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Desde hace algunos años se instaló
en el universo de las ciencias
médicas el principio de la “medicina
basada en la evidencia”, que
encuentra tantos defensores como
detractores. Una de las tantas
definiciones sobre medicina basada
en evidencias (MBE) es que la misma
procede de la utilización
consciente, explícita y la previa
evaluación de la mejor certeza
científica, para tomar decisiones
relacionadas con el cuidado de la
salud de las personas. Este criterio
se contrapone a la medicina basada
en la fe, en la autoridad, en la
experiencia, o bien en la opinión.
Sin embargo, más allá de las razones
y fundamentos que avalan uno u otro
criterio, todo enfoca hacia un
destino único, el paciente como
entidad que demanda hechos
científicos, para los cuales se
requieren conocimientos acordes.
Existen hoy varias agencias en el
mundo que proveen información
precisa a los estamentos políticos
sobre diversos temas (NICE, Gran
Bretaña; Iqwig, Alemania; la propia
FDA, americana; la EMA, Europa; para
mencionar algunos y no tornar
tedioso el comentario). Su
funcionalidad consiste en asistir a
las decisiones que contribuyen,
suman o restan a las personas y las
coberturas necesarias.
Uno de los aportes significativos de
la medicina basada en la evidencia,
es la cuidadosa evaluación del
costo-beneficio de terapias,
tecnologías, criterios de gestión,
aspectos que ponen en “evidencia” la
importancia de la “oportunidad de
decisión” ante el implacable avance
de las especificidades terapéuticas
que ha generado una monumental
transformación de los
“conocimientos”, imponiendo
novedosas formas de abordaje clínico
así como el descubrimiento de
numerosas enfermedades y sus
fuentes.
El nuevo siglo, sumado a la
globalización y a los efectos del
proyecto genoma humano, han
promovido una metamorfosis compleja
que va tomando forma distintiva
según avanza el nuevo siglo XXI, del
que transcurriendo una década, pone
de manifiesto que muchos “supuestos”
ancestrales de la medicina caen ante
novedosas evidencias, tanto como
replantea criterios que habían
crecido, más al amparo de la
comodidad de las estructuras, que a
su correspondencia genuina con
realidad. Sin embargo, así como en
la pasada década de los ochenta, en
el siglo XX, los sistemas de salud
se vieron obligados a realizar
profundos cambios a efectos de
sostener su perdurabilidad y su
adaptabilidad a los tiempos de
entonces y a las necesidades
sociales de la época.
Hoy podría decirse que estamos
transitando un “momento” donde la
dinámica de las circunstancias
reclama un profundo cambio, negado
por muchos, disimulado por los
estamentos políticos, pero
“evidenciado” en las necesidades
acumuladas de las personas, tanto
como por sus tremendas
(¿dramáticas?) demandas contenidas,
no resueltas.
Algunos suelen creer que esto se
resuelve aumentando aportes, primas
o cuotas, estrellándose contra la
“evidencia” de que los resultados
antes que verse resueltos, se ven
atormentados por problemas mayores,
nuevos y/o crecientes, que además de
no contribuir en nada a los que
pagan, tampoco le ayudan a reducir
las expectativas inherentes al
problema en sí. Todo pareciera
indicar que se habla de medicina de
la evidencia, pero cuando ésta llega
a los campos administrativos y de
gestión, se modifica el discurso y
se niega la “evidencia”.
Con este paisaje, usualmente
paradójico y contradictorio, las
decisiones políticas se contravienen
con las necesidades de gestión, al
tiempo que políticamente se reconoce
la importancia de los aportes de la
medicina basada en la evidencia.
¿Entonces?...
La medicina basada en la evidencia
demanda una correspondencia
concomitante con las políticas
sanitarias y sus ejes operativos. No
comprender esto es aportar “vacíos”
y restar “valor” antes que
agregarlo. Parece simple, sin
embargo las decisiones de esta
década vienen a contramano de la
realidad globalizada, donde las
personas viven en un lugar y
trabajan a cientos de kilómetros,
incluso ejerciendo tareas muy
distantes de sus cuarteles.
La protocolización de las patologías
ha permitido descubrir y poner en
“evidencia” históricos errores de
procedimientos, ajustando los
procederes a las estructuras que los
contienen, para lo cual el aporte
científico de la medicina basada en
la evidencia (criterios mediante) ha
sido angular.
Pero estos mismos protocolos al no
ser correspondidos con sus
respectivos ejes de gestión, basados
en las mismas evidencias, han
abierto baches en algunos casos y
abismos en otros, donde las
decisiones médicas se ven diezmadas
y/o arrasadas y/o invadidas y/o
anuladas por meras disposiciones
administrativas que no se ajustan a
las necesidades de las personas,
aunque quizá sí sirven para
favorecer que los libros contables
cierren apropiadamente.
Un ejemplo temible es lo que cursa
con las enfermedades crónicas,
expansivas, que acumulan
impedimentos antes que facilitar
tratamientos. Para ello se buscan
excusas extemporáneas y tangenciales
al problema, cuyo único resultado
formal es acrecentar la envergadura
del mismo (problema). De este modo,
se escucha hacer referencia a gastos
catastróficos sin comprender ni
tampoco dimensionar que, en salud,
la catástrofe comienza cuando
alguien es excluido de su necesidad
intrínseca. Inmediatamente, se
descarga una catarata de
justificaciones viciadas de nulidad
en su propia esencia, todas
focalizadas en la eterna razón de la
“carencia presupuestaria”, la cual
representa un disparate en sí misma.
Seguramente, de realizarse un
profundo análisis costo-efectivo de
diversas terapias aprobadas y
asumidas como “buenas”, se
descubriría que al prescindir de los
intereses del financiador virtual (o
real), las propias instituciones las
darían de baja rápidamente ya que
las correspondencias “evidentes”
confluyen matemáticamente
(costo-beneficio genuino). Sin
embargo, el cuerpo médico está lejos
de poder participar, y peor aún,
aportar “criterio” cuando el mismo
parte de la premisa de ser
descalificado antes de generarse.
Alguien sostiene que el mercado
electoral es contrario al principio
costo-efectivo… lo cual se estrella
con una realidad cada vez más
dramática de miles de pacientes que
no encuentran respuestas a sus
legítimas necesidades.
Pensar hoy, una salud “excluyente” o
bien una salud
presupuesto-dependiente, implica no
entender la dimensión de la salud
pública y su estructuración
multidimensional. Posiblemente, el
día que los estamentos políticos
comprendan la importancia de los
aportes de la “gestión basada en la
evidencia”, verán reforzados
significativamente sus plantillas de
votantes, los que simplemente
pretenden no estar abandonados a su
suerte…
Mientras las convergencias no se
favorezcan desde las estrategias, la
salud (pública y privada) continuará
en su camino de autodestrucción, en
el que persiste sin hallar una
salida porque asume que el modelo de
presupuestos cerrados es el
apropiado, lo cual es una falacia en
sí misma.
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