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La salud, entendida como un derecho social fundamental, no puede
analizarse de forma aislada del contexto en el que se inscribe.
En sociedades atravesadas por crisis estructurales, el sistema
sanitario se convierte en un reflejo palpable de las tensiones
sociales y económicas, y del grado de descomposición o
articulación del tejido estatal.
En este marco, pensar al Estado como un simple mediador entre
crisis y salud implicaría una visión reduccionista. Muy por el
contrario, el Estado debe ser pensado como el núcleo del
problema y también de su posible solución. Su función
articuladora, su rol histórico como garante de derechos y su
capacidad para sostener el interés general lo colocan en el
centro de la escena.
La crisis redefine los márgenes del poder y obliga a repensar
los límites de intervención del Estado. En América Latina, donde
las desigualdades estructurales y la fragmentación institucional
son fenómenos persistentes, el Estado ha sido tanto promotor del
desarrollo como espacio de captura por parte de intereses
corporativos.
La salud pública, en este contexto, aparece como una de las
principales víctimas del deterioro estatal: precarización de
servicios, acceso desigual, creciente mercantilización y
debilitamiento de las garantías colectivas. Frente a esta
realidad, la discusión sobre el papel del Estado deja de ser
teórica para convertirse en una urgencia práctica.
La formulación de si el Estado debe, puede y quiere cumplir con
sus funciones históricas concentra tres ejes fundamentales del
debate contemporáneo. En primer lugar, la cuestión normativa:
¿hasta qué punto es deseable su intervención en áreas sensibles
como la salud, la educación o la infraestructura social?
Luego, la dimensión operativa: ¿tiene el Estado capacidad real
para responder a las demandas crecientes en un contexto de
escasez y fragmentación? Y finalmente, el aspecto volitivo:
¿existe voluntad política dentro del aparato estatal para asumir
un rol transformador, más allá de los intereses sectoriales o
los condicionamientos burocráticos?
Estas preguntas no son abstractas. Tienen un correlato directo
en la vida de millones de personas. La reducción del Estado,
impulsada por visiones tecnocráticas o ideológicas, ha sido
presentada como solución a los problemas de eficiencia, cuando
en realidad ha agravado la desconexión entre fines y medios.
Lejos de avanzar hacia un Estado más ágil, se ha promovido una
desarticulación funcional que profundiza su incapacidad de
respuesta. Así, se ha confundido fortaleza con tamaño, ignorando
que un Estado fuerte no es aquel que ocupa más espacio, sino el
que tiene mayor capacidad de gestión.
La gobernabilidad democrática se encuentra, en América Latina,
condicionada por el legado autoritario, la fragilidad
institucional y la presión social. La alternancia de gobiernos
con proyectos antagónicos ha generado una burocracia inestable,
a menudo desmotivada, que oscila entre la rutina y la parálisis.
Esta falta de coherencia entre objetivos y estructuras se
traduce en ineficiencia, pero también en una pérdida de sentido.
La administración pública ha devenido, en muchos casos, en un
cementerio de políticas abortadas y reformas inconclusas, sin
continuidad institucional.
El problema de la hipertrofia estatal es un diagnóstico que, si
bien contiene elementos válidos, es incompleto. En muchos
países, el tamaño del Estado no es excesivo en relación con las
necesidades sociales ni comparado con otras economías.
Lo que existe es una deformidad en la asignación de recursos, en
la distribución de funciones y en la congruencia entre los fines
perseguidos y los medios disponibles. Existen unidades con
exceso de personal ocioso y otras, estratégicas, desprovistas de
capacidad técnica o insumos básicos. La reducción
presupuestaria, lejos de ordenar, ha agravado esta deformidad
estructural.
Fortalecer al Estado implica repensar su función desde la
complejidad. No se trata de replicar modelos foráneos de
gestión, sino de construir institucionalidad con sentido
histórico, cultural y político. Muchas de las llamadas reformas
modernizadoras han fracasado por intentar importar tecnologías
de gestión incongruentes con la cultura local.
La eficiencia no puede definirse en términos puramente
económicos; debe entenderse en relación con los objetivos
sociales que se persiguen. Un Estado eficiente es aquel que
garantiza derechos, promueve inclusión y articula conflictos, no
solo el que reduce costos o privatiza funciones.
La descentralización, por ejemplo, ha sido planteada como una
forma de acercar el Estado a la ciudadanía. Sin embargo, cuando
no se acompaña de recursos, coordinación e información, solo
transfiere responsabilidades sin mejorar resultados.
Del mismo modo, la alternancia democrática no puede ser valorada
solo en términos electorales si no se consolida una cultura
institucional que dé continuidad a las políticas públicas. La
democracia es recuperación del tiempo histórico; el
autoritarismo, en cambio, es perpetuación del presente. Un
Estado democrático necesita previsión, planificación y
estabilidad normativa.
La eficiencia estatal, por tanto, no puede reducirse a un
balance contable. Requiere una mirada integral sobre la función
pública, sus capacidades, sus valores y sus condiciones. Exige
liderazgo político, reforma administrativa, inversión
estratégica y, sobre todo, un compromiso con la equidad y el
desarrollo humano. La salud, como derecho y como símbolo, es una
de las áreas donde más se evidencia la necesidad de este nuevo
pacto entre Estado y sociedad.
Construir un Estado a la altura de su tiempo no es una tarea
sencilla. Implica revisar supuestos, confrontar intereses y
rediseñar prácticas. Pero es una tarea ineludible si queremos
sociedades más justas, más cohesionadas y más saludables.
No se trata de volver al viejo Estado paternalista, ni de
rendirse ante el mercado como regulador absoluto. Se trata de
reconocer que, sin un Estado activo, profesional y legítimo, no
hay democracia posible ni salud garantizada
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