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Las reformas de los sistemas de
salud de las dos últimas décadas en
América Latina tuvieron como eje
conductor la eficiencia de los
sistemas en términos de
productividad, y sin dejar de
sostener la importancia clave que
tienen los aspectos de gestión para
la sostenibilidad de los mismos, la
desaprensión por los aspectos
vinculados a las funciones
esenciales de la salud pública,
pusieron en serias dificultades a
muchos de los países. El nuestro fue
uno de ellos. La catarata de “pseudoreformas”,
impulsadas en el país por los
organismos internacionales,
especialmente en los 90, afectaron
fuertemente las condiciones de
rectoría del Ministerio de Salud
nacional y las funciones esenciales
de salud públicas que le son
propias. Unido ello al hecho de que
las reformas en términos de
eficiencia y mejora de la gestión
estuvieron teñidas de preconceptos,
ideología y tendenciosidad (como
explicamos otras veces: se liberó de
su cautividad a los beneficiarios de
las obras sociales… pero sólo a
aquellos que tenían capacidad de
pago; se centró la “reforma” en el
sector que, aún con dificultades,
tenía mayor cobertura, y no se
asistió a aquellos más
desprotegidos, etc.), el resultado
fue, el que todos conocemos: la
Argentina, con un gasto en salud per
cápita en dólares que triplicaba al
de todos los países de América
latina (con excepción de Uruguay),
ostentaba tasas de mortalidad
infantil muy por encima de muchos de
esos países, y su expectativa de
vida al nacer se encontraba en el
promedio de los mismos.
En los últimos cinco años,
afortunadamente, una muy consistente
y profesional conducción del
Ministerio de Salud Nacional, le ha
permitido a éste recuperar su
función de rectoría, y mejorar las
condiciones de efectividad que
aquellas pretendidas reformas
pregonaron, y no consiguieron.
Sin embargo, la incorporación de
crecientes mecanismos de mercado (en
la pretensión-¿inocente?, de que
ello introduciría mayor competencia
y eficiencia por sí solo), ha dejado
una pesada herencia, que sólo puede
ser saldada en términos de una
regulación profesional y adecuada,
que poco tiene que ver con
pretendidos controles de precios,
imposición de copagos, etc.
La reforma de aquellas reformas está
pendiente, y en su agenda se anotan
como prioridades: la disminución de
la fragmentación y la segmentación
(que como explicamos en números
anteriores, en ocasiones, obliga a
una familia a realizar aportes a
tres obras sociales, y recibir
pobres beneficios de cada una de
ellas); persistir en una mejora y
profesionalización de la regulación,
que incluya una crítica mirada sobre
la incorporación acrítica de
tecnología (entendida en sentido
amplio, incluyendo medicamentos y
procedimientos), la definición de
guías y protocolos clínicos de
cumplimiento estricto, y muchos
otros aspectos fallidos de la
legislación, y abandonar el
tratamiento de cuestiones
irrelevantes para el futuro de
nuestro sistema de salud.
Aunque aparezca fuera de tiempo, o
aún estigmatizado, por ser un ícono
de los vilipendiados 90, el sistema
requiere una reforma, no atada a una
receta, sino como un proceso
continuo, que conduzca a un sistema
más accesible y equitativo para
todos, en el cual no se priorice
como se hace hoy la discusión y
judicialización del presunto, o aún
real, incumplimiento del PMO, en una
población, que resulta la menos
vulnerable de nuestra tierra (tiene
empleo formal, ingresos cercanos, y
en muchos casos mayores a la media
de la población económicamente
activa, y prestaciones
garantizadas), mientras un
importante número de argentinos
(casi la mitad), y los más pobres y
vulnerables, resulta cubierta por el
sector público, y no tiene derecho,
y ni siquiera reclama por las mismas
garantías (para ellos no existe el
PMO?).
En esta discusión ocupa un lugar
relevante el tema del
financiamiento, que incluye
unificación de las fuentes, o por lo
menos fusión de muchas de ellas, y
básicamente recordar que el
sostenimiento de los sistemas de
salud, en los países desarrollados,
es un bien propio de la comunidad
toda, que tiene como componente
central la solidaridad, expresada en
términos fiscales (quienes más
ganan, más aportan), y en términos
individuales: dentro de un sistema
de seguridad social, si yo decido
elegir un seguro privado, no puedo
hacerlo llevándome la totalidad de
mis aportes, pues ello lesiona el
principio básico de que todos
aportamos de acuerdo a nuestras
posibilidades, para que cada uno
reciba de acuerdo a sus necesidades.
Este espíritu de cohesión social,
que se expresa a través de
mecanismos solidarios como éste, y
de respeto a la protección social de
todos los que formamos este hogar
común, que es la Nación, en
similares términos de calidad y
accesibilidad, no parece estar
demasiado interiorizado en un sector
de la sociedad, y lo que es, más
desgraciado, en muchos de nuestros
dirigentes, que autotitulándose
progresistas defienden el valor de
la cuota de los seguros voluntarios,
de los que en este país más tienen,
y que además se encuentran
convencidos de estar discutiendo un
problema de salud pública.
Pero los hechos son demasiado
evidentes como para pretender sean
rápidamente entendidos, baste
recordar algunos resultados finales
en episodios similares: en enero de
1915, un joven médico, llamado E.
Avery Codman, expuso en una reunión
de cirujanos reunidos en la Boston
Medical Library, la necesidad de
prevenir el error médico,
recomendando el seguimiento estricto
de los pacientes y el uso de guías
clínicas, además de la necesidad de
acreditar los hospitales; su
propuesta levantó tal ola de
resentimiento entre sus colegas, que
su trabajo le acarreó el ridículo,
la censura y la pobreza, en la cual
murió, en 1940. El Dr. Codman es hoy
recordado como uno de los padres de
la medicina basada en evidencia.
Casi un siglo antes, un observador
médico llamado I. Semmel- weis, que
veía con horror morir a muchas
mujeres afectadas de fiebre
puerperal, insistió en el lavado de
manos previo a atender partos, sus
colegas lo tildaron de loco, fue
bajado de rango, despedido, y
finalmente, falleció en un manicomio
unos 25 años después. Su
descubrimiento cambió la historia de
la mortalidad materna.
Mientras sus colegas discutían la
verosimilitud de sus propuestas o el
nivel de los vituperios, miles de
personas murieron, a consecuencia
del error médico o de la falta del
lavado de manos. Para ser
consecuentes, no discutamos las
reformas, critiquemos los 90. |