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Halfdan Mahler era el Director General de la OMS en
1978, cuando se realizó la Conferencia Internacional
sobre Atención Primaria de Salud en Alma-Ata.
En una entrevista publicada por la propia organización
al cumplirse 30 años de la histórica Conferencia, Mahler
–un experto en erradicación de la tuberculosis que luego
pasaría a revistar en el Proyecto de análisis de
sistemas de la organización- dice:
“El decenio de 1970 fue propicio para la justicia
social. (…). Luego se produjo un serio revés, cuando el
Fondo Monetario Internacional (FMI) promovió el Programa
de Ajuste Estructural con todo tipo de privatizaciones,
lo que provocó escepticismo en torno al consenso de
Alma-Ata y debilitó el compromiso con la estrategia de
atención primaria. Las regiones de la OMS seguían
luchando en los países, pero no se obtuvo apoyo del
Banco Mundial ni del FMI. Y la mayor decepción fue
cuando algunos organismos de las Naciones Unidas pasaron
a un enfoque “selectivo” de la atención primaria de
salud. Eso nos llevó a empezar desde cero.”
La OMS habría promovido intensamente, en los años 50 y
60, los programas “verticales” dirigidos puntualmente a
enfermedades específicas (paludismo, tuberculosis,
polio, etc.). Alma-Ata, en lo que Mahler denomina un
“despertar espiritual e intelectual” significó una
ruptura con ese pensamiento compartimentalizado, y
proponía un marco de integración sistémica. Pero en ese
contexto, continúa el ex Director: “de repente algunos
defensores de la propuesta de atención primaria de salud
volvieron una vez más al antiguo enfoque selectivo.”
Efectivamente, en los 80 y los 90 para muchos de
nosotros estaba claro que habían pasado los tiempos de
las “grandes luchas”, y mientras la Escuela de Salud
Pública enseñaba a los futuros directores de Hospitales
cómo debía lavarse la ropa de cama y el cálculo de las
raciones alimentarias, se introducían en nuestras
lecturas los conceptos de sistema, gestión y eficiencia.
Había que dar un significativo paso adelante.
Comenzábamos a escuchar (y hablar) de redes,
comprendíamos con la experiencia el significado político
de la expresión ”participación comunitaria”, nos
entusiasmábamos con la idea de un sistema nacional de
salud, y conjeturábamos sobre un modelo basado en
seguros públicos provinciales.
El deseo de un federalismo maduro - abandonado por la
dirigencia política argentina al menos desde la reforma
Constitucional- y la necesidad evidente de integrar no
sólo el financiamiento del sistema, sino también el
modelo prestacional centrándolos en las necesidades de
las personas, alimentaban aquellas ilusiones.
UNIVERSAL O FOCALIZADO
Sin embargo, el modelo programas centralizados, con su
cúspide en Buenos Aires y sus efectores desparramados en
el país, desarrollando acciones específicas sobre un
conjunto de riesgos o problemas de salud
individualizados, renació con ímpetu.
En los 90 los programas sociales de tipo “universal”
sufrieron un fuerte embate, en el contexto internacional
que describe Mahler.
Identificar la población objetivo de la asistencia, en
cualquier de sus formas, parecía ser una fuerte garantía
para ganar eficiencia, evitar discrecionalidad y reducir
la inequidad en la distribución del gasto social.
Sin duda, en organizaciones con escasa cultura de la
información como son las que integran nuestro sistema de
salud, el solo hecho de conocer a quien se dirigían las
acciones ya era un avance significativo. El problema de
la ineficiencia de las acciones sanitarias parecía ser
la clave del problema.
Aunque por aquel entonces la “focalización” para muchos
era sinónimo de neoliberalismo. Así como la noción de
“competencia” entre efectores públicos. Dos términos
centrales a la hora de pensar en los seguros públicos de
salud, que inclusive actualmente promueve la autoridad
sanitaria nacional.
Sin contar con evaluaciones independientes es difícil
afirmar, aun ahora, sobre el éxito o el fracaso de
muchos programas que típicamente –aunque en grados
variables- comprendían un componente de infraestructura
y uno de fortalecimiento institucional. Obras y
consultoría: para gran beneplácito de autoridades,
constructores y consultores.
Lo que está claro es que en nada se vincularon sus
efectos en un cambio en el modelo de atención, aunque
dejaron huella firme en la forma en que concebimos la
gestión de la política sanitaria: programas selectivos,
gestionados con lógica bancaria.
En estos días el Ministerio de Salud de la Nación
informa a través de su página web que en su estructura
se incluyen 26 “Programas”, con diferentes alcances y
focalizando en diferentes poblaciones o problemas de
salud.
En el Congreso Nacional permanentemente ingresan
proyectos legislando sobre enfermedades o actividades
específicas. Y proponiendo nuevos “Programas”.
Tanto repetimos la expresión “sistema fragmentado”, y
hemos construido un mosaico de programas con lógicas de
financiamiento, estructuras administrativas y equipos
técnicos propios. Casi como si la autoridad sanitaria
nacional, más que como una unidad política de alto nivel
técnico y de gestión, se concibiera a sí misma como un
archipiélago de diversos grupos que poco se conectan
entre sí, generando una especie de mercado interno de
servicios de apoyo técnico y transferencia de recursos
hacia la propia estructura central y a las
jurisdicciones.
Y eso pese a que todo el mundo se la pasa hablando de
fortalecer la famosa “capacidad de rectoría”.
LOS BANCOS
Efectivamente, con la decidida intervención en el sector
de la banca multilateral, a la que se refiere Mahler,
múltiples programas se moldearon a imagen y semejanza
del crédito bancario –que de eso se trata, al fin de
cuentas- y la por entonces incipiente y frustrada
reflexión sobre los alcances de la propuesta de Atención
Primaria de Salud transmutó rápidamente en programas de
apoyo para el desarrollo de centros de salud, agentes
sanitarios, actividades de capacitación para el personal
del primer nivel, compra de vehículos, etc.
Con distintas siglas, el paraguas del financiamiento
ofrecido a través de varios de esos programas resultó
muy positivo para algunas jurisdicciones. Para otras, no
tanto.
Pero en demasiados casos, al agotarse el financiamiento
“externo” los programas marchitaron, los equipos no se
renovaron, los edificios quedaron sin mantenimiento, y
la gente entrenada se fue.
La verdad es que durante muchos años el financiamiento
internacional fue casi la única posibilidad para el
Ministerio nacional de hacer política sanitaria frente a
las condiciones de nuestro peculiar federalismo
sanitario.
Y para los Ministerios provinciales también, habida
cuenta de que la gran mayoría de sus presupuestos se
gastaba (y gasta) en salarios. Muy poco para mantener lo
que tienen, y –en general- todavía menos para invertir.
De esta manera no logra consolidarse una visión
estratégica, abarcativa de prioridades nacionales
consensuadas, con estrategias integradoras de largo
aliento, en cuyo marco las oportunidades de
financiamiento externo sean solo herramientas
disponibles, y no a la inversa.
Claro que el tema no es sólo responsabilidad de los
Bancos. Como en el tango, se baila de a dos, al menos.
La incapacidad del Estado Nacional en su conjunto, en
sucesivas administraciones de gobierno, para modernizar
y profesionalizar sus estructuras, hace que una
estrategia práctica y rápida para sortear las mil y una
trabas que imponen estructuras organizacionales
burocráticas, complejas y bajo el control sindical, sea
generar estructuras paralelas: los “Programas”.
Algunos problemas ya bien conocidos de los programas
focalizados en enfermedades, riesgos o grupos
poblacionales son el desarrollo de estructuras
“paralelas” que no contribuyen al fortalecimiento de la
capacidad del sistema, sino que más bien la debilitan,
el desplazamiento de otros temas o problemas que no
logran ingresar a la agenda política y la generación de
estructuras, incluyendo personal, en muchos casos
intensivamente entrenado, pero con poca estabilidad.
En ese sentido, es fácil percibir la desazón de Mahler
cuando cuenta cómo después de Alma-Ata, volvieron los
programas verticales.
El desafío, el viejo desafío, es integrar y no seguir
fragmentando.
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