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La evaluación económica (EE) en salud como metodología
de análisis para la toma de decisiones ha sido y
continúa siendo la gran ausente sin aviso de nuestro
sistema de salud. Nadie pone en duda que se trata de un
poderoso instrumento técnicamente probado que posibilita
dimensionar en términos comparativos el beneficio en
cuanto a la efectividad de aplicar determinada
intervención sanitaria en relación a cada peso adicional
que se pretenda asignar a dicha actividad bajo
evaluación. Pero a pesar del tiempo pasado, aún sigue
siendo motivo de discusión cómo conjugar el paradigma
económico con el sanitario. Otros países ya lo han
salvado hace tiempo. España es un ejemplo. Hace no mucho
tiempo escuche con asombro a alguien sostener que “la
salud es un tema demasiado importante como para
dejárselo a los economistas”. También se ha escuchado
decir algo similar para con los médicos. ¿A quien hay
que dejarle entonces el tema? Dice Vicente Ortún que
“mejorar la sanidad no es solo cosa de buenos gestores y
clínicos, sino que pasa también por mejorar la forma en
la que hacemos política”. Ya decía Virchow en 1848 que
“La medina es ciencia social, y la política no es otra
cosa que medicina en gran escala”. Pero también sostenía
sabiamente que “La libertad no es poder actuar
arbitrariamente, sino la capacidad de hacerlo
sensatamente”. Me pregunto. ¿Hay alguien que pueda dejar
de admitir que no hay nada mejor que la Evaluación
Económica en Salud para combinar y poner a ambos
participantes (economistas y médicos) en su exacta
dimensión, y además “en caja” respecto del gasto, su
magnitud y distorsiones?.
Evaluar es dar valor moral y ético a la decisión
técnica. El problema mayor en la Argentina es el impacto
que la tecnología en salud tiene sobre el gasto,
explícitamente como variable más importante. La
adopción, utilización y variabilidad en el uso de
tecnología de diagnóstico y tratamiento, de gestión y de
los nuevos medicamentos, cada vez con mayor velocidad de
ingreso al mercado sanitario, supone una transformación
creciente de los sistemas de salud, pero también pone en
situación difícil a sus finanzas. Hay que tener presente
el costo de oportunidad de cada unidad monetaria
invertida en mejorar la salud. En ese contexto, resulta
imprescindible contar con esta herramienta ampliamente
conocida y utilizada en diversos países de la región y
el mundo, que ha acumulado conocimiento teórico y
experiencia como para ser aplicada desde un ámbito del
Estado que defina las políticas regulatorias respecto de
la aprobación de nuevos equipos, fármacos o técnicas.
Especialmente cuando en la gestión del cambio
tecnológico en el mercado de la salud confluyen
intereses de políticas de servicios de salud, de Salud
Pública y de política industrial, no siempre
coincidentes.
Cuestiones como la incorporación de la vacuna contra el
virus del papiloma humano (VPH) al Programa Nacional de
Inmunizaciones, la instalación y puesta en
funcionamiento de nuevo equipamiento terapéutico o de
medicamentos cuyos resultados dependen de la
variabilidad de la práctica médica, con alto costo y
cuestionable efectividad, constituyen ejemplos que
tienen como denominador común la dificultad para los
financiadores de determinar si es o no deseable la
erogación asociada a los supuestos beneficios esperados.
Pero también es útil preguntarse si una práctica tan
antigua como la episiotomía, y por cierto bastante
utilizada todavía, es o no costo/efectiva. Y no he
escuchado muchas reflexiones serias al respecto.
Supongamos que el país pudiera determinar un monto de
recursos para financiar el cuidado de la salud de sus
habitantes durante cierto lapso temporal, y que la
autoridad sanitaria fuera quien distribuyera esos
recursos y definiera las acciones sanitarias necesarias
para alcanzar el objetivo propuesto. Y supongamos
también que el costo de financiar ciertas prestaciones
para alcanzar determinados niveles de salud de la
población – según sus necesidades y/o demandas –
superara los recursos que se dispusieron para el período
en cuestión. El resultado sería una brecha que tendería
a ampliarse en el tiempo, entre el significado monetario
de las necesidades asistenciales crecientes, frente a la
magnitud de los recursos disponibles. Obviamente habría
llegado entonces el punto de inflexión de tomar
decisiones respecto de incorporar o no nuevas
prestaciones, lo que llevaría a la necesidad de
priorizar. El beneficio o utilidad marginal de una nueva
incorporación se cruzaría con el costo marginal de su
financiación ¿Se puede incorporar entonces todo lo que
asome en el horizonte innovador? El problema es cómo,
por qué, para qué y sobre a partir de qué bases ciertas.
Dado que el mercado sanitario no puede tener la libertad
absoluta de asignar esos recursos, convendría
preguntarse entonces qué criterios debería aplicar la
autoridad sanitaria para regularlo, seleccionando la
innovación a incorporar al financiamiento. Si bien en el
tiempo ha habido respuestas para cada caso, muchas veces
pragmáticas, se carece de un criterio general conocido y
explícito de antemano que otorgue suficientes garantías
de transparencia al proceso decisorio, más aun cuando
mucha tecnología y medicamentos quedan sujetos a la
judicialización y el amparo. Los gestores y los
políticos pueden diseñar medidas, pero el que las
implanta es el médico, y la suya es quizás la parte más
difícil. Por eso, es necesario lograr que el profesional
sanitario esté informado y se sienta integrado, para que
se implique en la decisión y ésta sea la mejor en costos
y en efectos.
Y muchas veces los efectos suelen ser los comunes a
estas causas: controversia de opiniones en donde se
mezclan consideraciones técnicas y políticas, “captura”
de muchas decisiones regulatorias por parte de los
prestadores o de la industria y una creciente demanda de
la población potencialmente receptora de las nuevas
intervenciones, en donde por desconocimiento lo que vale
más que el juicio técnico es el juicio de valor. He aquí
el nudo gordiano del problema. ¿Es la efectividad
compatible con la equidad y viceversa?.
El sistema de salud está obligado a diseñar, implementar
y hacer cumplir criterios de selección de eventos
prioritarios para la atención de la salud de la
población, que se conviertan en regla conocida,
técnicamente moral y de aplicación transparente para
todos los agentes del sector, incluidos los
profesionales. Ahora bien ¿Existen métodos convincentes
y adecuados, que puedan aportar reglas claras,
trasparentes y generales para los diversos ámbitos de la
actividad sanitaria? La respuesta es SI.
El problema es que existen tres cuestiones centrales que
no están presentes:
a) Una razonable masa crítica de especialistas en
evaluación económica con experiencia local que puedan
desarrollar una adecuada curva de aprendizaje a futuro.
b) Una Agencia Nacional de Evaluación de Tecnologías,
independiente del poder regulatorio, pero que le provea
del rigor técnico al proceso de toma de decisiones en
materia de incorporación de tecnologías y medicamentos
en el sector salud.
c) Escasa información de mínima y aceptable calidad en
materia de costos, epidemiología, metaanálisis y teoría
económica aplicada, condición esencial para establecer
un punto de inflexión a mediano y largo plazo.
Son estas cuestiones precisamente las que podría
contribuir a aportar el adecuado complemento técnico a
la decisión política respecto de si corresponde o no a
los financiadores cubrir los costos de determinada
inversión o desarrollo innovador en cualquiera de los
ámbitos, sea público o privado.
Aplicando la teoría de la relación de agencia. Si el
Principal (Estado), regulador por excelencia, asumiera
el compromiso de tomar decisiones a partir de objetivos
sanitarios perfectamente definidos, con rigor técnico y
transparencia en la información evitando su “captura”
por otros principales (farmoindustria, tecnoindustria,
capital privado) cuyo poder de marketing esta
ampliamente demostrado, se neutralizarían debates que
confunden más a la opinión pública y a los propios
profesionales (los Agentes) en relación a lo que aportan
en conocimiento y confianza respecto de garantizar la
mejor calidad y mejor seguridad de la cobertura
asistencial.
Quizás nos falte mucho por aprender en EE. Y por hacer.
Pero nunca es tarde para empezar.
(*) Doctor en Medicina.
Magister en Administración de Servicios de Salud UCES,
Posgrado en Economía para No Economistas - Cámara
Argentina de Comercio. Diplomado en Economía de la
Gestión Sanitaria CIESS México DF. Profesor Titular de
la Cátedra Análisis de Mercados Sanitarios - Maestría en
Economía de la Gestión Sanitaria Universidad ISALUD.
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