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El Estado y la Salud
 

Por el Dr. Eduardo Filgueira Lima, Médico Magister en Sistemas de Salud y Seguridad Social. Aspirante a Magister en Economía y Ciencias Políticas


En nuestro sistema de salud, las inequidades son profundas, y en algunos casos extremas tanto en la accesibilidad, como en las formas de financiamiento y también en términos de resultados sanitarios.
Para las concepciones de nuestra sociedad la salud es un “bien que debe ser protegido y tutelado por el Estado”: Muchos autores comparten esta visión sobre que no es el mercado quien puede ofrecer las mejores condiciones sobre bienes que se consideran “públicos”. En nuestra visión son considerados “bienes meritorios o tutelares”.
El Estado se mantuvo prescindente de acciones concretas en salud y sólo a partir de fines del Siglo XIX, toma intervención directa, con criterios de beneficencia y fundamentalmente por cuestiones políticas: de productividad industrial y/o conflictividad social.
En la década del 40 la consolidación de las Obras Sociales Nacionales no requirió más que un guiño político del Gral. J. D. Perón, a los sindicatos, pero paradojalmente es durante el gobierno militar que recién obtienen en 1970 su primera forma de legitimación jurídica con la ley 18.610.
Ello les otorgó un enorme poder vinculando “la salud” a las ramas de agremiación sindical. La evolución del sistema fue creciente en lo político y en lo social. Los sindicatos administraron gran parte del sistema de salud.
Pero “¿quién controla al cuidador?”, lo que constituye una pregunta inevitable de la ciencia política actual. ¿Son los recursos adecuadamente asignados?, ¿son las funciones de cuidado la salud (Health Protection) y las de asistencia (Health Care) verdaderamente cumplidas?, ¿son respetadas las necesidades de los ciudadanos?
Y aquí nos encontramos tanto con excesos de la demanda, como limitaciones en el acceso a los servicios por parte de la misma y mucho más aun cuando la seguridad social se “terceriza”, mediante la transferencia de los recursos en “mediadores”. Pero ello no debe llamarnos la atención pues forma parte de la mentada “calidad institucional” de nuestro país.
“Calidad” que debiera contemplar en salud el respeto a los derechos de los beneficiarios, la libertad de asociación, la libertad de expresión, “la voz y la salida” (afortunadamente prevista mediante los sucesivos decretos que permiten “la opción de cambio” en las Obras Sociales Nacionales), la omisión de toda censura o direccionalidad “oficial”, el abuso de los cargo públicos, la corrupción, el cumplimiento de los contratos, evitar las dificultades en las tramitaciones y limitaciones en el acceso, posibilitar que la injerencia gubernamental se limite a un papel regulador (sorprende por ejemplo que las instituciones reguladoras –Superintendencia de Servicios de Salud y Administración de Programas Especiales– siendo instituciones estatales sean sustentadas con recursos que provienen de las cotizaciones salariales).
Esto es lo que, aún hoy genera, que las dificultades del sistema de salud para brindar los servicios equitativos y acordes a las necesidades, sean ostensibles y en mayor medida aun por su fragmentación, aspecto que “como un sistema de fricción”, incrementa gastos sin mejorar funciones.
De la misma forma, y también como consecuencia inevitable de las condiciones estructurales de nuestro sistema de salud, así como de diferencias en las condiciones de vida, es que obtenemos resultados en salud muy desiguales e in equitativos.
Porque la salud no ha sido parte de la agenda política -sino por el contrario ha sido solo “el caballito de batalla de las campañas”- de los partidos políticos, diluyéndose como función atribuible por parte del Estado, en cualquiera de las modalidades que se adopte, pero en todos con la consideración de su intervención ineludible, que deja muchos espacios sin cubrir y una enorme deuda social y sanitaria.
Sin pecar de ingenuo por comprender que existen muchos intereses en juego (que resultan más importantes que la salud de los demás”), asumo que los recursos son escasos, (¿son escasos?), pero pienso que no se asignan como debieran hacerlo.
Todo lo anterior se agrava cuando consideramos –como veremos más adelante– aspectos del financiamiento, cuyas inequidades se expresan en el gasto de bolsillo por una parte (que en nuestro país se estima en que ya alcanza al 50% del gasto total en salud) y en el financiamiento de los servicios público-estatales con base en los presupuestos (“altamente regresivos”) Nacional, Provinciales y Municipales.
Parece perderse de vista que así como existe un “capital humano”, existe también un “capital social” basado en la confianza que permite la asociatividad entre los integrantes de la comunidad y entre ésta y sus representantes: quienes ejercen el poder político.
Esto explica el quiebre entre el sistema político y la sociedad, porque además esta última presenta una apatía racional sobre sus perspectivas de generar un “verdadero cambio” que le permita mejores condiciones de vida.
Y para avalar lo dicho anteriormente: ¿Cómo podría -a pesar de nuestras debilidades- pretenderse que se oferten cuando menos algunas mejoras al sistema si en términos de financiamiento el Ministerio de Salud de la Nación aun contando con un presupuesto mayor en términos nominales (aumenta un 20% en el 2010 respecto del aprobado en 2009) decrece por efecto de las necesidades de ejecución como por efecto de la inflación, representando solo el 6,7% del gasto total en salud? Y continúa: “…esa proporción está lejos de una incidencia económica concordante con una rectoría del sector por parte del Ministerio,…”
Muchos aspectos -como he mencionado- han erosionado la confianza y credibilidad que debía sustentar y permitir un recorrido conjunto y acorde entre los ciudadanos y la política.
Las declamaciones de “progresismo” se quiebran cuando se analiza que en los países desarrollados los impuestos a los ingresos de las personas se encuentran entre el 28 y el 43%, mientras que en nuestro país apenas alcanza al 4%.
Por otra parte el impuesto al consumo (IVA) es en nuestro país uno de los mayores del mundo (incluyendo Latinoamérica).
Todo esto socava las relaciones de confianza que deberían primar para lograr una sociedad cohesionada. Para lo cual deben darse algunas cuestiones como confianza, con base en la seguridad jurídica, la mencionada calidad de las instituciones, con una presión tributaria justa y adecuada, tal como una asignación transparente de los recursos sin generar incentivos perversos y que “unos vivan a expensas de los otros” por vía de subsidios del Estado.
De otra forma las consecuencias son graves: un Estado “clientelar” que no posibilita el desarrollo de los ciudadanos, que por lo mismo los tiene monopólicamente cautivos y finalmente más que favorecerlos -aunque en el discurso así lo propague- los degrada a una “condición de dependencia”.
Esto en especial se observa en las apreciaciones y el grado de participación ciudadana en los partidos políticos (base estructural de nuestras democracias), como a su vez en las instituciones, los gobiernos y el accionar de los políticos.
Estos conceptos son inmerecidamente extendidos a “la política”, porque ella no es lo que algunos hacen de y con ella.
Es en estas condiciones que las políticas sociales son crecientemente sostenidas por organizaciones no gubernamentales, que han dejado de tener un papel supletorio, pero que sin adiestramiento técnico acorde pueden ser muchas veces coactadas o enfrentarse al dilema de “politizar lo social”.
La mencionada falta de calidad institucional en todos los ámbitos de un país, así como la ausencia de seguridad jurídica (cambio de las “reglas” según conveniencia, poder judicial dependiente del poder político, presiones e intervenciones sobre los actos de justicia, no cumplimiento de los contratos, etc.), son fenómenos que facilitan y promueven la corrupción que pasa a formar parte de todas las relaciones sociales y los sujetos que intervienen en un asunto, público o privado, privilegian ilegalmente su beneficio personal, por sobre la función que legalmente cumplen.
Esto termina por no proporcionar servicios adecuados a las necesidades de la gente. Y esto es además una falta de verdad porque en realidad los recursos están.
Resulta difícil resignarse a pensar un país en el que todo se conjuga para seguir viviendo reiteradamente la misma película.
Entonces la pregunta debiera ser hecha de otra forma, como por ejemplo: ¿dónde están los recursos?, o ¿dónde han sido asignados?, o ¿dónde han sido “distraídos”?
Esto es como decir: ¿Quién controla al “cuidador”? “Se necesita un enorme control del Estado por parte de las fuerzas sociales”, a lo que agregaría “y un esfuerzo adicional más que para suplirlo -lo que permite desentenderse de lo que pueden “hacer otros- para evitar la coaptación partidaria o de intereses de sector.
Lo exigen las necesidades insatisfechas de nuestra gente.

 

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