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Hace semanas que la opinión pública se ve interpelada por un
tema que apela a profundos sentimientos compartidos: el
conflicto en el Hospital Garrahan. Y por extensión, cuánto, y en
qué, el Estado argentino gasta en la salud de sus ciudadanos.
Se mencionaron argumentos insustanciales: personas que no
cumplen funciones efectivas (los famosos “ñoquis”) y exceso de
personal administrativo en detrimento del personal asistencial.
El primero es falaz: todos conocemos ineficiencias y corruptelas
en el sector público. Pero si el Estado las considera como la
causa de todos los males, tiene la obligación de identificarlas
y sancionarlas. Y no hay registro de denuncia alguna al
respecto.
El segundo es sencillamente falso: la información que se proveyó
confundía deliberadamente a personal no médico con personal
administrativo, prescindiendo de que la integración de un equipo
de salud, y los procesos asistenciales de un hospital son
necesariamente complejos, inter y multidisciplinarios.
Dicho lo anterior, y habida cuenta que el objetivo explícito de
la actual gestión es la demolición del Estado, o como mínimo, su
retirada de áreas clave de la economía, el tema en cuestión no
debe verse como un episodio en particular, -gravísimo, por
cierto- sino como voluntad y expresión de un clima de época que
niega la existencia de fallas de mercado y sostiene el beneficio
de un sistema tributario mínimo con el objeto de incentivar la
libertad económica.
Pareciera necesario volver a explicitar, por inverosímil que
parezca, cuál es el papel del Estado en salud, y por extensión
conocer cuál es, en última instancia el objeto de los impuestos
que entre todos pagamos. Salud es un bien meritorio por su valor
y necesidad para el bienestar individual y colectivo. El
beneficio de su consumo excede con creces a la ganancia
individual, porque alcanza a la comunidad en su conjunto. Esa
posibilidad por sí misma es la que clásicamente justifica la
intervención estatal.
A su vez, su usufructúo no necesariamente rivaliza ni excluye a
un tercero, sino que las externalidades que produce se proyectan
hacia el conjunto, particularmente en un escenario de
insuficiente información por parte de los individuos.
Estas afirmaciones, clásicamente citadas para sostener desde la
economía de la salud la intervención del Estado (Musgrave, Fuchs,
Arrow), trascienden también en un sentido teleológico, incluso
moral: el cuidado del otro, la condolencia, la compasión por el
sufrimiento ajeno.
La solidaridad, en última instancia, y el Estado con su
excluyente capacidad de atenuar asimetrías injustas y
desigualdades estructurales. Un imperativo moral que hasta aquí
formó parte de nuestra idiosincrasia respaldado por mandato
constitucional (Art. 75 inc. 22 CN). Pacto Internacional de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Art. 12).
Resulta casi inconcebible tener que reafirmarlo: el Estado
despliega un papel indelegable en salud. Un papel que ningún
sistema privado puede ejercer, porque el mercado por sí solo es
incapaz de garantizar acceso efectivo y equitativo a los
servicios de salud. Y hace mucho ya que la discusión sanitaria
superó el tironeamiento inconducente entre extremos
irreconciliables, generando modelos innovativos de
financiamiento y gestión de la cosa pública.
Así: ¿cuál es el objeto de los impuestos que esforzadamente
pagamos? (particularmente los indirectos, vale aclarar...).
La función de redistribución de un sistema impositivo no radica
en la relocación de la renta, sino en proveer por vía del
financiamiento público bienes y servicios cuya producción por
parte del sector privado sea subóptima o que sencillamente, éste
no esté interesado en proporcionarlos.
Al ser apropiados y compartidos por la sociedad, generan
cohesión social, incrementan la productividad y generan
beneficios que impactan en el bienestar colectivo. Así entonces,
un sistema impositivo adecuadamente concebido y diseñado no
reparte recursos, sino que redistribuye valor a través del
efecto multiplicador de la inversión pública adecuada.
Por ende, cuanto más asimétrica sea la información, cuantos
mayo- res sean las externalidades asociadas, cuanto más
meritorio sea el objeto del financiamiento, más fundamento para
que sea óptima la provisión pública. Y eso es lo que sucede
precisamente con salud.
Y aún si esto no fuera fundamento suficiente, destinamos
recursos comunes al financiamiento de la salud porque “la
equidad en salud no concierne únicamente a la salud, vista
aisladamente, sino que debe abordarse desde el ámbito más amplio
de la imparcialidad y la justicia de los acuerdos sociales,
incluida la distribución económica, y prestando la debida
atención al papel de la salud en la vida y la libertad humanas”
(A. Zen 2002).
Valga aclarar: no se trata de defender el incremento exponencial
e irresponsable del gasto público de los últimos 20 años. Pero
tampoco aceptar acríticamente el desfinanciamiento de bienes
públicos como consecuencia de recortes indiscriminados y de la
desgravación tributaria regresiva, presentada como un hecho
virtuoso o un fin en sí mismo.
Y así llegamos al título de la nota: no es (sólo) el Garrahan.
Es la cosa pública. No es (sólo) el salario de los médicos
residentes: es la necesidad de contar con recursos profesionales
idóneos, dedicados y motivados. No es (sólo) eficiencia
económica, es rentabilidad social. No es (sólo) fiscalidad, es
inclusión y equidad.
Indiscutiblemente, la intención de erradicar posibles prácticas
que corrompen instituciones honestas es virtuosa y necesaria.
Sin embargo, ante hospitales sin recursos, escuchar que la
atención de un niño enfermo es un asunto familiar en el que el
Estado no debe intervenir, resulta indignante.
Ver cómo se deteriora la formación y se desvanecen los
incentivos para las nuevas generaciones de profesionales,
mientras se normaliza que livianamente se sostenga que el
desbalance entre sus ingresos y sus aspiraciones se resuelve
abandonando la vocación, es como mínimo alarmante.
Frente al abandono de programas y de sus beneficiarios, y ante
el desfinanciamiento del sistema como única respuesta a sus
vicios e ineficiencias -sin distinguir trayectorias, méritos ni
dignidad-, es urgente recuperar las enseñanzas de quienes
forjaron una salud pública imperfecta, pero profundamente
virtuosa.
Una salud pública financiada por el Estado que supo convertirse
en orgullo nacional; que contribuyó con tres de nuestros cinco
premios Nobel; que hizo que generaciones enteras se sintieran
honradas de vestir un guardapolvo blanco y formar parte de un
hospital público.
Hoy nos toca defenderlo, modernizarlo, mejorarlo. Pero por
encima de todo, reivindicarlo
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