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EL DOLOR EN NOSOTROS
Los médicos enfrentamos cotidianamente el sufrimiento de
las personas. Sabemos desde hace mucho que el sufrir es
una experiencia compleja, inevitable y en mayor o menor
grado presente en la vida de todos nosotros -aun en la
salud- y a la que a lo largo de la historia hemos
intentado encontrar explicación o sentido.
Decía Viktor Frankl: “El Hombre no se destruye por
sufrir, sino por sufrir sin ningún sentido”, y la
religión primero y luego la filosofía, la psicología e
inclusive la economía ofrecen enfoques para su
comprensión, más allá de aquello que los médicos solemos
considerar materia de nuestra incumbencia.
Sin embargo, la expresión atribuida a los médicos
franceses Bérard y Gubler -hacia finales del Siglo XIX-
da cuenta de lo imperioso que debe ser para el médico
encarar el alivio del sufrimiento ajeno: “Curar, pocas
veces, aliviar a menudo, consolar: siempre”.
Un componente muchas veces presente en el sufrimiento de
nuestros pacientes es el dolor.
También existen múltiples interpretaciones del “sentido”
del dolor, incluyendo algunas que atávicamente lo
vinculan con la santidad, la expiación y la culpa. Y en
los consultorios y camas de los hospitales, con una
discutible noción de “utilidad”. Al punto que resulta
conveniente distinguir entre el dolor fisiológico y el
patológico.
Pero lejos de simplificarse, la cuestión se vuelve más
compleja desde la perspectiva de la Salud Pública.
EL DOLOR EN LAS
POBLACIONES
El dolor asumido como un problema de dimensión
poblacional involucra decisiones de política que definen
la oferta y la organización de los servicios
asistenciales, la accesibilidad a los fármacos
–incluyendo cuestiones normativas, de disponibilidad,
financiamiento y costos- especialmente los opioides
fuertes, y la educación y capacitación de profesionales
y técnicos de Salud, básicamente.
Algunos datos ayudan a dimensionar el problema: según
estimaciones en 2020 habrá cerca de un millón de
personas sufriendo enfermedades oncológicas en fase
terminal, en Latinoamérica y el Caribe. Sabemos que el
dolor afecta al 30% - 40% de los pacientes con cáncer en
fase de tratamiento curativo, y al 70% - 90% de los que
cursan estadios avanzados. Actualmente se estima que
sólo entre el 10% y el 30% de ellos reciben tratamiento
adecuado.
Por otra parte más de la mitad de las personas que
sufren enfermedades crónicas no oncológicas sufren dolor
crónicamente. Y a ello hay que sumarle la dimensión poco
cuantificada del dolor agudo postraumático y
posquirúrgico, este último ampliamente subestimado por
los propios médicos.
Se ha estimado también que entre el 40% y el 60% de las
consultas en atención primaria son por dolor moderado a
severo.
Según la OMS, el 80% de la población mundial vive en
países donde el acceso a medicamentos para el adecuado
tratamiento del dolor es inexistente o insuficiente. Es
decir: con muy alta posibilidad de morir sufriendo dolor
no controlado.
En Latinoamérica, la Argentina ocupa una posición muy
buena en cuanto al acceso y consumo de opioides per
cápita (un indicador utilizado habitualmente). Aunque
persisten trabas burocráticas y una muy desigual
cobertura entre diferentes financiadores e instituciones
asistenciales: una característica de nuestro sistema de
salud.
Pero el problema no se agota en la disponibilidad de
opioides: gran parte de las personas con dolor crónico
son tratadas inadecuadamente con AINEs, inclusive en
asociaciones de distintos tipos, y sufren efectos
adversos y complicaciones evitables, muchas veces
severas. Así como el acceso relativamente fácil a
analgésicos fuertes prescriptos es una ventaja en
nuestro país, el fácil acceso a AINEs no prescriptos
constituye una amenaza a la salud de la población.
UN PROBLEMA DE SALUD
PÚBLICA
Además de los pacientes con cáncer, el dolor es un serio
problema en otros grupos de población: los niños y los
ancianos por un lado, y la población en edad laboral.
Mucho del arsenal analgésico no ha sido bien probado en
la infancia -como sucede con gran parte de los
medicamentos- y los expertos describen cierta tendencia
a asumir manifestaciones no verbales del dolor en los
niños como parte de la expresión del malestar
“justificado” por la atención en instituciones
sanitarias poco acogedoras, la angustia de los padres, y
aun la naturalización del llanto en ambientes de
atención pediátrica, situación ésta que resulta
palmariamente desmentida cuando uno visita hospitales de
niños que implementan verdaderas políticas de control
del dolor, inclusive en sus servicios de emergencia.
En los ancianos, con mayor o menor grado de deterioro
cognitivo, el dolor también tiende a ser subestimado.
Cuesta evaluarlo, hay serios problemas de adherencia en
personas que además frecuentemente reciben múltiples
medicamentos a lo largo del día, y, finalmente, son
pacientes que parecen acostumbrarse a convivir con su
dolor, como una carga inevitable, y que ya han probado y
abandonado mucha medicación indicada o sugerida por
médicos y allegados diversos. El dolor parece ser un
costo a pagar por la vejez.
El término “dolor de espalda” incluye un grupo de
cuadros clínicos que, según se reporta, llega a afectar
entre el 70% y el 85% de la población.
El impacto económico del dolor dorsal y lumbar crónicos
dentro de la población económicamente activa (unos 18
millones de personas entre nosotros) es multimillonario.
En los EE.UU se calculó hace ya unos cuantos años que se
perdían 149 millones de días de trabajo por año, con un
costo para la economía de entre 100 y 200 billones
(miles de millones) de dólares por año.
EL DOLOR Y LOS MÉDICOS
Los médicos recibimos escasa capacitación sobre dolor y
analgesia.
La prescripción rutinaria de “analgesia según dolor” en
consultas, guardias y postoperatorios sintetiza a la vez
el palmario fracaso de la racionalidad y el humanismo
médico.
Solemos ignorar que el inadecuado tratamiento del dolor
agudo, aun del dolor fisiológico por excelencia como es
el del parto, puede proyectar sus consecuencias
deletéreas en el tiempo: dolor intenso no controlado en
el parto puede conducir al sufrimiento fetal; un
inadecuado manejo del dolor postoperatorio a cuadros de
dolor crónico, como la aparición de dolor de miembro
fantasma postamputación, por ejemplo.
También practicamos poco el abordaje no farmacológico en
el dolor crónico: cambios en la forma de vida, la
ejercitación específica, las precisas indicaciones del
intervencionismo, etc.
El diagnóstico y especialmente la interpretación del
dolor dependen de herramientas con sensibilidad y
especificidad muy variables; las de la semiología, una
capacidad frecuentemente menospreciada en la práctica
médica, acostumbrados como estamos a las pantallas, los
gráficos y las imágenes.
En ese marco, también son críticas las creencias de los
propios médicos sobre el dolor de sus pacientes. Sus
propios prejuicios y valores.
EL DOLOR Y LA POLÍTICA DE
SALUD
En la Argentina la creación del Instituto Nacional del
Cáncer representó un avance muy importante al
desarrollar actividades vinculadas a los Cuidados
Paliativos y al dolor.
Pero el desarrollo de políticas institucionales de
manejo del dolor depende de múltiples abordajes sobre
los que es preciso profundizar: desde la capacidad de
rectoría que debe ejercer el Estado (inclusive sobre sus
propios efectores…), el fortalecimiento de la capacidad
de innovación y competencia de las instituciones
privadas (condiciones de calidad/seguridad), el
financiamiento (qué se financia y qué no, a través del
presupuesto público y los recursos de la seguridad
social) los precios (mercado farmacéutico y política de
medicamentos) y las condiciones de accesibilidad (menos
burocracia, mejor educación de los usuarios y de los
equipos de salud).
La Asociación Internacional para el Estudio del Dolor
(IASP), promueve el derecho de todas las personas a
acceder al tratamiento del dolor, sin discriminaciones,
a ser informadas sobre la forma en que se lo puede
evaluar y tratar, y a que ese tratamiento sea realizado
por profesionales de la salud adecuadamente capacitados.
El desafío para el sistema de salud argentino no es
menor, y como en otras cuestiones pendientes de nuestra
salud pública requerirá integración de recursos entre
los formadores de profesionales y técnicos y los centros
asistenciales, acuerdos políticos sostenibles,
priorización explicita de objetivos de política
sanitaria, y rediscusión de la organización y el
financiamiento del sistema.
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