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Columna


Cafetín de Buenos Aires
De chiquilín te miraba de afuera…

Por  Patricio Pasman
patricio@pasman.com.ar


Ya no miro de afuera a esos maravillosos bares porteños, donde en mesas de café, sabiondos y suicidas, conversaban y debatían acaloradamente sobre todo tipo de temas. Roberto Fontanarrosa se enojaría si leyera que solo le atribuyo a Buenos Aires la exclusividad de los mismos. Me disculpo ante el extraordinario genio rosarino, y sumo a los bares de todo el país.
Sin embargo, reconozco que me gustaban mucho más cuando los miraba de afuera. Lamentablemente de a poco están perdiendo su atractivo. En el siglo XXI, contemplo que la mayoría de las mesas están ocupadas con una o dos personas a lo sumo y lo que es peor aún, todos mirando las pantallas de los múltiples televisores que cuelgan de las paredes o con los ojos clavados en sus computadoras y “smartphones”.
Lejos de formar parte del grupo de personas que permanentemente pregonan con lamentos que todo tiempo pasado fue mejor, debo reconocer con tristeza, que en este aspecto hemos involucionado. Cómo extraño esas mesas, donde un grupo nunca menor a cuatro personas debatían largo rato si el puntero izquierdo titular de aquel glorioso equipo de Tigre del año 79 era Greco o el “Tano” Ianuzzi. Lo maravilloso también era, que alguno de otra mesa cercana, podía sumarse desde su lugar al debate, sin que nadie se enojara al respecto. En algunas confiterías frente a la plaza de algunos pueblos del Interior, por suerte algo de esto se conserva.
Como dice mi primo Rafael: “Internet y los malditos buscadores como el Google, han sido un arma letal para los “charlatanes de feria” como nosotros. Hoy cualquiera en un minuto y medio te saca la variación del PBI anual de Noruega, después de la devaluación de Namibia en 1972 y su impacto posterior en la bolsa de Tokio. Han matado las discusiones de bar, pero no contentos con eso, peor, nos han matado a nosotros, los bocones. Cualquier leyenda que uno quiere soltar, con los matices de exageración que le dan color a todas las historias, son refutadas en unos segundos por tipos que del tema quizás no tienen idea, pero sí saben cómo usar un buscador”.
Días atrás luego de un seminario en la Universidad Isalud, fui a un lindo bar por la zona a tomar un café y revisar mis correos electrónicos. Luego de un rato de estar sentado, mientras recordaba aquello que decía mi primo Rafa, noté sorpresivamente que en una mesa cercana, conversaban muy animadamente cuatro personas sin ninguna pantalla que interfiriera en el diálogo.
Mi interés creció cuando el tema en cuestión era la libre elección de obra social. Inmediatamente cerré mi computadora y escuche el siguiente diálogo:
“Escucháme bien”, decía un hombre de campera negra y barba incipiente, “la desregulación rompió con la solidaridad del sistema”. “Las prepagas se han llevado a todos los afiliados de altos ingresos, el descreme hizo estragos”.
¿De que solidaridad me hablas?, preguntó el único que llevaba corbata en la mesa.
“Te hablo de la solidaridad que teníamos en las obras sociales antes de que en los malditos 90 comenzará la desregulación”, respondió el que estaba sentado de espaldas a mi mesa vestido con una chomba azul.
¿A qué te referís?, contestó con ironía el cuarto hombre del grupo a quien le quedaba muy poco cabello en su cabeza y vestía con saco sin corbata, “a lo solidario que son los pilotos con los empleados rurales, donde el aporte por cápita de los primeros debe ser como 5 o 6 veces que el de los otros”. Doblando la apuesta siguió con la ironía, “o a lo mejor hablas de la solidaridad de los empleados de la AFIP o los petroleros con los obreros de la construcción….”.
“Vos sabes bien a que me refiero, ¿o me vas a decir que antes el sistema no era más solidario?”, retrucó el de campera negra.
Poniéndose serio el hombre de corbata comenzó a explayarse, “es cierto que era un poco más solidario, pero a costa de una cautividad que no incentivaba en lo más mínimo a dar calidad de servicio a los beneficiarios. No me podes negar, que muchas obras sociales en los últimos años, implementaron muchas mejoras para retener a sus afiliados. La competencia siempre es buena. Con la libre opción ganó la gente”.
El hombre de chomba azul, más moderado que el de campera negra, comentó en un tono muy coloquial, “en eso tenes razón, pero la libre opción era entre obras sociales y no para las prepagas”.
Pero si la gente quiere cambiarse a una prepaga, ¿por qué no puede hacerlo? Salvo que no te importe la gente, comentó ofuscado y en forma tendenciosa quien vestía saco sin corbata y tenía un “corte” de cabello a lo “Brujita Verón”.
“Claro que me importa la gente, por eso no quiero que se pasen a las prepagas, que son mercaderes de la salud y que solo buscan ganar plata” retrucó el de campera negra.
Intentando bajar los ánimos y llevar la conversación a un debate civilizado, el hombre de corbata dijo “se llevarían una sorpresa muchos dirigentes, si supieran que de las 10 Entidades de Medicina Prepaga líderes, que concentran el 80% del mercado, 6 de ellas son entidades sin fines de lucro. Es decir que el 60% de las 10 primeras son Cooperativas, Fundaciones u Asociaciones Civiles como las obras sociales sindicales”.
Siguiendo el tono cordial de la conversación el hombre de chomba azul continuó diciendo, “como suele pasar, toda generalización es injusta y seguro que existen prepagas que hacen muy bien las cosas y hay otras que le han hecho muy mal al sector, por eso la opinión pública en general no las quiere”.
“Lamentablemente eso es cierto”, comentó el hombre de saco y corbata, “sucede lo mismo con las obras sociales sindicales, no todas son iguales. Hay muchas obras sociales que dan un muy buen servicio a los afiliados mejorando día a día las prestaciones médicas que brindan y la cobertura a veces es superior a la que brindan las prepagas”.
“Con respecto a la opinión pública”, siguió el hombre de saco sin corbata, “la supuesta mala imagen de las prepagas tiene más que ver con el valor de las cuotas y los aumentos, que con el servicio. Según una encuesta muy seria realizada hace poco, los afiliados a las prepagas eran los que más satisfechos estaban con su cobertura y servicio médico”. “Es esperable que la gente que paga una prepaga y a su vez soporta una presión impositiva de países desarrollados, se enoje. La prepaga debiera ser un complemento a la cobertura pública y no un sustituto de ésta”.
“Los jóvenes solteros de buen salario no debieran poder llevarse todo su aporte a otra obra social dejando al resto de los beneficiarios con un menor ingreso por cápita”, comentó ya en un tono muy coloquial el de campera negra. “Antes que me lo digan ustedes, reconozco que para esto el afiliado deja entre un 15 o 20% de su aporte en el Fondo Solidario de Redistribución y que con instrumentos como el SUMA y el SANO (Subsidio Automático Nominativo de Obras Sociales), se compensan estas diferencias, pero debemos construir un sistema aún más solidario”.
“El SANO era un excelente programa. El problema es que al no actualizar los valores como debieran, pasó de distribuir de más del 60% de los recursos del Fondo a un 2 o 3% actualmente”. Agregó quien vestía saco y corbata.
El debate afortunadamente continuó por estos carriles, comprometiéndose todos a trabajar en conjunto para generar un sistema que mantenga la libertad de opción, pueda ser más solidario y brinde mejores respuestas a todos los afiliados.
En un momento me distraje hablando con el mozo que me traía otro café y cuando levanté la vista, la mesa de al lado estaba vacía. Las sillas estaban todas bien prolijas arrinconadas a la mesa. No quedaban restos de nada que hiciera pensar que había estado ocupada por cuatro personas unos segundos atrás. No entendía como en tan poco tiempo hubieran podido pagar la cuenta, retirarse del bar y que el mozo haya podido acomodar y limpiar todo. Con la duda si todo lo sucedido había sido producto de mi imaginación, me levanté y confundido volví a mi casa.
A la noche, durante la cena familiar con mi mujer y mis cuatro hijos, donde por suerte hemos podido instalar la norma de dejar todo tipo de celular o pantalla fuera de la mesa, mis hijos varones de 9 y 12 años respectivamente, comentaban que cuando comenzaron a coleccionar figuritas del Mundial, el kiosco del barrio vendía el paquete a $5,50 c/u. Afortunadamente la librería que está a pocos metros del kiosco, comenzó también a vender también pero a $5. Tanto ellos como todos los chicos del barrio empezaron a comprarlas ahí.
El kiosco a los pocos días bajó el precio y comenzó a vender también a $5 al igual que la librería, pero este no solo bajó el precio, sino que implementó un nuevo servicio que era vender figuritas sueltas, de modo que podían comprar la que les faltaba en el álbum. Muchos chicos volvieron a comprar al kiosco.
Con su relato, mis hijos volvían a confirmarme las ventajas de la competencia en la economía.
Con un ejemplo sencillo, ratificaban aquello que Adam Smith desarrolló cientos de años atrás con la metáfora de “la mano invisible”, que expresa en economía la capacidad autorreguladora del libre mercado. Hoy sabemos con certeza que esta teoría no funciona en el 100% de la economía y es necesaria la participación del Estado cuando existen monopolios, oligopolios o en bienes y servicios públicos por ejemplo. Sin embargo, también sabemos con certeza que la intervención estatal tampoco nos garantiza el éxito.
Lamentablemente, ha crecido en los últimos años, quienes se empeñan en negar la veracidad de esta “mano invisible” y sus ventajas. Aunque algunos pretenden derogarla, nos seguimos rigiendo por la ley de la oferta y la demanda, le escuché decir una vez a un economista.
Por suerte muchos bienes y servicios que se comercializan en el mercado compiten sanamente y los que ganamos, como en el ejemplo de las figuritas del mundial, somos los usuarios o consumidores.

 

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