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Ya no miro de afuera a esos maravillosos bares porteños,
donde en mesas de café, sabiondos y suicidas,
conversaban y debatían acaloradamente sobre todo tipo de
temas. Roberto Fontanarrosa se enojaría si leyera que
solo le atribuyo a Buenos Aires la exclusividad de los
mismos. Me disculpo ante el extraordinario genio
rosarino, y sumo a los bares de todo el país.
Sin embargo, reconozco que me gustaban mucho más cuando
los miraba de afuera. Lamentablemente de a poco están
perdiendo su atractivo. En el siglo XXI, contemplo que
la mayoría de las mesas están ocupadas con una o dos
personas a lo sumo y lo que es peor aún, todos mirando
las pantallas de los múltiples televisores que cuelgan
de las paredes o con los ojos clavados en sus
computadoras y “smartphones”.
Lejos de formar parte del grupo de personas que
permanentemente pregonan con lamentos que todo tiempo
pasado fue mejor, debo reconocer con tristeza, que en
este aspecto hemos involucionado. Cómo extraño esas
mesas, donde un grupo nunca menor a cuatro personas
debatían largo rato si el puntero izquierdo titular de
aquel glorioso equipo de Tigre del año 79 era Greco o el
“Tano” Ianuzzi. Lo maravilloso también era, que alguno
de otra mesa cercana, podía sumarse desde su lugar al
debate, sin que nadie se enojara al respecto. En algunas
confiterías frente a la plaza de algunos pueblos del
Interior, por suerte algo de esto se conserva.
Como dice mi primo Rafael: “Internet y los malditos
buscadores como el Google, han sido un arma letal para
los “charlatanes de feria” como nosotros. Hoy cualquiera
en un minuto y medio te saca la variación del PBI anual
de Noruega, después de la devaluación de Namibia en 1972
y su impacto posterior en la bolsa de Tokio. Han matado
las discusiones de bar, pero no contentos con eso, peor,
nos han matado a nosotros, los bocones. Cualquier
leyenda que uno quiere soltar, con los matices de
exageración que le dan color a todas las historias, son
refutadas en unos segundos por tipos que del tema quizás
no tienen idea, pero sí saben cómo usar un buscador”.
Días atrás luego de un seminario en la Universidad
Isalud, fui a un lindo bar por la zona a tomar un café y
revisar mis correos electrónicos. Luego de un rato de
estar sentado, mientras recordaba aquello que decía mi
primo Rafa, noté sorpresivamente que en una mesa
cercana, conversaban muy animadamente cuatro personas
sin ninguna pantalla que interfiriera en el diálogo.
Mi interés creció cuando el tema en cuestión era la
libre elección de obra social. Inmediatamente cerré mi
computadora y escuche el siguiente diálogo:
“Escucháme bien”, decía un hombre de campera negra y
barba incipiente, “la desregulación rompió con la
solidaridad del sistema”. “Las prepagas se han llevado a
todos los afiliados de altos ingresos, el descreme hizo
estragos”.
¿De que solidaridad me hablas?, preguntó el único que
llevaba corbata en la mesa.
“Te hablo de la solidaridad que teníamos en las obras
sociales antes de que en los malditos 90 comenzará la
desregulación”, respondió el que estaba sentado de
espaldas a mi mesa vestido con una chomba azul.
¿A qué te referís?, contestó con ironía el cuarto hombre
del grupo a quien le quedaba muy poco cabello en su
cabeza y vestía con saco sin corbata, “a lo solidario
que son los pilotos con los empleados rurales, donde el
aporte por cápita de los primeros debe ser como 5 o 6
veces que el de los otros”. Doblando la apuesta siguió
con la ironía, “o a lo mejor hablas de la solidaridad de
los empleados de la AFIP o los petroleros con los
obreros de la construcción….”.
“Vos sabes bien a que me refiero, ¿o me vas a decir que
antes el sistema no era más solidario?”, retrucó el de
campera negra.
Poniéndose serio el hombre de corbata comenzó a
explayarse, “es cierto que era un poco más solidario,
pero a costa de una cautividad que no incentivaba en lo
más mínimo a dar calidad de servicio a los
beneficiarios. No me podes negar, que muchas obras
sociales en los últimos años, implementaron muchas
mejoras para retener a sus afiliados. La competencia
siempre es buena. Con la libre opción ganó la gente”.
El hombre de chomba azul, más moderado que el de campera
negra, comentó en un tono muy coloquial, “en eso tenes
razón, pero la libre opción era entre obras sociales y
no para las prepagas”.
Pero si la gente quiere cambiarse a una prepaga, ¿por
qué no puede hacerlo? Salvo que no te importe la gente,
comentó ofuscado y en forma tendenciosa quien vestía
saco sin corbata y tenía un “corte” de cabello a lo
“Brujita Verón”.
“Claro que me importa la gente, por eso no quiero que se
pasen a las prepagas, que son mercaderes de la salud y
que solo buscan ganar plata” retrucó el de campera
negra.
Intentando bajar los ánimos y llevar la conversación a
un debate civilizado, el hombre de corbata dijo “se
llevarían una sorpresa muchos dirigentes, si supieran
que de las 10 Entidades de Medicina Prepaga líderes, que
concentran el 80% del mercado, 6 de ellas son entidades
sin fines de lucro. Es decir que el 60% de las 10
primeras son Cooperativas, Fundaciones u Asociaciones
Civiles como las obras sociales sindicales”.
Siguiendo el tono cordial de la conversación el hombre
de chomba azul continuó diciendo, “como suele pasar,
toda generalización es injusta y seguro que existen
prepagas que hacen muy bien las cosas y hay otras que le
han hecho muy mal al sector, por eso la opinión pública
en general no las quiere”.
“Lamentablemente eso es cierto”, comentó el hombre de
saco y corbata, “sucede lo mismo con las obras sociales
sindicales, no todas son iguales. Hay muchas obras
sociales que dan un muy buen servicio a los afiliados
mejorando día a día las prestaciones médicas que brindan
y la cobertura a veces es superior a la que brindan las
prepagas”.
“Con respecto a la opinión pública”, siguió el hombre de
saco sin corbata, “la supuesta mala imagen de las
prepagas tiene más que ver con el valor de las cuotas y
los aumentos, que con el servicio. Según una encuesta
muy seria realizada hace poco, los afiliados a las
prepagas eran los que más satisfechos estaban con su
cobertura y servicio médico”. “Es esperable que la gente
que paga una prepaga y a su vez soporta una presión
impositiva de países desarrollados, se enoje. La prepaga
debiera ser un complemento a la cobertura pública y no
un sustituto de ésta”.
“Los jóvenes solteros de buen salario no debieran poder
llevarse todo su aporte a otra obra social dejando al
resto de los beneficiarios con un menor ingreso por
cápita”, comentó ya en un tono muy coloquial el de
campera negra. “Antes que me lo digan ustedes, reconozco
que para esto el afiliado deja entre un 15 o 20% de su
aporte en el Fondo Solidario de Redistribución y que con
instrumentos como el SUMA y el SANO (Subsidio Automático
Nominativo de Obras Sociales), se compensan estas
diferencias, pero debemos construir un sistema aún más
solidario”.
“El SANO era un excelente programa. El problema es que
al no actualizar los valores como debieran, pasó de
distribuir de más del 60% de los recursos del Fondo a un
2 o 3% actualmente”. Agregó quien vestía saco y corbata.
El debate afortunadamente continuó por estos carriles,
comprometiéndose todos a trabajar en conjunto para
generar un sistema que mantenga la libertad de opción,
pueda ser más solidario y brinde mejores respuestas a
todos los afiliados.
En un momento me distraje hablando con el mozo que me
traía otro café y cuando levanté la vista, la mesa de al
lado estaba vacía. Las sillas estaban todas bien
prolijas arrinconadas a la mesa. No quedaban restos de
nada que hiciera pensar que había estado ocupada por
cuatro personas unos segundos atrás. No entendía como en
tan poco tiempo hubieran podido pagar la cuenta,
retirarse del bar y que el mozo haya podido acomodar y
limpiar todo. Con la duda si todo lo sucedido había sido
producto de mi imaginación, me levanté y confundido
volví a mi casa.
A la noche, durante la cena familiar con mi mujer y mis
cuatro hijos, donde por suerte hemos podido instalar la
norma de dejar todo tipo de celular o pantalla fuera de
la mesa, mis hijos varones de 9 y 12 años
respectivamente, comentaban que cuando comenzaron a
coleccionar figuritas del Mundial, el kiosco del barrio
vendía el paquete a $5,50 c/u. Afortunadamente la
librería que está a pocos metros del kiosco, comenzó
también a vender también pero a $5. Tanto ellos como
todos los chicos del barrio empezaron a comprarlas ahí.
El kiosco a los pocos días bajó el precio y comenzó a
vender también a $5 al igual que la librería, pero este
no solo bajó el precio, sino que implementó un nuevo
servicio que era vender figuritas sueltas, de modo que
podían comprar la que les faltaba en el álbum. Muchos
chicos volvieron a comprar al kiosco.
Con su relato, mis hijos volvían a confirmarme las
ventajas de la competencia en la economía.
Con un ejemplo sencillo, ratificaban aquello que Adam
Smith desarrolló cientos de años atrás con la metáfora
de “la mano invisible”, que expresa en economía la
capacidad autorreguladora del libre mercado. Hoy sabemos
con certeza que esta teoría no funciona en el 100% de la
economía y es necesaria la participación del Estado
cuando existen monopolios, oligopolios o en bienes y
servicios públicos por ejemplo. Sin embargo, también
sabemos con certeza que la intervención estatal tampoco
nos garantiza el éxito.
Lamentablemente, ha crecido en los últimos años, quienes
se empeñan en negar la veracidad de esta “mano
invisible” y sus ventajas. Aunque algunos pretenden
derogarla, nos seguimos rigiendo por la ley de la oferta
y la demanda, le escuché decir una vez a un economista.
Por suerte muchos bienes y servicios que se
comercializan en el mercado compiten sanamente y los que
ganamos, como en el ejemplo de las figuritas del
mundial, somos los usuarios o consumidores.
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