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La discusión sobre cómo y dónde invertir los siempre escasos
recursos destinados a la salud es tan antigua como vigente. Cada
ministro que asume el cargo enfrenta el mismo dilema: la salud
de la población depende de múltiples factores, muchos de los
cuales exceden el alcance del sistema sanitario.
Las condiciones de vivienda, la educación, el empleo, la
alimentación y el entorno ambiental influyen de manera decisiva
en los niveles de salud. Es lo que conocemos como determinantes
sociales de la salud. Sin embargo, el rol de un ministro de
salud -y, en consecuencia, la orientación de sus inversiones-
tiene límites claros y definidos: administrar y mejorar el
sistema sanitario pro- piamente dicho.
En los últimos años, la literatura en salud pública ha reforzado
la idea de que el sistema de salud por sí solo no puede
garantizar una mejora sustancial en los indicadores de
bienestar. Un hospital mejor equipado no compensa una población
que vive en la pobreza estructural, del mismo modo que un
programa de vacunación no resuelve la falta de agua potable.
Reconocer esta realidad es fundamental. No obstante, de allí no
se desprende que los recursos del sistema sanitario deban
dirigirse a resolver cuestiones estructurales que corresponden a
otros ministerios o instancias de gobierno.
El dilema es más político que técnico. Desde la gestión, un
ministro de salud podría verse tentado a “ampliar” el alcance de
sus políticas, impulsando proyectos en vivienda, educación o
nutrición, bajo la justificación de que esas acciones impactarán
más en la salud que una ampliación de consultorios o la compra
de equipos de diagnóstico.
Si bien es cierto que la salud es interdependiente de todos esos
factores, también es cierto que la asignación de recursos debe
respetar competencias y responsabilidades. De lo contrario,
corremos el riesgo de fragmentar aún más la acción estatal, di-
luyendo la capacidad de cada área para cumplir su mandato.
El sistema de salud, por sí mismo, ya enfrenta desafíos
mayúsculos: cobertura universal, equidad territorial, calidad en
la atención, fortalecimiento del primer nivel, modernización de
hospitales, incorporación racional de nuevas tecnologías y
sostenibilidad financiera.
Cada una de estas dimensiones requiere inversiones
significativas, tanto en infraestructura como en capital humano.
Si parte del presupuesto se redirige hacia cuestiones que,
aunque importantes, son competencia de otros sectores, se reduce
la capacidad del sistema para responder a las demandas más
inmediatas de la población.
El argumento no implica desconocer el peso de los determinantes
sociales. Todo lo contrario: implica reconocerlos y, al mismo
tiempo, establecer con claridad que la política de salud debe
articularse con otras áreas del Estado, no reemplazarlas.
Una estrategia nacional de salud debe sentarse a la mesa con
educación, desarrollo social, vivienda, trabajo y medio
ambiente. La clave está en la coordinación y en la generación de
políticas intersectoriales, no en trasladar el presupuesto de
salud a resolver problemas que requieren instrumentos y
competencias que el ministerio no tiene.
Invertir en el sistema de salud no significa limitarse a lo
hospitalario. También implica robustecer la atención primaria,
mejorar el acceso a medicamentos esenciales, desarrollar
sistemas de información, garantizar la formación y retención de
profesionales, e innovar en modelos de cuidado que respondan al
envejecimiento poblacional y a la transición epidemiológica.
Estas son tareas indelegables, cuya postergación genera costos
altísimos, tanto en vidas humanas como en recursos financieros.
El peligro de diluir responsabilidades no es menor. Cuando la
salud intenta abarcarlo todo, corre el riesgo de no resolver
nada en profundidad. Si un ministerio de salud invierte en
construir viviendas porque la precariedad habitacional genera
enfermedades respiratorias, ¿qué impide que otro ministerio
decida comprar ambulancias porque la falta de transporte público
impacta en el acceso a la atención? La lógica de Estado se
pierde y se sustituye por la improvisación.
El verdadero desafío está en diseñar mecanismos de cooperación
que trasciendan las lógicas sectoriales. Un buen ejemplo es la
estrategia de “salud en todas las políticas”, impulsada por la
Organización Mundial de la Salud.
Esta visión propone que cada decisión pública, desde la
planificación urbana hasta la regulación alimentaria, tenga en
cuenta su impacto en la salud. Pero para que esta idea funcione
no se requiere que los ministros de salud se conviertan en
ministros de todo, sino que tengan la capacidad de incidir y
coordinar, defendiendo a la vez los recursos que corresponden a
su cartera.
Los ministros de salud son responsables del sistema de salud. Su
función central es garantizar que, cuando un ciudadano enferma,
tenga acceso oportuno, equitativo y de calidad a los servicios
que necesita. Eso no excluye el compromiso con los determinantes
sociales, pero obliga a distinguir entre incidencia política y
responsabilidad presupuestaria. Confundir ambos planos puede
generar frustración, dispersión de esfuerzos y debilitamiento
del propio sistema.
En síntesis, la inversión en salud debe reconocer la relevancia
de los determinantes sociales, pero también respetar los límites
de la responsabilidad institucional. La tarea de un ministro no
es resolver la pobreza, la desocupación o la falta de vivienda,
sino fortalecer un sistema capaz de brindar respuestas efectivas
a la población y, a la vez, articular con otras áreas del Estado
para que las políticas sociales integrales potencien el impacto
en salud.
Definir con claridad este equilibrio es esencial para que los
recursos -siempre insuficientes- se utilicen de la manera más
eficiente posible, en beneficio de quienes, al final del día,
son el verdadero centro de toda política: las personas, con sus
historias, sus realidades y sus necesidades.
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