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La relación entre Estado, crisis y salud constituye una de las
tensiones más persistentes de la vida social y política en
América Latina. Estos tres ejes se entrelazan en un entramado
dinámico: la crisis aparece como variable independiente que
impacta en las instituciones; la salud, como variable
dependiente que refleja con crudeza sus consecuencias; y el
Estado, lejos de ser un mero intermediario, actúa como escenario
central donde se juega la legitimidad, la gobernabilidad y la
capacidad de garantizar derechos básicos.
Históricamente, el Estado se consolidó como articulador de la
vida social, apropiándose de funciones antes dispersas en
asociaciones civiles, iglesias o gobiernos locales. Esa
expansión fue vista como progreso: transformar intereses
privados en bienes públicos permitió que la comunidad creciera
bajo un marco de organización común. Sin embargo, ese proceso
nunca estuvo exento de disputas. Las fronteras entre sociedad
civil y sociedad política se configuraron como líneas porosas,
constantemente negociadas y, muchas veces, vulneradas por la
influencia de intereses sectoriales.
En tiempos de crisis, la pregunta sobre el “rol del Estado”
reaparece con fuerza. La precarización de los servicios
públicos, la desigualdad en el acceso a derechos básicos y la
mercantilización de ámbitos como la salud no hacen más que
evidenciar los límites de un modelo que ya no logra articular
cohesión social. La ciudadanía, entonces, cuestiona no solo la
eficacia del Estado sino también su legitimidad.
¿Debe, puede y quiere el Estado?
El debate actual sobre el Estado puede resumirse en tres verbos:
debe, puede y quiere.
Debe: ¿es
legítimo que siga asumiendo funciones amplias en la economía y
en la vida social, o debería limitarse a un rol subsidiario
frente al mercado? La discusión sobre el tamaño del Estado y su
intervención se ha instalado en todo el mundo, atravesando
ideologías diversas y generando consensos insólitos incluso
entre gobiernos de orientación opuesta.
Puede: aun
cuando se reconozca la necesidad de su intervención, ¿dispone el
Estado de los recursos y la capacidad para hacerlo en medio de
crisis estructurales, deudas externas y demandas sociales en
aumento?
Quiere: más
allá de las capacidades, ¿existe voluntad política para
transformar una burocracia atravesada por resabios autoritarios,
demagogia y clientelismo en un aparato moderno, eficaz y
transparente?
Estas preguntas no son meramente teóricas. Definen el presente y
el futuro de nuestras sociedades, pues la transformación estatal
no se limita a reducir personal o privatizar servicios: exige
repensar su legitimidad, su capacidad de respuesta y su
compromiso con valores democráticos.
Gobernabilidad y crisis: la
paradoja latinoamericana
En América Latina, la democratización de los últimos cuarenta
años se produjo en medio de crisis económicas recurrentes. Ello
dio lugar a una paradoja: cuanto más necesaria resulta la
intervención estatal para mitigar los efectos de la crisis,
menores son sus recursos para sostenerse y sostener a la
sociedad.
La transición del autoritarismo a la democracia generó una
“revolución de expectativas”: la ciudadanía exigió derechos,
participación y redistribución, mientras que las instituciones
recién reconstruidas carecían de la solidez para procesar esos
reclamos. En países como la Argentina, donde la memoria
autoritaria pesa fuerte, la burocracia heredada de sucesivos
regímenes se convirtió en un obstáculo estructural: un
cementerio de proyectos políticos inconclusos.
La pregunta de si el Estado “quiere” cumplir con su rol,
entonces, no depende solo de las intenciones de un gobierno,
sino de una transformación cultural más profunda que alcance
tanto a las instituciones como a la sociedad que las sostiene.
Reforma, recursos y eficiencia: hacia un
Estado fuerte
En este marco, pensar la reforma del Estado es inevitable. Sin
embargo, la clave no está en su tamaño, sino en su capacidad de
gestión. Más que “hipertrofia”, lo que padece el Estado
latinoamericano es una deformidad estructural: áreas saturadas
de personal conviven con sectores críticos desfinanciados;
marcos normativos contradictorios limitan la acción; y los
recursos materiales resultan escasos o mal distribuidos.
La solución no pasa por un desmantelamiento indiscriminado, sino
por alinear objetivos institucionales con los recursos
disponibles, invertir en capacitación, modernizar
infraestructuras y asegurar que cada función crítica tenga
respaldo real. Un Estado fuerte no es necesariamente un Estado
grande: es aquel que logra gestionar eficazmente sus recursos,
adaptarse a las necesidades de la sociedad y proyectar
desarrollo sostenible.
La eficiencia, en este sentido, no puede medirse bajo parámetros
empresariales. El Estado cumple roles múltiples: provee
servicios básicos, pero también actúa como amortiguador social,
absorbiendo tensiones que de otro modo estallarían en conflicto
abierto. Su eficiencia debe evaluarse por su capacidad de
garantizar derechos, promover equidad y sostener la
gobernabilidad democrática.
Conclusión: un Estado al servicio
de la sociedad
El recorrido entre crisis, gobernabilidad y reforma nos deja una
lección clara: el debate no puede reducirse al tamaño del Estado
ni a recetas universales. Cada país latinoamericano enfrenta
realidades históricas, económicas y sociales particulares,
condicionadas además por un contexto internacional que limita
sus márgenes de autonomía.
Por eso, el verdadero desafío está en construir un Estado
fuerte, eficiente y democrático, capaz de armonizar intereses
internos y externos, responder a las necesidades de su
ciudadanía y sostenerse como garante de derechos. Esto implica
superar la lógica de ajustes superficiales y apostar a
transformaciones culturales y estructurales que revaloricen su
misión esencial.
Un Estado que se piense desde la salud como derecho, desde el
compromiso social como horizonte y desde la eficiencia como
medio, no como fin. Solo así podrá dejar de ser percibido como
un gigante ineficaz o un actor desbordado por la crisis, para
transformarse en un verdadero motor de cohesión y desarrollo.
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