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 Debate

    
EL ÁRBOL Y EL BOSQUE
Por el Dr. Mario Glanc (*)


Hace semanas que la opinión pública se ve interpelada por un tema que apela a profundos sentimientos compartidos: el conflicto en el Hospital Garrahan. Y por extensión, cuánto, y en qué, el Estado argentino gasta en la salud de sus ciudadanos.
Se mencionaron argumentos insustanciales: personas que no cumplen funciones efectivas (los famosos “ñoquis”) y exceso de personal administrativo en detrimento del personal asistencial. El primero es falaz: todos conocemos ineficiencias y corruptelas en el sector público. Pero si el Estado las considera como la causa de todos los males, tiene la obligación de identificarlas y sancionarlas. Y no hay registro de denuncia alguna al respecto.
El segundo es sencillamente falso: la información que se proveyó confundía deliberadamente a personal no médico con personal administrativo, prescindiendo de que la integración de un equipo de salud, y los procesos asistenciales de un hospital son necesariamente complejos, inter y multidisciplinarios.
Dicho lo anterior, y habida cuenta que el objetivo explícito de la actual gestión es la demolición del Estado, o como mínimo, su retirada de áreas clave de la economía, el tema en cuestión no debe verse como un episodio en particular, -gravísimo, por cierto- sino como voluntad y expresión de un clima de época que niega la existencia de fallas de mercado y sostiene el beneficio de un sistema tributario mínimo con el objeto de incentivar la libertad económica.
Pareciera necesario volver a explicitar, por inverosímil que parezca, cuál es el papel del Estado en salud, y por extensión conocer cuál es, en última instancia el objeto de los impuestos que entre todos pagamos. Salud es un bien meritorio por su valor y necesidad para el bienestar individual y colectivo. El beneficio de su consumo excede con creces a la ganancia individual, porque alcanza a la comunidad en su conjunto. Esa posibilidad por sí misma es la que clásicamente justifica la intervención estatal.
A su vez, su usufructúo no necesariamente rivaliza ni excluye a un tercero, sino que las externalidades que produce se proyectan hacia el conjunto, particularmente en un escenario de insuficiente información por parte de los individuos.
Estas afirmaciones, clásicamente citadas para sostener desde la economía de la salud la intervención del Estado (Musgrave, Fuchs, Arrow), trascienden también en un sentido teleológico, incluso moral: el cuidado del otro, la condolencia, la compasión por el sufrimiento ajeno.
La solidaridad, en última instancia, y el Estado con su excluyente capacidad de atenuar asimetrías injustas y desigualdades estructurales. Un imperativo moral que hasta aquí formó parte de nuestra idiosincrasia respaldado por mandato constitucional (Art. 75 inc. 22 CN). Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Art. 12).
Resulta casi inconcebible tener que reafirmarlo: el Estado despliega un papel indelegable en salud. Un papel que ningún sistema privado puede ejercer, porque el mercado por sí solo es incapaz de garantizar acceso efectivo y equitativo a los servicios de salud. Y hace mucho ya que la discusión sanitaria superó el tironeamiento inconducente entre extremos irreconciliables, generando modelos innovativos de financiamiento y gestión de la cosa pública.
Así: ¿cuál es el objeto de los impuestos que esforzadamente pagamos? (particularmente los indirectos, vale aclarar...).
La función de redistribución de un sistema impositivo no radica en la relocación de la renta, sino en proveer por vía del financiamiento público bienes y servicios cuya producción por parte del sector privado sea subóptima o que sencillamente, éste no esté interesado en proporcionarlos.
Al ser apropiados y compartidos por la sociedad, generan cohesión social, incrementan la productividad y generan beneficios que impactan en el bienestar colectivo. Así entonces, un sistema impositivo adecuadamente concebido y diseñado no reparte recursos, sino que redistribuye valor a través del efecto multiplicador de la inversión pública adecuada.
Por ende, cuanto más asimétrica sea la información, cuantos mayo- res sean las externalidades asociadas, cuanto más meritorio sea el objeto del financiamiento, más fundamento para que sea óptima la provisión pública. Y eso es lo que sucede precisamente con salud.
Y aún si esto no fuera fundamento suficiente, destinamos recursos comunes al financiamiento de la salud porque “la equidad en salud no concierne únicamente a la salud, vista aisladamente, sino que debe abordarse desde el ámbito más amplio de la imparcialidad y la justicia de los acuerdos sociales, incluida la distribución económica, y prestando la debida atención al papel de la salud en la vida y la libertad humanas” (A. Zen 2002).
Valga aclarar: no se trata de defender el incremento exponencial e irresponsable del gasto público de los últimos 20 años. Pero tampoco aceptar acríticamente el desfinanciamiento de bienes públicos como consecuencia de recortes indiscriminados y de la desgravación tributaria regresiva, presentada como un hecho virtuoso o un fin en sí mismo.
Y así llegamos al título de la nota: no es (sólo) el Garrahan. Es la cosa pública. No es (sólo) el salario de los médicos residentes: es la necesidad de contar con recursos profesionales idóneos, dedicados y motivados. No es (sólo) eficiencia económica, es rentabilidad social. No es (sólo) fiscalidad, es inclusión y equidad.
Indiscutiblemente, la intención de erradicar posibles prácticas que corrompen instituciones honestas es virtuosa y necesaria. Sin embargo, ante hospitales sin recursos, escuchar que la atención de un niño enfermo es un asunto familiar en el que el Estado no debe intervenir, resulta indignante.
Ver cómo se deteriora la formación y se desvanecen los incentivos para las nuevas generaciones de profesionales, mientras se normaliza que livianamente se sostenga que el desbalance entre sus ingresos y sus aspiraciones se resuelve abandonando la vocación, es como mínimo alarmante.
Frente al abandono de programas y de sus beneficiarios, y ante el desfinanciamiento del sistema como única respuesta a sus vicios e ineficiencias -sin distinguir trayectorias, méritos ni dignidad-, es urgente recuperar las enseñanzas de quienes forjaron una salud pública imperfecta, pero profundamente virtuosa.
Una salud pública financiada por el Estado que supo convertirse en orgullo nacional; que contribuyó con tres de nuestros cinco premios Nobel; que hizo que generaciones enteras se sintieran honradas de vestir un guardapolvo blanco y formar parte de un hospital público.
Hoy nos toca defenderlo, modernizarlo, mejorarlo. Pero por encima de todo, reivindicarlo

  

  * Médico cardiólogo y sanitarista. Mg. en Economía y Gestión y Mg. en Salud Pública. Doctor en Medicina. Director Académico IPEGSA.

 
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