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Aunque nuestra Constitución Nacional
define que la “Nación Argentina adopta una forma de gobierno
representativa, republicana y federal”, tal como fue establecido
desde 1853 a 1994, no siempre hubo total unanimidad sobre esta
definición. En realidad, la declaración de la Independencia del
Congreso de Tucumán de julio de 1816, lo hacía a nombre de las
“Provincias Unidas de Sudamérica”, pero algunos de los
congresales aspiraban a una forma de monarquía “atemperada” (o
constitucional).
Lo mismo pensaban San Martín, Pueyrredón y Belgrano, temiendo
una derivación anárquica, pese a que daban la mayor prioridad a
liberarse de España y “de toda otra dominación extranjera”. El
creador de la bandera incluso sugería coronar a una dinastía
incaica. Por el contrario, Artigas, era intrínsecamente
republicano y federal. Forzó una declaración un año antes, en
agosto de 1815, en Arroyo de la China (hoy Gualeguaychú), con el
apoyo de las provincias mesopotámicas, Santa Fe, Córdoba y, por
supuesto, la Banda Oriental.
Cabe acotar que, el primer Presidente constitucional, Bernardino
Rivadavia, asumió en nombre de una Constitución unitaria,
sanciona- da en 1826. Las tensiones entre centralismo y
federalismo nos determinan desde la propia Independencia, y
fueron motivo de los enfrentamientos entre caudillos
provinciales, la guerra civil entre unitarios y federales, así
como el federalismo absolutista de Juan Manuel de Rosas hasta
1852.
En el campo de la Salud no hubo enfrentamientos bélicos, pero no
estuvieron exentos de controversias. En principio, el enfoque
centralista y estatal del Departamento Nacional de Higiene de la
“Generación del 80”, compitió con las “damas de beneficencia”
que administraban los hospitales públicos, y con las mutuales
por nacionalidad migratoria, administradas por entidades
sindicales.
Al término de la 2ª Guerra Mundial, se fue consolidando el
Ministerio de Salud Pública, al mismo tiempo que las obras
sociales heredaron las antiguas mutuales, entonces por rama de
la producción. Estas dos líneas de desarrollo -servicios
públicos hospitalarios y ambulatorios, administrados por el
Estado- y entes de Seguridad Social -nacionales o provinciales,
administrados por sindicatos u organismos autárquicos-,
compitieron entre sí en los últimos 50 años.
Desde la década del 70, comienzan a crecer dos grandes
protagonistas. Por un lado, empresas de medicina prepaga que
ofrecen planes de salud integrales con servicios de alta gama.
Por otro lado, la obra social de los jubilados y pensionados (el
“PAMI”), que brinda cobertura a adultos mayores y
discapacitados.
En números redondos, los afiliados de unas 300 obras sociales
sindicales (o nacionales) constituyen el 35% de la población,
los de las 24 obras sociales de empleados públicos provinciales
el 15% y los beneficiarios del PAMI el 10%. El restante 40% de
la población, que no cuenta con una cobertura formal, está
constituido por usuarios de servicios públicos y afiliados
autónomos de seguros privados. Este último segmento que, a
principios del Siglo XXI eran unos 2,5 millones de habitantes,
se triplicaron al momento actual por la tercerización de los
afiliados sindicales de mayor poder adquisitivo, hacia seguros
privados.
Esta somera distribución parece racional a simple vista, si se
la observa estáticamente. Pero analizando su dinámica funcional,
aparecen un conjunto de distorsiones, que le restan eficacia a
sus resultados e incrementan los costos del sistema. En primer
lugar, una dispersión de los puntos de decisión, que dificultan
la homogeneidad de las políticas, la conducción del sistema y la
efectividad asistencial. Una permanente tensión entre
atribuciones de orden nacional y provincial, que se expresa en
la responsabilidad que cada jurisdicción asume en la conducción
y financiamiento de las acciones, así como disparidad en la
eficiencia de sus respectivas gestiones.
Cargas tributarias en el circuito administrativo de cobertura,
que no se traducen en servicios adicionales (p.ej. en
tratamientos de alto costo no actúan en forma complementaria).
Conductas similares ocurren cuando pacientes complejos deben ser
derivados a Buenos Aires y la obra social provincial no se hace
cargo de complementar su tratamiento. Cuando se tercerizan
afiliados sindicales a seguros privados, la obra social de
origen retiene una comisión administrativa que sólo cumple
función de “peaje”. Beneficiarios del PAMI que tienen poder
adquisitivo para contratar un seguro privado, acuden a la
prescripción de los médicos de cabecera para aprovechar la
cobertura jubilatoria.
Por encima de los ejemplos administrativos señalados, está
presente la permanente controversia de concentración decisoria
entre centralismo o federalismo, en la gestión del conjunto del
sistema. Si el poder está distribuido entre distintas
jurisdicciones, el ejercicio de las decisiones no puede ser
neutralizado mediante responsabilidades compartidas. Si el
modelo de la organización sanitaria es pre- dominantemente
federal, los instrumentos principales de la ejecución deben
estar en la órbita provincial. No tiene sentido que la Nación
retenga la administración del PAMI, si sus beneficiarios
representan el 10% de la población en cualquier escenario
provincial.
Si durante más de 3 décadas han procurado equiparar las
obligaciones de las obras sociales (compulsivas por ley), con
los seguros privados voluntarios, no hay motivos para mantener
la obligatoriedad de las primeras para acceder a las segundas.
Si unos contribuyen a un fondo redistributivo y otros no, se
acentúa la debilidad del sistema: los reaseguros de “gastos
catastróficos” se fortalecen con la cercanía a la universalidad
de los potenciales demandantes.
Así como hay distintos criterios de cobertura entre las
provincias, según la ley local, debe admitirse la voluntad del
usuario en la cobertura preferida. Si la facultad de fiscalizar
la obligación de contar con una cobertura social está en manos
de un organismo nacional (ARCA), no hay razón para que cada
entidad de cobertura recaude por su cuenta: sólo debería haber
pautas básicas para todos y una única entidad recaudadora, que
equipare los criterios de calidad en salud.
Por último, si la responsabilidad primaria es provincial, la
Nación debería transferir algunos resortes primordiales a las
autoridades provinciales. Entre ellos, ceder la administración
del PAMI a cada escenario provincial, para fortalecer la gestión
de las contrataciones de las obras sociales (provincial o
nacionales) con los prestadores públicos y privados.
Aliviado de los aspectos operativos de la gestión cotidiana, el
Ministerio de Salud podría dedicar todos sus esfuerzos a las
decisiones propias de la jurisdicción nacional y a vigilar el
funcionamiento general del sistema. Si Uruguay -de histórica
raigambre federal- logró unificar los fondos públicos y de sus
“mutuales” en un único ente recaudador (FoNaSa), ¿podría acceder
a esta utopía la Argentina?.
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