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La necesidad de acceso
a los medicamentos afecta en forma predominante a los
sectores más carecientes de nuestra población, y se
corresponde en forma proporcional a la imposibilidad o a
la extrema dificultad para recibir atención médica. Hace
ya algunos años que el Gobierno dispuso un sistema de
prescripción de medicamentos llamados “genéricos”. En un
principio, la medida provocó un debate en el que se
entrecruzaron múltiples opiniones, pero luego, poco a
poco, esta polémica se fue acallando, hasta desvanecerse
por completo. Sin embargo, es indispensable retomar esa
discusión para desarticular una nueva falacia que atenta
contra la salud de los argentinos.
En el momento del inicio del sistema de genéricos, se
esgrimió una razón de tipo económico para la
implementación de la medida. Era (y es) cierto que el
poder adquisitivo de nuestra sociedad había caído en
forma ostensible, pero carece de lógica estructurar un
sistema en el que los genéricos sean una opción “de
segunda”. Nunca un medicamento puede ser “de segunda” y
este principio también abarca al genérico, que se trata
de un recurso terapéutico tan válido como cualquier otra
medicación cuando se ajusta a un criterio de estricto
rigor científico. Este criterio implica, de modo
insoslayable, que los genéricos deben corresponderse en
principio activo, en calidad y en cantidad de la droga
utilizada. Pero nada de esto ocurrió con los que
deberíamos denominar “pseudogenéricos”.
¿Por qué decimos que son medicamentos “de segunda”? Por
un lado, no se han instrumentado los medios para
establecer con rigor las condiciones que deben cumplir
estos supuestos “genéricos”. ¿Cuáles son estas
condiciones? Básicamente, la biodisponibilidad- es
decir, el nivel de concentración de la droga- y la
bioequivalencia -o sea, el efecto terapéutico. La verdad
de la designación “genérico” sólo se sostiene si está en
correspondencia objetiva con la realidad científica.
En nuestro país, estamos ante una falacia, ya que el
término utilizado no se corresponde con su correcta
aplicabilidad. Las palabras que emplea la medicina no
deben ser ambiguas; tienen que ser conceptos
comprobables, sin margen para equívocos o
interpretaciones múltiples. Por lo tanto, asume capital
importancia la responsabilidad de verificar aquellos
conceptos. Es decir, hacerlos consistentes y, por lo
tanto, aplicables.
No podemos dejar de señalar que la ANMAT no posee la
capacidad técnica suficiente para controlar a los nuevos
laboratorios productores de los llamados “genéricos”; de
hecho, ya carecía de aquélla para controlar a los
laboratorios en la situación previa a la implementación
de estos verdaderos “pseudogenéricos”.
En este sentido, vale recordar una falla grave: la
Argentina no posee una legislación específica sobre
investigaciones clínicas con medicamentos. Recién por
estos días se reflotó un proyecto parlamentario sobre el
tema. El vacío legal no se da en un área menor. El
Estado tiene que ejercer un rol clave desde el primer
momento, en relación al cómo, cuándo y qué tipo de
experimentaciones con remedios se realizan en el país.
No se trata solamente de controlar el “producto final”,
sino de monitorear desde el inicio el proceso de
elaboración de un nuevo remedio.
El proyecto legislativo en danza reconoce que es preciso
asegurar la calidad de las investigaciones y definir
responsabilidades, sobre un tema tan delicado.
Del mismo modo, la norma prevé que el Ministerio de
Salud sea el que determine la implementación y el
funcionamiento de un Comité de Bioética, que vigile las
prácticas de investigación.
El Manual de Buenas Prácticas Clínicas en Investigación,
publicado por la Organización Mundial de la Salud en
2005, y las tres disposiciones de la ANMAT sobre
investigación clínica farmacológica fueron algunas de
las bases teóricas para elaborar el proyecto. Este
alcanza a todos los ensayos clínicos que se realicen en
la Argentina, tanto con medicamentos como con nuevas
estrategias terapéuticas.
Volviendo a la falacia de los “genéricos”, podemos
afirmar que, en el plan imperante, tampoco se reforzó
una concepción del medicamento como un bien social, y
por lo tanto de consumo preferente. No haber atendido a
estos requisitos primarios abre la posibilidad a la
aparición de “imitaciones” de menor calidad y,
consecuentemente, diferente acción clínica.
Sin embargo, la cuestión crucial es que se ha
desatendido el planteamiento de una “matriz de marco
lógico” para llevar adelante la iniciativa. Matriz que,
por su parte, no es complicada de implementar si se
poseen la voluntad política y el rigor científico
adecuados. Un proyecto de políticas sanitarias, como el
que se quiere hacer creer que constituyen los
“genéricos”, implica una serie articulada de factores a
contemplar. Sintéticamente enunciados, éstos son:
*problemas
*objetivos generales
*los objetivos específicos
*las actividades
*los supuestos
*los indicadores
*y los resultados
El primer factor, el de los problemas, implica que éstos
deben ser claramente identificados, y discernidos en dos
niveles: uno macro y otro micro. A partir de esa
identificación, se deben trazar líneas de base, definir
la población objetivo del programa correspondiente,
analizar el contexto, estudiar las causas y los efectos,
etc.
Los objetivos generales, o propósitos, y los
específicos, o metas, deben ser claramente formulados y
estar en absoluta concordancia con el resto de los
factores a considerar.
Las actividades son un conjunto de acciones guiadas por
la lógica científica, que deben ser realizadas para
lograr los objetivos propuestos.
Los supuestos son las condiciones que deben darse para
que se produzcan los resultados. Estos, por último,
deben ser medidos por indicadores, es decir, elementos
que permiten cuantificarlos o cualificarlos y además
deben tener su correspondiente monitoreo y posibilidad
de adecuación a las nuevas variables
Nada de esto ocurrió con la implementación de los “pseudogenéricos”.
Se ha desarrollado una política sin una metodología
previa, como la que ofrece la ya mencionada matriz de
marco lógico. No se identificó el problema con claridad,
no se realizó una previa evaluación ni, menos aún, se
efectuó un monitoreo estricto de los resultados. Si se
hubiera definido el problema como el del precio del
medicamento, podían haberse evaluado políticas
alternativas, como una “chequera de medicamentos” o una
negociación seria con los laboratorios productores. Se
optó, claro está, por una nueva manifestación del
“parche perpetuo”.
A ello hay que agregarle que el Ministerio de Salud
faculta a las farmacias a sustituir un medicamento por
otro cuando coexisten, sin un discernimiento preciso, la
aprobación de un medicamento para una patología
determinada y la recomendación por la que el mismo
fármaco puede actuar favorablemente en otras
enfermedades. Se trata de una medida que expresa una
conducta regresiva dada la carencia de respaldo y sostén
de los esenciales y legítimos criterios médicos de
prescripción y esquema terapéutico. Equivale a permitir
que sean el paciente y el farmacéutico los que elijan
qué medicamento consumirá el primero; grave error en un
país donde las farmacias son en gran parte atendidas por
empleados y facultativos que no poseen la formación
clínica para prescribir, y donde el Estado sigue sin
atender la función de agencia sanitaria que monitoree la
atención médica.
Obligar a los médicos a especificar la droga genérica
que integra un medicamento es una medida adecuada, pero
debería articularse y ser el complemento de un programa
de educación médica continua, y de un “Directorio de
Información de Medicamentos” (DIM) elaborado y
actualizado por expertos. En este punto, es de lamentar
la ausencia de la Universidad.
Lo básico es entender que el medicamento es un bien
social y que, como tal, su precio debe ser tratado de
forma especial y específica, y en forma conjunta con su
validación científica en los resultados de su empleo.
Las crisis pueden incitar a modificar comportamientos,
pero éstos no deben respaldar ni repetir los criterios
que nos han llevado a esta situación, en la que las
distintas esferas que intervienen en la salud siguen sin
acordar conjuntamente la atención de las necesidades
sanitarias de los argentinos. La ausencia de estrategias
nos hace caminar entre sombras, tropezándonos a cada
paso y creyendo encontrar puertas de salida en paredes
frustrantes.
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Ignacio Katz, Doctor en Medicina
(UBA) ,
Autor de: “Argentina Hospital,
El rostro oscuro de la salud” ,
(Edhasa, 2004). |
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