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 Columna

    
EL ESTADO EN TIEMPOS DE CRISIS:
SALUD, GOBERNABILIDAD Y REFORMA
Por el Dr. Carlos Felice (*)


La salud, entendida como un derecho social fundamental, no puede analizarse de forma aislada del contexto en el que se inscribe. En sociedades atravesadas por crisis estructurales, el sistema sanitario se convierte en un reflejo palpable de las tensiones sociales y económicas, y del grado de descomposición o articulación del tejido estatal.
En este marco, pensar al Estado como un simple mediador entre crisis y salud implicaría una visión reduccionista. Muy por el contrario, el Estado debe ser pensado como el núcleo del problema y también de su posible solución. Su función articuladora, su rol histórico como garante de derechos y su capacidad para sostener el interés general lo colocan en el centro de la escena.
La crisis redefine los márgenes del poder y obliga a repensar los límites de intervención del Estado. En América Latina, donde las desigualdades estructurales y la fragmentación institucional son fenómenos persistentes, el Estado ha sido tanto promotor del desarrollo como espacio de captura por parte de intereses corporativos.
La salud pública, en este contexto, aparece como una de las principales víctimas del deterioro estatal: precarización de servicios, acceso desigual, creciente mercantilización y debilitamiento de las garantías colectivas. Frente a esta realidad, la discusión sobre el papel del Estado deja de ser teórica para convertirse en una urgencia práctica.
La formulación de si el Estado debe, puede y quiere cumplir con sus funciones históricas concentra tres ejes fundamentales del debate contemporáneo. En primer lugar, la cuestión normativa: ¿hasta qué punto es deseable su intervención en áreas sensibles como la salud, la educación o la infraestructura social?
Luego, la dimensión operativa: ¿tiene el Estado capacidad real para responder a las demandas crecientes en un contexto de escasez y fragmentación? Y finalmente, el aspecto volitivo: ¿existe voluntad política dentro del aparato estatal para asumir un rol transformador, más allá de los intereses sectoriales o los condicionamientos burocráticos?
Estas preguntas no son abstractas. Tienen un correlato directo en la vida de millones de personas. La reducción del Estado, impulsada por visiones tecnocráticas o ideológicas, ha sido presentada como solución a los problemas de eficiencia, cuando en realidad ha agravado la desconexión entre fines y medios.
Lejos de avanzar hacia un Estado más ágil, se ha promovido una desarticulación funcional que profundiza su incapacidad de respuesta. Así, se ha confundido fortaleza con tamaño, ignorando que un Estado fuerte no es aquel que ocupa más espacio, sino el que tiene mayor capacidad de gestión.
La gobernabilidad democrática se encuentra, en América Latina, condicionada por el legado autoritario, la fragilidad institucional y la presión social. La alternancia de gobiernos con proyectos antagónicos ha generado una burocracia inestable, a menudo desmotivada, que oscila entre la rutina y la parálisis.
Esta falta de coherencia entre objetivos y estructuras se traduce en ineficiencia, pero también en una pérdida de sentido. La administración pública ha devenido, en muchos casos, en un cementerio de políticas abortadas y reformas inconclusas, sin continuidad institucional.
El problema de la hipertrofia estatal es un diagnóstico que, si bien contiene elementos válidos, es incompleto. En muchos países, el tamaño del Estado no es excesivo en relación con las necesidades sociales ni comparado con otras economías.
Lo que existe es una deformidad en la asignación de recursos, en la distribución de funciones y en la congruencia entre los fines perseguidos y los medios disponibles. Existen unidades con exceso de personal ocioso y otras, estratégicas, desprovistas de capacidad técnica o insumos básicos. La reducción presupuestaria, lejos de ordenar, ha agravado esta deformidad estructural.
Fortalecer al Estado implica repensar su función desde la complejidad. No se trata de replicar modelos foráneos de gestión, sino de construir institucionalidad con sentido histórico, cultural y político. Muchas de las llamadas reformas modernizadoras han fracasado por intentar importar tecnologías de gestión incongruentes con la cultura local.
La eficiencia no puede definirse en términos puramente económicos; debe entenderse en relación con los objetivos sociales que se persiguen. Un Estado eficiente es aquel que garantiza derechos, promueve inclusión y articula conflictos, no solo el que reduce costos o privatiza funciones.
La descentralización, por ejemplo, ha sido planteada como una forma de acercar el Estado a la ciudadanía. Sin embargo, cuando no se acompaña de recursos, coordinación e información, solo transfiere responsabilidades sin mejorar resultados.
Del mismo modo, la alternancia democrática no puede ser valorada solo en términos electorales si no se consolida una cultura institucional que dé continuidad a las políticas públicas. La democracia es recuperación del tiempo histórico; el autoritarismo, en cambio, es perpetuación del presente. Un Estado democrático necesita previsión, planificación y estabilidad normativa.
La eficiencia estatal, por tanto, no puede reducirse a un balance contable. Requiere una mirada integral sobre la función pública, sus capacidades, sus valores y sus condiciones. Exige liderazgo político, reforma administrativa, inversión estratégica y, sobre todo, un compromiso con la equidad y el desarrollo humano. La salud, como derecho y como símbolo, es una de las áreas donde más se evidencia la necesidad de este nuevo pacto entre Estado y sociedad.
Construir un Estado a la altura de su tiempo no es una tarea sencilla. Implica revisar supuestos, confrontar intereses y rediseñar prácticas. Pero es una tarea ineludible si queremos sociedades más justas, más cohesionadas y más saludables.
No se trata de volver al viejo Estado paternalista, ni de rendirse ante el mercado como regulador absoluto. Se trata de reconocer que, sin un Estado activo, profesional y legítimo, no hay democracia posible ni salud garantizada

 

(*) Abogado. Especialista en Sistemas de Salud. Presidente de Obra Social del Personal de la Actividad del Turf (OSPAT) y Secretario General de Unión de Trabajadores del Turf y Afines (UTTA)
 
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