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En nuestro sistema de salud, las
inequidades son profundas, y en
algunos casos extremas tanto en la
accesibilidad, como en las formas de
financiamiento y también en términos
de resultados sanitarios.
Para las concepciones de nuestra
sociedad la salud es un “bien que
debe ser protegido y tutelado por el
Estado”: Muchos autores comparten
esta visión sobre que no es el
mercado quien puede ofrecer las
mejores condiciones sobre bienes que
se consideran “públicos”. En nuestra
visión son considerados “bienes
meritorios o tutelares”.
El Estado se mantuvo prescindente de
acciones concretas en salud y sólo a
partir de fines del Siglo XIX, toma
intervención directa, con criterios
de beneficencia y fundamentalmente
por cuestiones políticas: de
productividad industrial y/o
conflictividad social.
En la década del 40 la consolidación
de las Obras Sociales Nacionales no
requirió más que un guiño político
del Gral. J. D. Perón, a los
sindicatos, pero paradojalmente es
durante el gobierno militar que
recién obtienen en 1970 su primera
forma de legitimación jurídica con
la ley 18.610.
Ello les otorgó un enorme poder
vinculando “la salud” a las ramas de
agremiación sindical. La evolución
del sistema fue creciente en lo
político y en lo social. Los
sindicatos administraron gran parte
del sistema de salud.
Pero “¿quién controla al cuidador?”,
lo que constituye una pregunta
inevitable de la ciencia política
actual. ¿Son los recursos
adecuadamente asignados?, ¿son las
funciones de cuidado la salud (Health
Protection) y las de asistencia (Health
Care) verdaderamente cumplidas?,
¿son respetadas las necesidades de
los ciudadanos?
Y aquí nos encontramos tanto con
excesos de la demanda, como
limitaciones en el acceso a los
servicios por parte de la misma y
mucho más aun cuando la seguridad
social se “terceriza”, mediante la
transferencia de los recursos en
“mediadores”. Pero ello no debe
llamarnos la atención pues forma
parte de la mentada “calidad
institucional” de nuestro país.
“Calidad” que debiera contemplar en
salud el respeto a los derechos de
los beneficiarios, la libertad de
asociación, la libertad de
expresión, “la voz y la salida”
(afortunadamente prevista mediante
los sucesivos decretos que permiten
“la opción de cambio” en las Obras
Sociales Nacionales), la omisión de
toda censura o direccionalidad
“oficial”, el abuso de los cargo
públicos, la corrupción, el
cumplimiento de los contratos,
evitar las dificultades en las
tramitaciones y limitaciones en el
acceso, posibilitar que la
injerencia gubernamental se limite a
un papel regulador (sorprende por
ejemplo que las instituciones
reguladoras –Superintendencia de
Servicios de Salud y Administración
de Programas Especiales– siendo
instituciones estatales sean
sustentadas con recursos que
provienen de las cotizaciones
salariales).
Esto es lo que, aún hoy genera, que
las dificultades del sistema de
salud para brindar los servicios
equitativos y acordes a las
necesidades, sean ostensibles y en
mayor medida aun por su
fragmentación, aspecto que “como un
sistema de fricción”, incrementa
gastos sin mejorar funciones.
De la misma forma, y también como
consecuencia inevitable de las
condiciones estructurales de nuestro
sistema de salud, así como de
diferencias en las condiciones de
vida, es que obtenemos resultados en
salud muy desiguales e in
equitativos.
Porque la salud no ha sido parte de
la agenda política -sino por el
contrario ha sido solo “el caballito
de batalla de las campañas”- de los
partidos políticos, diluyéndose como
función atribuible por parte del
Estado, en cualquiera de las
modalidades que se adopte, pero en
todos con la consideración de su
intervención ineludible, que deja
muchos espacios sin cubrir y una
enorme deuda social y sanitaria.
Sin pecar de ingenuo por comprender
que existen muchos intereses en
juego (que resultan más importantes
que la salud de los demás”), asumo
que los recursos son escasos, (¿son
escasos?), pero pienso que no se
asignan como debieran hacerlo.
Todo lo anterior se agrava cuando
consideramos –como veremos más
adelante– aspectos del
financiamiento, cuyas inequidades se
expresan en el gasto de bolsillo por
una parte (que en nuestro país se
estima en que ya alcanza al 50% del
gasto total en salud) y en el
financiamiento de los servicios
público-estatales con base en los
presupuestos (“altamente
regresivos”) Nacional, Provinciales
y Municipales.
Parece perderse de vista que así
como existe un “capital humano”,
existe también un “capital social”
basado en la confianza que permite
la asociatividad entre los
integrantes de la comunidad y entre
ésta y sus representantes: quienes
ejercen el poder político.
Esto explica el quiebre entre el
sistema político y la sociedad,
porque además esta última presenta
una apatía racional sobre sus
perspectivas de generar un
“verdadero cambio” que le permita
mejores condiciones de vida.
Y para avalar lo dicho
anteriormente: ¿Cómo podría -a pesar
de nuestras debilidades- pretenderse
que se oferten cuando menos algunas
mejoras al sistema si en términos de
financiamiento el Ministerio de
Salud de la Nación aun contando con
un presupuesto mayor en términos
nominales (aumenta un 20% en el 2010
respecto del aprobado en 2009)
decrece por efecto de las
necesidades de ejecución como por
efecto de la inflación,
representando solo el 6,7% del gasto
total en salud? Y continúa: “…esa
proporción está lejos de una
incidencia económica concordante con
una rectoría del sector por parte
del Ministerio,…”
Muchos aspectos -como he mencionado-
han erosionado la confianza y
credibilidad que debía sustentar y
permitir un recorrido conjunto y
acorde entre los ciudadanos y la
política.
Las declamaciones de “progresismo”
se quiebran cuando se analiza que en
los países desarrollados los
impuestos a los ingresos de las
personas se encuentran entre el 28 y
el 43%, mientras que en nuestro país
apenas alcanza al 4%.
Por otra parte el impuesto al
consumo (IVA) es en nuestro país uno
de los mayores del mundo (incluyendo
Latinoamérica).
Todo esto socava las relaciones de
confianza que deberían primar para
lograr una sociedad cohesionada.
Para lo cual deben darse algunas
cuestiones como confianza, con base
en la seguridad jurídica, la
mencionada calidad de las
instituciones, con una presión
tributaria justa y adecuada, tal
como una asignación transparente de
los recursos sin generar incentivos
perversos y que “unos vivan a
expensas de los otros” por vía de
subsidios del Estado.
De otra forma las consecuencias son
graves: un Estado “clientelar” que
no posibilita el desarrollo de los
ciudadanos, que por lo mismo los
tiene monopólicamente cautivos y
finalmente más que favorecerlos
-aunque en el discurso así lo
propague- los degrada a una
“condición de dependencia”.
Esto en especial se observa en las
apreciaciones y el grado de
participación ciudadana en los
partidos políticos (base estructural
de nuestras democracias), como a su
vez en las instituciones, los
gobiernos y el accionar de los
políticos.
Estos conceptos son inmerecidamente
extendidos a “la política”, porque
ella no es lo que algunos hacen de y
con ella.
Es en estas condiciones que las
políticas sociales son
crecientemente sostenidas por
organizaciones no gubernamentales,
que han dejado de tener un papel
supletorio, pero que sin
adiestramiento técnico acorde pueden
ser muchas veces coactadas o
enfrentarse al dilema de “politizar
lo social”.
La mencionada falta de calidad
institucional en todos los ámbitos
de un país, así como la ausencia de
seguridad jurídica (cambio de las
“reglas” según conveniencia, poder
judicial dependiente del poder
político, presiones e intervenciones
sobre los actos de justicia, no
cumplimiento de los contratos,
etc.), son fenómenos que facilitan y
promueven la corrupción que pasa a
formar parte de todas las relaciones
sociales y los sujetos que
intervienen en un asunto, público o
privado, privilegian ilegalmente su
beneficio personal, por sobre la
función que legalmente cumplen.
Esto termina por no proporcionar
servicios adecuados a las
necesidades de la gente. Y esto es
además una falta de verdad porque en
realidad los recursos están.
Resulta difícil resignarse a pensar
un país en el que todo se conjuga
para seguir viviendo reiteradamente
la misma película.
Entonces la pregunta debiera ser
hecha de otra forma, como por
ejemplo: ¿dónde están los recursos?,
o ¿dónde han sido asignados?, o
¿dónde han sido “distraídos”?
Esto es como decir: ¿Quién controla
al “cuidador”? “Se necesita un
enorme control del Estado por parte
de las fuerzas sociales”, a lo que
agregaría “y un esfuerzo adicional
más que para suplirlo -lo que
permite desentenderse de lo que
pueden “hacer otros- para evitar la
coaptación partidaria o de intereses
de sector.
Lo exigen las necesidades
insatisfechas de nuestra gente. |