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Permitiéndome (autónomamente) una
licencia, me voy a dedicar hoy a
escribir sobre literatura y
metafísica (la ciencia que se ocupa
del mundo real y los mundos
posibles), en lugar de política
sanitaria. Dado que soy un lego en
estos temas corro el serio riesgo de
no ser entendido, pero esta
situación no distará mucho de lo
sucedido cuando divago por los
caminos de la salud pública.
Salvada la objeción, hagámonos una
pregunta: ¿Hacia donde vamos?
El ejercicio de la política conlleva
una concepción de innovación y una
expectativa de cambio fundada en
convicciones, hechos y líderes que
lo susciten.
Hoy nos hallamos resignados a agotar
el tiempo en el ejercicio de la
investigación y en una aparentemente
inclaudicable (y plausible) lucha
contra la corrupción, que despierta
una caudalosa catarata de elogios, y
hemos olvidado el sentido de la
transformación, de la construcción
del futuro (que incluye
indudablemente y fuera de toda
discusión, la eliminación de la
corrupción).
Dejamos de observar, tal vez, que la
lucha contra lo poco transparente,
como único objetivo, creación y
propuesta, puede colocarnos en la
insólita situación de alcanzar la
mayor corrupción: no hacer lo que la
gente necesita.
La visión retrospectiva (y necesaria
para entender nuestros propios
errores) no puede hacernos olvidar
la necesidad de la siembra de
esperanzas, y mucho menos colocarnos
ante un patético saldo de
oportunidades perdidas. No podemos
resignarnos a mascullar sobre las
causas y los efectos de la
perversión de la corrupción, debemos
derrotarla no sólo investigándola,
sino también construyendo
convivencia, y confianza en el
conocimiento: haciendo política en
el sentido más trascendental de la
palabra.
Quienes se dicen adalides y voceros
de esa lucha contra la corrupción,
se plantearán estas dudas, porque la
única salida de la situación en que
estamos exige humildad y firmeza, en
dosis iguales a convergencia y
diálogo, a conocimiento y
propuestas.
Esta salida exige algo más que
funcionarios sólo habilitados para
darles la mejor forma posible a las
indicaciones de sus superiores,
exige innovadores; hacen falta
ideas, acuerdos perdurables,
principios sobre el ideal del bien
común y sobre el porvenir, única
construcción posible, para derrotar
al pasado y superar al presente.
En su Elogio de la Locura, Erasmo de
Rotterdam, decía que “la vida más
agradable se alcanza no sabiendo
absolutamente nada…”, y comprendía
entre los locos no sólo a los
maniáticos, los pecadores y los
inmorales, sino también a quienes
preferían la ignorancia antes que la
sabiduría, la inquietud moral y el
compromiso. Eso que él llamaba
necedad, se hallaba en estrecha
relación con la sinrazón (de allí el
título de su obra), con la falta de
buen juicio de los que superan
ciertos niveles de inteligencia1 ,
de quienes pueden pensar pero se
dejan arrastrar por las corrientes
imperantes.
La pobreza de muchos compatriotas,
la falta de equidad en el acceso a
la salud (en términos de calidad), y
la propia corrupción, se ocultan con
patéticas notas de aquella necedad,
mientras la nave, a la deriva, se
dirige al país de la locura, en un
peligro de naufragio no advertido
por timoneles, atacados de súbita
cautela, o ligeramente
desorientados.
Mientras una irresponsable e
importante crisis financiera global,
nos puede empujar en términos
sanitarios a pagar en años de vida,
mortalidad infantil o disminución de
coberturas, de muchos argentinos,
las decisiones insensatas y necias
de unos pocos (no argentinos),
seguimos por la vida, embriagados y
ensimismados en la lucha contra la
corrupción, como locos viajeros de
un barco sin timón; como queriendo
dar razón a Margaret Dabble2 cuando
decía que “cuando nada es cierto,
todo es posible…”
1
Definición de estulticia.
2 Escritora inglesa, autora entre otras obras de
“The Millstone”. |
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