo como máxima económica y sin criterio de respeto por el derecho a la salud hace que el avance tecnológico, los dilemas éticos, los conflictos de interés, la cuestión económica y la responsabilidad profesional terminen difusamente y oportunísticamente entremezclados, frente a la equívoca percepción de la sociedad sobre las reales posibilidades de intervención que el complejo médico-industrial ofrece para recuperar la salud perdida.


(*) Director de la Cátedra Libre de Análisis de Mercados de Salud. Universidad Nacional de La Plata

 
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